Tonio se ruborizó intensamente y, sorprendido, oyó reír a Guido.
¡Era tan joven! No entendía en absoluto las implicaciones de sus palabras. ¡No debería estar allí sola, sin la condesa!
Y tuvo que contemplarla, admirar sus exquisitos y blancos pechos aprisionados casi con crueldad bajo el rígido escote de encaje…
La sangre le ardía en el rostro.
– Eso sería maravilloso -intervino Guido-. Usted vendrá a todas partes adonde vayamos, aparecerán retratos de la gran Christina Grimaldi y todo el mundo hablará de ellos. Muy pronto nos llamarían para cantar ante públicos ignorantes pero deseosos de quedar inmortalizados al óleo o al pastel.
Ella rió, con las mejillas encendidas, inclinando la cabeza hacia un lado. Su blanco cuello estaba ligeramente húmedo, y unas pequeñas gotas de sudor se aferraban a los pómulos. Su voz denotaba una ligera tensión.
– La condesa vendrá con nosotros -prosiguió Guido con fingido aburrimiento-, viajaremos todos juntos.
– Perfecto -susurró ella; sin embargo se la veía algo decepcionada.
Tonio advirtió que la observaba como si hubiera perdido la cabeza. Apartó la mirada, intentó encauzar sus pensamientos. Incluso la frase más sencilla le suponía un esfuerzo. ¿Qué podía decir? Aquella charla no era adecuada para ella. Era una conversación descarada, propia de cavalieri serventi y mujeres adúlteras, pero en esa muchacha había pureza y buen juicio. Se había quedado viuda hacía poco y era como una mariposa luchando por salir de la crisálida.
En su fragilidad parecía inaccesible, exquisita y exótica. Tonio alzó los ojos para posarlos en ella de nuevo, para no dejar de mirarla. Y sin observar a Guido, percibió un ligero cambio en la actitud de éste.
– Hablando en serio, señor Treschi -prosiguió ella con el mismo tono informal-, he alquilado un estudio en la Piazza di Spagna y voy a vivir allí. Guido fue muy amable posando para mí; de ese modo pude estudiar la luz y tomar la decisión de arrendarlo.
– Sí, tuvimos que cambiar de sitio cada cinco minutos -dijo Guido fingiendo molestia-, y colgar docenas de retratos en las paredes. No obstante, en realidad, es un hermoso estudio. Y puedo ir a pie hasta allí desde el palazzo y ver pintar a Christina cuando esté cansado y de mal humor.
– Oh, claro, eso es lo que debe hacer -dijo ella con evidente agrado-. Puede venir siempre que quiera, y usted también, señor Treschi.
– Querida mía, no quisiera molestarla -dijo Guido-, pero si las doncellas tienen que trasladarse allí y hay que llevar los baúles, sería mejor que nos marchásemos ya. Si no, se nos hará de noche.
– Sí, sí, tiene razón -dijo ella-. Pero ¿vendrá usted mañana, señor Treschi?
Tonio se quedó callado unos instantes. Entonces se oyó pronunciar un leve sonido muy parecido a la palabra «sí», pero enseguida rectificó.
– No, no puedo. Lo siento, signora, pero tengo que practicar. Falta menos de un mes para el estreno.
– Comprendo -dijo ella en voz baja. Y tras brindarle de nuevo una radiante sonrisa, se disculpó y abandonó la habitación.
Tonio se volvió de inmediato hacia la puerta y llegó al sendero del jardín antes de que Guido lo cogiera por el brazo.
– Si no comprendiera tus motivos diría que te has mostrado excesivamente brusco -le espetó Guido con severidad.
– ¿Y cuáles son mis motivos? -le preguntó Tonio con los dientes apretados.
Guido parecía al borde de un acceso de ira, pero entonces frunció los labios y contrajo los ojos, como si contuviera una sonrisa.
– ¿Es que no lo sabes?
Capítulo10
Durante los tres días que siguieron a aquel encuentro, Tonio practicó desde primeras horas de la mañana hasta muy entrada la noche. En dos ocasiones se propuso salir del palazzo pero cambió repentinamente de idea. Guido había concluido todas las arias y Tonio tenía que trabajar su ejecución hasta la perfección, y prepararse para hacer infinitas variaciones en ellas. Ningún bis tenía que sonar igual que lo que el público había escuchado antes, debía estar preparado para cualquier contingencia y para cualquier cambio de humor experimentado por él mismo o por los espectadores. Por eso se quedó en casa, incluso comía al lado del clavicémbalo y trabajaba hasta que caía rendido en la cama.
Mientras tanto, los criados se reunían a la puerta de su habitación para escucharlo y a menudo emocionaba tanto a Paolo que a éste se le saltaban las lágrimas. Incluso Guido, que solía dejarlo solo por las tardes para ir a visitar a Christina Grimaldi en su nuevo estudio, se quedaba un rato con el fin de escuchar unos cuantos compases más.
– Cuando te escucho cantar, cuando me hallo en presencia de tu voz -dijo Guido en un suspiro-, el demonio del infierno no me inspira temor.
A Tonio aquel comentario no lo halagó, más bien le recordó que Guido estaba mortalmente asustado.
Una vez, en mitad de un aria, Tonio se detuvo y se echó a reír.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó Paolo.
– Todo el mundo estará allí -respondió Tonio sacudiendo la cabeza. Cerró los ojos unos instantes y luego, temblando de manera incontrolable, rió de nuevo.
– No hables así, Tonio -dijo Paolo desesperado, mordiéndose el labio. Le suplicó que se tranquilizara y luego sus ojos se llenaron de lágrimas.
– Si sale mal -dijo Tonio, tras recuperar el aliento-, será como una ejecución pública. -Se deshizo en una risa callada-. Lo siento, Paolo, no puedo evitarlo -dijo. Intentó controlarse, pero fue en vano-. Todos, absolutamente todos.
Entrelazó las manos sobre el clavicémbalo, sacudido por una carcajada inaudible. Empezaba a comprender el significado de un debut: era una solemne invitación a arriesgarse al más terrible fracaso público de toda una existencia.
Cuando vio la sorprendida expresión de Paolo, cesó de reír.
– Venga -le dijo con dulzura, abriendo la partitura de un duetto-, no me hagas mucho caso.
Hacia el anochecer del cuarto día, sin embargo, todo le sonaba a ruido. No podía trabajar más. Entonces comprendió la virtud de su práctica: no había tenido que pensar, no había tenido que recordar, no había tenido que exagerar, planear o preocuparse en absoluto.
Cuando el cardenal, al que no había visitado en unos quince días, lo mandó llamar, se levantó del clavicémbalo emitiendo un leve bufido de exasperación. Nadie lo oyó. Nino ya le estaba preparando la ropa. Terciopelo negro, un chaleco bordado en oro, pantalones color crema y unas babuchas blancas de arco alto que dejarían una cruel marca en su empeine que tal vez el cardenal deseara después acariciar.
No creía posible poder complacer a Su Eminencia, aunque en otras ocasiones había acudido a verlo más fatigado y distraído que aquella noche y todo había salido bien.
Hasta que no llegó a la puerta del cardenal no cayó en la cuenta de que era demasiado temprano para que pudieran estar juntos de una manera discreta. La casa estaba llena de ajetreados clérigos y holgazanes caballeros. Sin embargo, el cardenal lo había llamado al dormitorio.
Cuando entró en la habitación comprendió que algo ocurría.
El cardenal estaba vestido para oficiar una ceremonia, con el brillante crucifijo de plata en el pecho. Se hallaba sentado ante su escritorio tras un par de grandes velas, con las manos entrelazadas sobre las páginas de un libro.
Su expresión irradiaba una extraña luz, una inocente exuberancia que Tonio no había visto desde hacía meses.
– Siéntate, hermoso niño -le dijo. Ordenó a sus ayudantes que se retiraran.
La puerta se cerró, el silencio pareció impregnarlos como las olas al romper suavemente sobre la playa.