Tonio alzó la vista con un levísimo titubeo; vio que los ojos grises del cardenal estaban llenos de asombro e infinita paciencia, y sintió la primera punzada de advertencia. Antes de que el cardenal hablara lo recorrió un presentimiento de irremediable final.
– Ven aquí conmigo -dijo el cardenal como si llamara a un niño.
Tonio estaba lejos, muy lejos, en algún mundo fuera del alcance del pensamiento. Se levantó despacio y se acercó al cardenal, que se hallaba de pie. Se quedaron frente a frente y el hombre lo besó en ambas mejillas.
– Tonio -dijo bajando la voz en tono confidencial-, en esta vida yo sólo tengo una pasión: el amor de Cristo.
– Me alivia ver, mi señor, que vuestras luchas han cesado -dijo Tonio.
Los ojos del cardenal se veían brumosos a la luz de las velas y de repente los contrajo y estudió a Tonio antes de preguntar:
– ¿Lo dices en serio, verdad?
– Os quiero profundamente, mi señor -respondió Tonio-. ¿Cómo no iba a desearos lo mejor?
El cardenal sopesó aquellas palabras con mucho más cuidado del que Tonio había esperado. Se volvió un momento, para luego indicarle con una seña que tomara asiento. Tonio vio que el hombre volvía a sentarse ante el escritorio, pero él prefirió permanecer de pie, con las manos entrelazadas a la espalda.
En la estancia se filtró una luz grisácea, casi cenicienta. A Tonio los objetos le parecían ajenos y carentes de valor. Deseaba sólo que las velas iluminasen más, que no sólo se limitaran a hacer lúgubre la oscuridad. Volvió la mirada hacía la alta ventana de maineles y los primeros destellos de las estrellas del anochecer.
El cardenal suspiró. Parecía perdido en sus meditaciones y tras unos instantes de silencio, dijo:
– Por primera vez desde hace meses, esta mañana he dicho misa en estado de gracia. -Miró a Tonio y su rostro se llenó de aflicción, y en voz baja, como de forma respetuosa, preguntó-: ¿Y tú, Marc Antonio? ¿Cuál es el estado de tu alma?
No fue más que un susurro y en él no había ni un ápice de reprobación.
Pero lo que menos deseaba Tonio era aquel intercambio de confidencias. Sabía sólo que aquel capítulo de su vida había concluido. No estaba seguro de si lloraría o no al salir de aquellos aposentos, y tal vez quería descubrirlo. En aquellos instantes, allí se sentía extrañamente vulnerable.
– Mis sentimientos hacia ti fueron mezquinos, Marc Antonio -prosiguió el cardenal-. Era una depravación que ha destruido a hombres infinitamente más fuertes que yo. Pero por más que lo intento… -titubeó-, por más que lo intento, no encuentro en ti ninguna prueba de maldad, no encuentro la malicia y la degeneración que siguen a la deliberada comisión de ese pecado. Ayúdame a comprender esto -imploró-. ¿No te sientes culpable, Marc Antonio? ¿No tienes nada que lamentar? ¡Ayúdame a comprenderlo!
– Pero ¿cómo, mi señor? -se apresuró a decir Tonio sin dudar. No era tanto rabia como asombro lo que sentía-. Cualquiera que os conozca un poco sabe que pertenecéis a Cristo. La primera vez que posé los ojos en vos, me dije: «Éste es un hombre que tiene un propósito en la vida.» Pero yo no tengo vuestra fe, mi señor, ni suspiro por la falta de ella, ni siento la culpa que os atormenta.
Aquello pareció agitar al cardenal en gran manera, y de nuevo se levantó y tomó la cabeza de Tonio entre las manos. Ese gesto lo turbó; sin embargo no se movió. Notó que el cardenal presionaba los pulgares con dulzura en sus pómulos.
– Marc Antonio, hay hombres que no creen en ningún dios -afirmó- y sin embargo condenarían lo que pasó entre nosotros por ser una aberración destinada a traernos desdicha a ambos.
– Mi señor, ¿por qué tendría que traernos desdicha? -preguntó Tonio. Estaba resentido, y lo único que deseaba era que el cardenal le diera permiso para marcharse-. No os comprendo. Esto a vos os ha causado dolor porque habéis hecho un voto a Cristo. Pero si ese voto no hubiera existido, ¿habría importado? Nuestra unión era estéril, mi señor. No puedo procrear. Vos no podéis procrear conmigo. Así pues, ¿qué importancia tienen nuestros actos, el amor, el cariño que sentimos? No traerá desdicha a vuestra vida cotidiana, no ha traído desdicha a la mía. Al fin y al cabo, era amor, ¿y qué desdicha hay en el amor?
Tonio estaba enojado, aunque no sabía muy bien por qué.
Recordaba vagamente que, hacía mucho tiempo, Guido había pronunciado palabras que manifestaban esos mismos sentimientos, pero de una manera mucho más simple.
Se trataba de una cuestión tan amplia que era incapaz de captar sus dimensiones, y eso le inquietaba. Le hacía pensar con dolor en la fragilidad de todas las ideas.
En él persistía una entumecedora sensación de la soledad de su madre, del dormitorio vacío donde Marianna había pasado la juventud, pagando por una pasión desenfrenada que lo había traído a él al mundo. Y experimentaba también una ira devastadora contra el viejo que la había encerrado allí en nombre del honor y el derecho.
Y soy yo quien ha pagado el precio más alto por todo ello, concluyó.
Sin embargo, ni siquiera en los momentos de mayor abatimiento podía recriminar a su madre que yaciera en brazos de Carlo. Y algunas veces incluso, cuando la furia se desataba en él, lo desgarraba como la zarpa de un buitre la idea de que un día sería él mismo quien la llevaría de vuelta a esa habitación vacía. El ropaje negro de una viuda. Se estremeció y se esforzó por disimular apartando la mirada.
Hasta aquel mismo día, la simple visión de una polilla golpeando contra un cristal lo había hecho salir de una habitación. No era siquiera capaz de tomarla en sus manos y liberarla, una polilla que le hacía pensar en ella, sola en aquel dormitorio vacío.
En brazos de otros, había conocido una satisfacción tan reconfortante como poderosa había sido para él su gracia santificadora…
Pecado significaba maldad, crueldad, la de aquellos hombres de Flovigo que habían aniquilado a sus futuros hijos.
Pero su amor por Guido, por el cardenal, nadie lo convencería de que aquello era pecado.
Ni siquiera en el carruaje cerrado, con aquel joven fuerte y de piel aceitunada, había pecado. Ni tampoco lo había habido en Venecia, en la góndola, donde la pequeña Bettina apoyaba la cabeza en su pecho.
Sabía, sin embargo, que le resultaría imposible expresar esos sentimientos a un príncipe de la iglesia. No podía unir dos mundos, uno infinitamente poderoso y sujeto a la revelación y a la tradición, el otro, inevitable e irreprimible, que dominaba los más oscuros rincones de la tierra.
Le enojó que el cardenal le pidiera un razonamiento imposible. Y cuando vio la tristeza y la derrota en los ojos de aquel hombre, lo sintió lejano, como si su íntimo conocimiento se hubiera producido hacía mucho, muchísimo tiempo.
– Yo no puedo dar cuenta por ti -musitó el cardenal-. Una vez me dijiste que la música era para ti algo natural que Dios había puesto en el mundo. Y tú, pese a tu belleza exótica, eres tan natural como las flores de las enredaderas. Pero para mí eres el mal, y por ti hubiera condenado eternamente mi alma. No lo comprendo.
– Ah, entonces no es en mí en quien buscáis respuestas -dijo Tonio.
En los ojos del cardenal brilló una llama cuando miró fijamente el plácido rostro de Tonio.
– Pero -replicó el cardenal con los dientes apretados- ¿acaso no te das cuenta de que tú solo bastarías para volver loco a un hombre?
Tomó a Tonio por los brazos y sus dedos se aferraron a la carne con una fuerza insólita.
Tonio respiró hondo, intentando contener la ira, diciéndose: «Este pequeño dolor no es suficiente.»
– Permitid que me retire, mi señor -le suplicó en voz baja-, porque lo único que puedo daros es amor, y deseo que alcancéis la paz.
El cardenal sacudió la cabeza. Miraba encendido a Tonio y emitió un grave y sibilante sonido. Se ruborizó y su respiración se tornó jadeante. Agarró a Tonio con más fuerza y la ira de éste empezó a crecer.