Tonio se volvió de repente y cogió el abrigo. Se arregló el encaje de la pechera y se dirigió al armario en busca de su espada.
– ¿Adónde vas, Tonio? -preguntó Paolo-. ¿Adónde vas?
– Mira, Paolo -dijo Tonio confiado-, Bettichino nunca les dejará cerrar el teatro. No creo que quiera quedarse sin trabajo.
Cuando llegó a la villa de la condesa, al sur de Roma, faltaba poco para el atardecer.
La mansión estaba rodeada de jardines con setos de hoja perenne recortados en forma de pájaros, leones y ciervos. El césped se extendía verde e inmaculado bajo el sol poniente, y el agua de las fuentes correteaba por doquier en rectángulos de hierba segada, en medio de senderos, bajo columnatas de pequeños árboles de tronco perfecto.
Tonio vagó por la sala de música recién empapelada y distinguió la silueta del clavicémbalo bajo una niveo lienzo blanco.
Se quedó inmóvil unos instantes, mirando el suelo; ya estaba a punto de salir de aquella estancia tan rápida y resueltamente como había entrado en ella cuando llegó un viejo portero, arrastrando los pies y con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
– La condesa todavía no ha llegado, signore -anunció el viejo con un sonido sibilante que surgía de sus secos labios-. Pero la esperamos en cualquier momento, en cualquier momento.
Tonio estaba a punto de murmurar algo acerca de Guido cuando vio un inmenso lienzo en la pared opuesta. El colorido le resultaba conocido, al igual que las diminutas figuras: unas ninfas que bailaban en círculo, sus escasas ropas transparentes que parecían suaves al tacto.
Sin darse cuenta se encontró acercándose a la tela. A sus espaldas oyó las palabras del viejo criado:
– Ah, la joven signora. Sí, ella sí está, signore.
Tonio se volvió.
– Regresará en cualquier momento. Esta tarde ha ido a la Piazza di Spagna con el maestro Guido.
– ¿A qué lugar de la Piazza di Spagna? -preguntó.
En el arrugado rostro del viejo apareció una sonrisa. Se balanceó de nuevo sobre las puntas de los pies sin soltarse las manos de detrás de la espalda.
– Al estudio de la joven signora. Es pintora, una gran pintora. -En su tono se adivinaba una ligera burla, pero tan leve e impersonal que podía estar dirigida al mundo entero.
– Tiene un estudio allí… -Era más una afirmación que una pregunta. Tonio contempló el círculo de ninfas de la pared.
– Ah, mire, signore, pero si acaba de llegar con el maestro Guido -dijo el viejo y por primera vez movió la mano derecha para señalar hacia la puerta.
Avanzaban por el sendero del jardín. Ella apoyaba la mano en el brazo de Guido y llevaba una carpeta, gruesa y pesada, aunque no tan grande como la que Guido portaba en la mano derecha. Llevaba un vestido de lino estampado que brillaba bajo la fina capa de lana y se había bajado la capucha de forma que la brisa jugaba con sus cabellos. Hablaba con Guido. Reía, y Guido, con la mirada baja, mientras la conducía por el camino, sonreía y asentía.
Tonio advirtió que se trataban con cierta familiaridad. Se conocían. Charlaban con gran animación, como si existiera una gran confianza entre ellos.
Cuando llegaron a la sala, Tonio apenas podía respirar.
– ¿Puedo dar crédito a mis ojos? -preguntó Guido con ironía-. Pero si es el joven Tonio Treschi, el famoso y misterioso Tonio Treschi, que pronto asombrará a toda Roma.
Tonio lo miró con expresión estúpida sin pronunciar palabra. La risa suave de la joven llenó el aire.
– Signore Treschi. -Ella le hizo una pequeña y apresurada reverencia y con un encantador y ligero acento dijo-: ¡Cuánto me alegro de encontrarlo aquí!
Desprendía una gran vitalidad, con sus ojos brillantes y luminosos, y el vestido floreado de alguna manera se añadía a esa impresión de ligereza y movimiento que la rodeaba, aun cuando se limitase a estar inmóvil.
– Tengo que mostrarte una cosa, Tonio -decía Guido. Había cogido la gran carpeta y la había dejado sobre la funda del clavicémbalo-. Christina lo ha terminado esta tarde.
– Oh, no, pero si no está terminado -protestó ella.
Guido sacaba un gran dibujo hecho a pastel.
– ¿Christina? -dijo Tonio. Su propia voz le sonó áspera y algo ahogada. No podía apartar los ojos de ella. Tenía un aspecto radiante. Tenía las mejillas arreboladas y aunque su sonrisa titubeó unos instantes, enseguida la recuperó.
– Tienes que perdonarme -intervino Guido-. Christina, creía que Tonio y usted ya se conocían.
– Oh, sí, claro que sí, ¿verdad, señor Treschi? -se apresuró a decir ella, al tiempo que le tendía la mano.
Él la miró, consciente de que los dedos de ella estaban prisioneros entre los suyos y de la suavidad de aquella carne. Era una mano de muñeca, tan diminuta… Resultaba imposible imaginar que aquella mano pudiese hacer algo tan grande, pero advirtió con un sobresalto que se había quedado inmóvil como una estatua y que tanto ella como Guido lo miraban fijamente. Se inclinó de inmediato para besarle la mano.
Sin embargo, Tonio no quería rozarla con los labios. Y ella debió de darse cuenta porque la alzó un poco y recibió el beso.
Tonio la miró a los ojos. De repente, le pareció vulnerable hasta lo indecible. Lo miraba como si se encontraran a gran distancia y ella dispusiera de todo el tiempo del mundo.
– Mira esto, Tonio -dijo Guido en tono desenfadado, pretendiendo no haber notado nada. Le mostraba el retrato a pastel que ella le había hecho.
Se trataba de un excelente estudio. En él, Guido estaba vivo, había captado a la perfección su aire triste, incluso el brillo amenazador de los ojos. La artista no había pasado por alto su nariz aplastada o la exuberancia de su boca, y sin embargo había plasmado su esencia, que transformaba el conjunto.
– Dime qué te parece, Tonio -insistió Guido.
– Tal vez podría posar para mí, signore Treschi -se apresuró a añadir ella-. Me gustaría pintarlo. En realidad, ya lo he hecho -confesó casi avergonzada, con un leve rubor-, pero sólo de memoria. No sabe cuánto me gustaría hacerle un retrato de verdad…
– Acepta la oferta -dijo Guido sin darle importancia, con el codo apoyado en el clavicémbalo-. Dentro de un mes, Christina será la retratista más famosa de Roma. Si no lo haces ahora, tendrás que concertar una cita y esperar a que te toque el turno, como a cualquier mortal.
– Oh, no, usted nunca tendrá que guardar turno. -Ella rió casi con alborozo, y su cuerpo cobró un súbito movimiento, empezando por sus rubios rizos, finos y ligeros en el aire que corría invisible por la sala-. Tal vez podría venir usted mañana -añadió con énfasis-. Tengo muchas ganas de empezar.
Sus ojos eran de un azul profundo, casi violetas, y hermosos hasta donde la imaginación pudiera alcanzar. Nunca en su vida había visto unos ojos como aquéllos.
– Puede venir al mediodía -seguía diciendo con un levísimo temblor en la voz-. Soy inglesa y no duermo la siesta, aunque si lo prefiere, puede visitarme algo más tarde. Me gustaría pintarlo antes de que se haga demasiado famoso y todo el mundo desee hacerle un retrato. Sería un honor para mí.
– Oh, con cuánta modestia se expresan estos niños con talento -se burló Guido-. Tonio, la joven signora está hablando contigo.
– ¿Va a quedarse a vivir en Roma? -le preguntó Tonio con un hilo de voz. Las palabras sonaron tan débiles que a buen seguro ella pensaría que estaba enfermo.
– Sí -respondió-. Aquí hay tanto que estudiar, tanto que pintar… -Entonces su expresión sufrió uno de aquellos espectaculares cambios, y con inusitada sencillez añadió-: Aunque tal vez sea mejor hacerlo cuando termine la temporada de ópera. Lo seguiré, señor Treschi. Seré una de esas mujeres enloquecidas que siguen a un cantante por todo el continente. -Sus ojos se ensancharon, pero su expresión era sería-. Si me encuentro demasiado lejos del sonido de su voz, tal vez no pueda pintar.