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Siguió al cardenal hasta los jardines, donde resonaba el suave chapoteo de las fuentes y el verde olor de la hierba recién cortada invadía el aire.

Luego iban a la biblioteca y entraban juntos en un templo donde los estantes llenos de libros encuadernados en cuero alcanzaban la zona en penumbra donde no llegaba la titilante luz.

– Lee para mí, Marc Antonio -pedía el cardenal al encontrar a Dante y Tasso, sus poetas favoritos. Se sentaba con las manos cruzadas a la bruñida mesa y sus labios se movían en silencio mientras Tonio leía las frases con dulzura, despacio, en voz baja.

El espíritu de Tonio languideció. Hacia años, en otra vida, había conocido horas como ésas, cuando acunado por la belleza del lenguaje, se había perdido en un universo de imágenes e ideas representadas de manera exquisita. Paulatinamente, entre él y el cardenal se estableció un vínculo indefinible. Aquél era un ámbito que él y Guido nunca habían compartido.

Sin embargo, Tonio se mostraba precavido a la hora de expresarse. Era lo bastante listo como para comprender que una de las fantasías del cardenal consistía en imaginar a su amante como pilluelo criado por músicos, y tal vez fuese así. Los ojos del cardenal a menudo denotaban angustia, y más a menudo aún tristeza. Era víctima de una pasión «profana» hacia Tonio. Un hombre dividido en contra de su voluntad.

Tonio percibía aquello por el modo en que todos los placeres, la poesía, el arte, la música, sus ardientes contactos, estaban matizados por la idea que el cardenal tenía de los enemigos del alma: el mundo y la carne.

Sin embargo, era el cardenal quien lo incitaba.

– Háblame de la ópera, Marc Antonio. ¿Dónde reside su valor? ¿Por qué acude la gente a este espectáculo?

¡Qué inocente parecía entonces! Tonio no podía por menos que sonreír. Conocía de sobras la larga batalla mantenida por la Iglesia contra la escena y los actores, contra toda música que no fuera sacra, el horror que suscitaban las actrices femeninas, lo que había dado lugar a la aparición de los castrati. Todo eso Tonio ya lo sabía.

– ¿Qué es lo que les resulta tan atractivo? -preguntaba entre susurros el cardenal con los ojos entornados.

Ah, reflexionó Tonio, cree que tiene aquí encerrado a un enviado del diablo que, en cierta manera, le explicará sin tapujos toda la verdad. Tonio tuvo que reprimirse para no mostrarse desafiante.

– Mi señor -dijo despacio-, no tengo una respuesta para vuestra pregunta. Sólo sé la alegría que la música siempre me ha proporcionado. Sólo sé que la música es tan bella y poderosa que en determinados momentos se asemeja al mar, y posee la magnitud del firmamento. A buen seguro la creó Dios y la dejó libre en el mundo del mismo modo que hizo con el viento.

El cardenal se quedó mudo de asombro ante aquella respuesta. Se recostó en la silla.

– Hablas de Dios con amor, Marc Antonio -dijo en tono fatigado.

La angustia lo acechaba.

Amar a Dios, pensó Tonio. Sí, supongo que siempre lo he amado; durante toda mi vida, cuando me hablaban de él lo amaba, en la iglesia, en misa, por la noche cuando me arrodillaba junto a la cama con el rosario en las manos. Pero ¿y en Flovigo, hace tres años? Aquella noche no lo amé ni creí en Él. No obstante permaneció en silencio. Vio que la desdicha invadía al cardenal, supo que la noche había llegado a su fin.

Y supo también que el cardenal no soportaría aquella lucha por mucho tiempo. El pecado era para él su propio castigo. Tonio se entristeció al adivinar que aquellos abrazos pronto terminarían. Tarde o temprano llegaría un momento en que el cardenal rechazaría a Tonio, y éste rezaba para que lo hiciera con dulzura, porque si lo hacía con desprecio… Prefería no pensar en eso.

Se separaron en mitad de la oscuridad y de la casa que dormía. Sin embargo, Tonio, sin poder refrenar su impulso, se volvió para abrazar la delgada y flexible figura del cardenal y darle un último y prolongado beso.

Después, cuando lo recordaba mientras se llevaba la mano a los labios, aquella emoción lo turbó. ¿Como podía sentir afecto por alguien que lo consideraba una debilidad, alguien que veía a un castrato como un ser al que podía prodigar toda la pasión que no podía entregar a una mujer, un secreto vergonzoso?

Al fin y al cabo, no importaba.

En el fondo de su corazón, Tonio sabía que no importaba en absoluto.

Cada día contemplaba en callado respeto al cardenal que se acercaba al altar de Dios para obrar el milagro de la transubstanciación para los fieles, lo veía dirigirse al Quirinal, atender a los enfermos y a los pobres.

Pensó que ese hombre nunca había titubeado, por muy abrasadora que fuera su secreta pasión. Ese hombre demostraba a todo el mundo el amor de Cristo, el amor hacia sus hermanos como si, una vez vencido el orgullo, hubiera aprendido que todo aquello era eterno e infinitamente más importante que su propia debilidad e inmoralidad.

Y pronto no hubo un solo momento en que, al ver al cardenal, resplandeciente en su túnica púrpura o en la opulencia de su habitación, Tonio no pensara: «Sí, por esos momentos que compartimos lo amo, lo amo de corazón, y mientras me desee, le daré todo el placer que me pida.»

Ojalá eso hubiera bastado…

La realidad era que, incitado por visiones inconexas del hombre que había tomado secreta posesión de él, Tonio se entregaba sin medida a cualquier hombre, extraños con los que se cruzaba durante el día por los pasillos del cardenal, o incluso rufianes que le lanzaban ardientes y obsesivas miradas en la calle.

Los salones de esgrima, donde antes había buscado afanosamente un cansancio que lo relajara, se habían convertido en cámaras de tortura, llenas de cuerpos cautivadores, de aquellos nobles jóvenes viriles y a veces crueles a los que siempre había mantenido a distancia.

El sudor les hacía brillar el pecho bajo la camisa abierta; brazos tensos, de hermosos músculos, el bulto del escroto entre las piernas. Hasta el olor de su transpiración lo atormentaba.

Tras hacer una pausa, se secó la frente y cerró los ojos, y al cabo de un momento los abrió y vio al joven conde florentino Raffaele di Stefano, su rival más acérrimo, que lo miraba con abierta avidez y satisfacción y que al ser descubierto, desvió la mirada.

Se irguió dispuesto a enfrentarse al conde. Tonio atacó con un frenético movimiento y su oponente retrocedió con los dientes apretados. Sus oscuros ojos estaban sombreados por unas pestañas tan negras que parecían maquilladas. Su rostro era blando, casi sin ángulos, e infantil, y el cabello, de un negro tan intenso que parecía bañado en tinta.

El maestro de esgrima los obligó a separarse. El conde había recibido un arañazo y la hermosa camisa de lino estaba desgarrada en el hombro.

No, no deseaba parar.

Cuando se batieron de nuevo, la necesidad de reparar el orgullo herido animaba al conde, mientras sus labios se movían en un ejercicio de concentración e intentaba esquivar los ataques precisos de Tonio.

Cuando terminaron el conde estaba jadeante, el vello negro del pecho le llegaba casi a la base del cuello, donde el arma lo había herido. Sin embargo, aquella máscara de carne sobre la nariz y la cara se adivinaba tan suave que Tonio la sentía entre sus dedos, y aquella barba afeitada parecía tan áspera que debía incluso cortar.

Le dio la espalda al conde. Avanzó hasta el centro de aquel suelo brillante y se detuvo con la espada en el costado. Notaba que los ojos de los demás lo estaban evaluando, percibía el avance del conde. El hombre desprendía un aroma animal, cálido y delicioso, cuando tocó la espalda de Tonio.

– Ven a cenar conmigo -le pidió casi con brusquedad-. Estoy solo en Roma. Eres el único esgrimista que puede ganarme. Quiero que vengas conmigo, que seas mi invitado.

Tonio se volvió para estudiarlo despacio. La proposición no dejaba lugar a dudas. El conde contrajo los ojos. Un diminuto lunar negro brilló junto a la nariz, otro en la barbilla.