Si mencionaban a Tonio, era para mofarse de aquel advenedizo de Venecia que afirmaba ser patricio e insistía en utilizar su nombre de nacimiento. ¿Quién iba a creer aquella patraña? Cuando se ponían ante los focos, todos los castrati se inventaban un augusto linaje y contaban historias estúpidas para explicar por qué habían tenido que realizarse la operación.
Así pues, el linaje del que Bettichino decía proceder no dejaba de ser absurdo. ¿Descendiente de una dama alemana y un mercader italiano, y que conservaba la voz debido al desdichado ataque de un ganso cuando era niño?
A Guido, que escribía día y noche, sólo le llegaban fragmentos de aquellas conversaciones. Únicamente salía para atender sus asuntos en la villa de la condesa, había ido cancelando todas las visitas a las casas de los dilettanti a medida que se acercaba el día cumbre.
Sin embargo Tonio mandó a Paolo a la calle para que se enterara de cuanto se decía.
Paolo, encantado de verse libre de sus maestros, visitó a la signora Bianchi, que trabajaba con ahínco en los trajes de Tonio, y luego se acercó a los hombres que trabajaban entre bambalinas. Permaneció el mayor tiempo posible en los atestados cafés, fingiendo que buscaba a alguien.
Cuando por fin regresó, tenía el rostro congestionado y los ojos rebosantes de lágrimas.
Tonio no lo vio llegar.
Estaba absorto en una carta de Catrina Lisani en la que le comunicaba que muchos venecianos ya habían emprendido el viaje hacia la Ciudad Eterna sólo para verlo en el escenario. «Irán los curiosos -había escrito-, y también los que te recuerdan con gran amor.»
Aquello le produjo una ligera aunque no por ello menos desagradable conmoción. Vivía aterrorizado ante el inminente estreno. A veces ese terror era delicioso y vigorizante, otras lo vivía como un suplicio. Y en aquellos instantes, al saber que sus paisanos irían a verlo como si se tratara de un espectáculo de carnaval, lo invadió una sensación de frialdad que el calor del fuego no lograba aliviar.
Solía pensar en sí mismo como en un ser arrancado de cuajo del mundo veneciano, y ante cuya ausencia la gente había reaccionado apiñándose con indiferencia para ocupar el espacio que había dejado.
Enterarse de que allí la gente hablaba de la ópera, que comentaban todos sus pormenores le produjo una extraña e indefinible sensación.
Claro que hablaban porque el esposo de Catrina, el viejo senador Lisani, en una ocasión había intentado que se revocara el decreto de proscripción contra Tonio. El gobierno se había limitado a confirmar su primera decisión: Tonio no podría entrar nunca más en el Véneto sin que sobre él pesara la pena de muerte.
No obstante fue la última parte de la carta de Catrina Lisani la que le desgarró el corazón.
Su madre había suplicado ir a Roma. Desde el mismo momento en que supo de su contrato en el Teatro Argentina, había pedido hacer el viaje sola. Inflexible, Carlo se había negado, y aquella decisión había hecho enfermar a Marianna, que había sido confinada en sus aposentos.
«Hay algo de verdad en su enfermedad -había escrito Catrina-, pero quiero que entiendas que se trata de una enfermedad del alma. Pese a todas las debilidades de tu hermano, se ha mostrado muy atento con ella, y ésta es la primera desavenencia auténtica entre marido y mujer.»
Apartó la carta.
Paolo lo esperaba y advirtió que lo necesitaba. Algo lo había aterrorizado y apenas podía articular las palabras.
¡Su madre había querido ir a verlo! Jamás hubiera esperado semejante decisión. La fina membrana que separaba aquellas dos vidas parecía haberse roto de repente, como si de su madre emanara una suave, misteriosa y embriagadora sensación que lo invadía. En todos aquellos años, nunca había tenido una conciencia tan lúcida y completa de su presencia, el perfume de su pelo, hasta la textura de sus cabellos. Podía sentirla detrás de él, llorando enfurecida, pugnando por abrazarlo.
Aquellos sentimientos eran tan violentos e insólitos que se encontró de pie antes de darse cuenta de haberse levantado y empezó a pasear frenético por la habitación.
– ¡Tonio! -Paolo le tiraba de la manga-. ¡No sabes lo que dicen en los cafés! ¡Es terrible, Tonio!
– Calla, ahora no -le susurró. Pero mientras hablaba, la membrana empezó a cicatrizar y lo separó de ella, dejando todo aquel amor y desdicha fuera del alcance de Tonio, en esa otra vida a la que ya no pertenecía. ¿Y si se hubiese tratado de un cantante mediocre que llevase mucho tiempo separado de ella? ¿Qué hubiera significado saber que su madre quería estar a su lado?
«Eres un estúpido -se dijo-. No han hecho más que extender las manos hacia ti y tú les abres el corazón.»
Se irguió con dignidad, se giró, tomó a Paolo por los hombros y le alzó la barbilla.
– ¿Qué ocurre? Cuéntamelo. No puede ser tan terrible.
– Tonio, no sabes lo que andan diciendo. Según ellos, Bettichino es el mejor cantante de Europa. Dicen que es indignante que aparezcas en el mismo escenario.
– Siempre andan diciendo cosas como ésas, Paolo -le aseguró Tonio con dulzura, en un intento por tranquilizarlo. Sacó el pañuelo y le enjugó las lágrimas.
– No, Tonio, pero es que dicen que tú eres un don nadie que vienes del arroyo. No creen que pertenezcas a una noble familia veneciana. Dicen que te han contratado por tu físico. A Farinelli, cuando comenzó, le llamaban Il Ragazzo. Y dicen que tú serás La Ragazzina. Y si La Ragazzina no sabe cantar, te darán una dote para que te recluyan en el convento y nadie tenga que volver a escuchar tu voz.
Tonio se echó a reír muy a su pesar.
– Paolo, todo eso son tonterías -dijo.
– Tendrías que oírlos, Tonio.
– Todo eso sólo significa que el día del estreno el teatro estará lleno hasta los topes -lo tranquilizó Tonio, apartándole el cabello de los ojos.
– No, no, Tonio, no te escucharán. La signara Bianchi tiene miedo. Gritarán, berrearán y patearán, no te darán ni la más mínima oportunidad.
– Procuraremos que no sea así -musitó Tonio, aunque deseó que Paolo no lo hubiera visto palidecer. Estaba seguro de que la sangre había abandonado su rostro.
– ¿Qué vamos a hacer, Tonio? La signora Bianchi dice que cuando se ponen así incluso pueden conseguir que se cierre el teatro. La culpa es de la signora Grimaldi; ella fue quien empezó. Llegó a Roma y dijo que tú cantabas mejor que Farinelli. Y eso fue lo que les hizo decir todo eso de Farinelli.
– ¿La signora Grimaldi? -preguntó Tonio en un hilo de voz-. ¿Quién es la signora Grimaldi?
– Ya sabes, Tonio, está loca por ti. En Nápoles se sentaba siempre en primera fila y ahora ha calentado los ánimos. Anoche, en casa del embajador inglés, aseguró que eras el mejor cantante desde Farinelli, y que había oído a Farinelli en Londres. Y ya sabes cómo son los romanos. Están indignados y todo el mundo la crítica.
– Calla un momento, Paolo. ¿Quién es? ¿Cómo es?
– Oh, es esa chica rubia, Tonio, la viuda del primo de la condesa. Ahora es rica y se dedica a la pintura y…
El rostro de Tonio sufrió tal alteración que Paolo guardó silencio unos instantes.
– ¡Tonio! -Paolo le tiraba de la mano-. Antes de que ella llegara ya murmuraban, pero ahora están imposibles. La signora Bianchi dice que una turba como ésa puede hacer cerrar el teatro.
– Así que ha venido a Roma… -susurró Tonio.
– Sí, está en Roma. Preferiría que estuviera en Londres -afirmó Paolo-. Y ahora mismo está con el maestro Guido.
– ¿Qué quieres decir con eso de que está con Guido? -Tonio miró fijamente a Paolo.
– Están en la villa de la condesa. -Paolo se encogió de hombros-. Ella acaba de llegar. ¿Qué vamos a hacer, Tonio?
– Deja de decir estupideces -murmuró Tonio-. No es culpa suya. Toda la ciudad está excitada con la ópera, no pasa nada más. Si no dijeran esas cosas…