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– Tus amigos no me han ofendido -respondió Tonio tranquilo-, pero sospecho que ese eunuco de abajo abriga unas esperanzas que yo no puedo cumplir. Quiero irme.

– ¡No! -exclamó el conde casi con desespero. Su mirada era vidriosa y extraña y se acercó a Tonio como si no pudiera evitar el impulso, y cuando la proximidad hizo que el roce fuera inevitable, levantó la mano y la dejó suspendida en el aire, con los gruesos dedos extendidos.

Parecía medio loco. Tan loco como había parecido el cardenal, tan loco como algunos de los amantes más viejos y agradecidos que Tonio había tenido. No tenía el orgullo ni la altivez de los hombres que Tonio había encontrado por la calle.

Tonio quiso abrir la puerta, pero su pasión creció inconteniblemente hasta dejar su mente tan atolondrada y enloquecida como la del conde.

Se volvió y dejó que su aliento silbara entre los labios mientras el conde lo agarraba y lo sujetaba contra la puerta.

Resultaba extraño, extraño y exquisito al mismo tiempo, porque no podía controlarse.

Durante mucho tiempo había creído que tenía la pasión bajo control, ya fuera con Guido o con cualquier otro que él mismo hubiera elegido como quien elige una copa de vino. Sin embargo, en aquellos momentos no era dueño de sí, era consciente de que se hallaba en casa del conde, en su poder, como nunca antes había estado en compañía de ningún joven e irrefrenable amante.

El conde se quitó de un tirón la camisa y se desabrochó los pantalones. Tonio sintió verdadero dolor cuando le besó la nuca, restregándole aquel mentón oscuro y luego, casi en un gesto infantil, tiró de la chaqueta de Tonio y le aflojó la espada.

El arma cayó al suelo con un tintineo metálico.

Pero cuando el conde presionó su cuerpo desnudo contra Tonio y notó el puñal en la camisa de éste, lo dejó allí. Lo atrajo hacia sí, gimiendo, con su turgente pene, cuya hendidura, en el extremo, estaba hinchada.

– Dámelo, déjamelo -jadeó Tonio. Se arrodilló y absorbió el miembro dentro de su boca.

Era medianoche cuando Tonio se levantó para marcharse, y en la casa todo parecía haberse detenido. Envuelto en sábanas blancas, el conde yacía desnudo, a excepción de unos anillos de oro en los dedos corazón y meñique de la mano izquierda.

Tonio lo miró, tocó la máscara de piel sedosa que le cubría la nariz y las mejillas y salió en silencio.

Ordenó al carruaje que lo llevara a la Piazza di Spagna.

Cuando llegó a los pies de la alta escalinata, se quedó sentado, contemplando por la ventanilla a los que caminaban en la oscuridad. Más arriba, contra el cielo iluminado por la luna, se veían ventanas con luces, pero no conocía ni las casas ni los nombres de sus habitantes.

Una antorcha que pasaba brilló unos instantes en su rostro antes de que el hombre que la llevaba la apartara con toda cortesía.

Le pareció que se había quedado un rato dormido, no estaba seguro. Se despertó de repente y notó la presencia de ella, intentó recuperar un sueño en el que habían estado juntos en rápida conversación; Tonio trataba en vano de explicarle algo, y ella confundida, amenazaba con marcharse.

Se dio cuenta de que estaba en la Piazza di Spagna. Tenía que volver a casa. Por unos angustiosos instantes, no supo dónde vivía.

Sonrió. Dio la orden al cochero. Se preguntó medio dormido por qué no habría llegado aún Bettichino, y entonces advirtió con un sobresalto que faltaban menos de dos semanas para el estreno de la ópera.

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Capítulo12

El día de Navidad les llegó la noticia de que Bettichino ya se hallaba en la ciudad.

El primer toque de escarcha purificaba el aire que se llenaba con el repiqueteo de todas las campanas de las iglesias de Roma. De los coros salían himnos, y los niños rezaban desde el pulpito, tal como exigía la costumbre. El Niño Jesús, resplandeciente en medio de deslumbrantes hileras de velas, yacía sonriente en miles de magníficas cunas.

Guido, al descubrir que los violinistas del Teatro Argentina eran músicos consumados, había reescrito la partitura de la sección de cuerda. Se había limitado a sonreír cuando Bettichino, alegando una ligera indisposición, había suplicado que le excusara por no poder ir a verlo en persona. ¿Sería Guido tan amable de mandarle la nueva partitura? Guido estaba dispuesto a afrontar las dificultades. Conocía las reglas del juego y le había dado al gran cantante tres arias más altas que las del Tonio, con las que el cantante podría hacer gala de sus habilidades. No le sorprendió en absoluto que el cantante le devolviera la partitura en veinticuatro horas con todos las variaciones que él mismo había añadido pulcramente copiadas en el papel. Ya podía ajustar el acompañamiento. Y aunque no había ningún cumplido sobre la composición, tampoco expuso ninguna queja.

Sabía que en los cafés no se hablaba de otra cosa, y que todo el mundo frecuentaba el nuevo estudio de Christina Grimaldi en donde ella sólo tenía palabras de elogio para Tonio.

La principal preocupación de Guido en aquellos momentos era mantener a Tonio alejado de su propio miedo.

Dos días antes del estreno, se realizó el ensayo general.

Tonio y Guido se presentaron en el teatro a media tarde para encontrarse con su oponente, cuyos seguidores tal vez intentarían echar a Tonio del escenario.

Sin embargo, enseguida apareció el representante de Bettichino y anunció que el cantante todavía estaba aquejado de aquella leve indisposición y que ensayaría sin cantar. De inmediato, los tenores insistieron en disfrutar de la misma prerrogativa y Guido ordenó a Tonio que se limitara a ensayar como los demás.

Sólo el viejo Rubino, el castrato más viejo que haría de secondo uomo, aceptó cantar sin plantear más problemas. Los músicos del foso dejaron sus instrumentos para aplaudirlo y éste se lanzó de todo corazón a la primera aria que Guido le había dado. Desde hacía ya tiempo su edad no le permitía interpretar las notas más altas. Aquella pieza estaba escrita para una voz de contralto tan llena de brillo y claridad que cuando el intérprete terminó casi todo el mundo lloraba, incluso el propio Guido, al escuchar su música cantada por aquella voz nueva.

Pero fue justo después de esta pequeña actuación cuando apareció Bettichino. Tonio notó el leve roce de una figura que pasaba y se volvió con un ligero sobresalto. Entonces descubrió a un hombre gigantesco con una bufanda de lana en la garganta, cabello rubio y abundante, y tan pálido que su rostro parecía de plata. Su espalda era muy estrecha y la mantenía muy erguida.

Al llegar al otro extremo del escenario, tras pasar con la misma indiferencia junto al viejo Rubino, se volvió sobre sus talones y lanzó a Tonio una primera mirada decisiva.

Sus ojos azules eran los más fríos que Tonio jamás hubiera visto, rebosantes de una extraña luz nórdica. Al fijar la vista en Tonio, su mirada vaciló de repente, como si quisieran desviarla sin conseguirlo.

Tonio permaneció inmóvil y en silencio, no obstante experimentó un temblor singular, como si el hombre le hubiera lanzado una horrible descarga y él fuese una anguila encontrada con vida en una playa de arena.

Se permitió examinar su cuerpo de arriba abajo de manera casi respetuosa y después volvió a subir los ojos hasta la cabeza de aquella figura de casi un metro y noventa centímetros que empequeñecería de forma tan exquisita su tierna ilusión en el escenario.

Entonces, Bettichino, con un movimiento indolente de la mano derecha, tiró del extremo de su bufanda de lana y ésta se deslizó con un suave susurro sobre el cuello y quedó colgando para revelar en su totalidad la expresión de su gran rostro cuadrado.

Era atractivo, incluso majestuoso, la gente no exageraba, y se adivinaba en él aquel poder abrasador que Guido había definido, hacía muchos años, como la magia que sólo unos pocos cantantes privilegiados poseían. Cuando dio un paso al frente la tierra entera pareció resonar.