Habían mandado a Paolo a la cama y Tonio se había quedado adormilado con un vaso de vino en la mano.
– ¿Qué es? -preguntó cuando vio que Guido se sentaba cansinamente, con una expresión hermética, antes de romper la nota y tirarla.
– Ruggerio ha contratado a otros dos castrati que aparecerán contigo -explicó Guido. Se puso en pie y con las manos en los bolsillos de su bata de satén parecía estar trazando sus pensamientos. Miró a Tonio-. Podía… podía ser peor.
– ¿Quiénes son? -preguntó Tonio.
– Uno es Rubino, un viejo cantante, muy elegante aunque su estilo tal vez sea demasiado clásico; sin embargo es muy querido por los romanos. No hay nada que temer de Rubino, pero recemos por que no esté perdiendo la voz. -Dudó, tan abstraído que parecía haber olvidado la presencia de Tonio.
– ¿Y el otro? -insistió éste.
– Bettichino -respondió Guido.
– ¡Bettichino! -exclamó Tonio. Todo el mundo lo conocía-. Bettichino… en el mismo escenario.
– Ya te he dicho que podía ser peor -le advirtió Guido. Sus palabras carecían de convicción. Avanzó unos pasos y se volvió de repente-. Es frío. Arrogante, se comporta como si procediera de la realeza, cuando ha subido desde la nada como todos nosotros… Bueno…, como algunos de nosotros. -Dirigió a Tonio una mirada de complicidad-. E inevitablemente consigue que la orquesta afine a partir de su voz. Se dice que da instrucciones a los cantantes si cree que las necesitan…
– Pero es un buen cantante -lo interrumpió Tonio-, un gran cantante. Esto es maravilloso para la ópera y tú lo sabes.
Guido lo miraba sin saber muy bien qué decir. Luego murmuró:
– En Roma tiene muchísimos admiradores.
– ¿No confías en mí? -preguntó Tonio con una sonrisa.
– Plenamente, ciegamente -respondió Guido-, sin embargo habrá dos campos de batalla: el suyo y el tuyo.
– Y por eso tengo que asombrar a todo el mundo, ¿no? -inquirió Tonio alzando juguetonamente la cabeza.
Guido enderezó la espalda. Miró al frente, cruzó la habitación y se dirigió a su escritorio.
Tonio se levantó despacio y con pasos silenciosos se dirigió a su vestidor, una pequeña y atestada habitación. Se sentó ante una mesa cubierta de frascos y jarras, sin dejar de contemplar el vestido violeta.
Los armarios, situados a ambos lados, estaban repletos de levitas y capas, una docena de espadas destellaban en el guardarropa abierto, y la ventana que un momento antes hubiera parecido dorada, había adquirido un color azul pálido.
El vestido estaba tal como él lo había dejado, sobre un sillón, con las enaguas desordenadas, el cuello de volantes color crema abierto, cortado por un lado quizá con la intención de mostrar la profunda negrura que poblaba el interior del rígido corpiño.
Se apoyó en el codo y alargó la mano sólo lo justo para rozar la superficie de la seda, y pareció notar el tacto de la propia luz porque el vestido brillaba en la oscuridad.
Se imaginó ataviado con el vestido, recordó la sensación, hasta entonces desconocida, de su desnudez sobre los volantes, y el pronunciado balanceo de la falda. En el núcleo de cada humillación sufrida se alzaba ahora un poder ilimitado, una fuerza vigorizante. ¿Qué le había dicho Guido? ¿Que era libre, y que los hombres y las mujeres sólo podían permitirse soñar con una libertad como aquélla? En los brazos del cardenal, supo que aquello era una verdad divina.
No obstante no salía de su asombro. Cada nuevo estrato de él que se desvelaba lo dejaba temblando unos instantes. En aquellos instantes, admirando el vestido vacío que había cobrado el color de las sombras, se preguntó si la noche de su debut conservaría aquella misma fuerza. Veía un palco atestado de venecianos, oía el viejo y dulce dialecto componiendo una melodía de besos y susurros, e imaginaba la expectación y horror mal disimulados reflejados en aquellos rostros al contemplar a aquel patricio capado ponerse en pie como la reina de Francia, oculta tras las joyas y el maquillaje y aquella voz que se elevaba. ¡Ah!
Interrumpió aquellos pensamientos.
Y Bettichino. Sí, Bettichino. ¿Cómo reaccionaría?
Olvídate de lazos y vestidos y carruajes venecianos viniendo hacia el sur, olvídate de todo.
Piensa en Bettichino unos instantes y en lo que significa.
Le habían prevenido contra los cantantes mediocres y todos los horrores que éstos pudieran conllevar: espadas de pasta de papel que se pegaban a la vaina cuando ibas a sacarlas, una pizca de droga en el vino para que te marearas en cuanto empezara la obra. Cohortes pagadas armando jaleo cada vez que abrías la boca.
Pero ¿y Bettichino? ¿Frío, arrogante, un altivo príncipe del escenario que gozaba de una gran reputación y con una voz incomparable? Era un reto ennoblecedor, no una competencia degradante.
Una luz cegadora que podía eclipsarlo del todo, dejarlo pugnando en los márgenes de la oscuridad para recuperar a un público que ya se habría saciado por completo con Bettichino.
Tonio se estremeció. Se había abstraído tanto en sus pensamientos que su cuerpo estaba hecho un ovillo y su mano no había soltado el vestido, como si tratara de asirse al último retazo de color violeta que revelase la luz. Se lo acercó al rostro para sentir la suavidad y la frescura del tejido.
– ¿Cuándo has dudado de tu propia voz? -se susurró-. ¿Qué te ocurre?
La luz se había desvanecido. La ventana vibraba con la profunda luminosidad azul de la noche. Se puso en pie con aire enfadado, salió de aquellas estancias y recorrió el pasillo, llenando sus pensamientos sólo con el eco de sus pasos en el suelo de piedra.
Oscuridad, oscuridad, musitaba casi con ternura. Me haces ser invisible. Me haces sentir que no soy un hombre ni una mujer ni un eunuco, que simplemente estoy vivo.
Cuando llegó a la puerta del estudio del cardenal, no dudó y llamó al instante.
El hombre estaba sentado ante su escritorio, y por un instante aquella habitación con sus altas paredes repletas de libros, iluminada por la tenue luz de las velas, le recordó tanto a otro lugar que se maravilló del amor y el deseo que le inspiró el cardenal cuando vio el rápido destello de pasión en su rostro.
Capítulo8
Hacia finales de verano, quedó patente para todo el mundo que el poderoso cardenal Calvino se había convertido en el protector de Tonio Treschi, el castrato veneciano que insistía en aparecer en escena bajo su verdadero nombre.
– Se hablará de ello en todas partes, Tonio -repetía la condesa, que cada vez visitaba Roma con más frecuencia-. Espera y verás.
Mientras tanto, el cardenal mantenía al gorrión encerrado en la jaula y no le permitía cantar fuera del palazzo, del cual salían las maravillas que sobre aquella extraordinaria voz contaban unos pocos privilegiados.
Guido seguía otro camino.
Siempre se llevaba unas páginas de sus partituras a los conciertos a los que asistía. Y cuando le ofrecían el teclado, a veces por mera cortesía, lo aceptaba de inmediato.
Era un visitante asiduo en las casas de los representantes extranjeros y Roma entera se hacía eco de sus composiciones para clavicémbalo.
Los entendidos afirmaban que no se había oído nada tan excepcional desde los tiempos del mayor de los Scarlatti, aunque la música de Guido era más melancólica y movía al llanto.
Buena prueba de ello eran incluso sus composiciones más ligeras: unas sonatas tan ágiles y burbujeantes, tan luminosas, que quienes las escuchaban se embriagaban con ellas como si se tratara de vino.
Un marqués llegado de Francia se apresuró a invitarlo, le llegó otra invitación de un vizconde inglés y a menudo le solicitaban que compusiera alguna pieza y asistiera a los conciertos que organizaban los cardenales romanos en sus teatros privados.
Pero Guido era listo. No tenía libertad para aceptar un encargo concreto, estaba preparando su ópera, sin embargo no tenía reparos en sacar un brillante concierto de su carpeta de partituras, como por arte de magia.