Sus ojos seguían clavados en Tonio, con una expresión tan implacable, tan fría que todos los presentes vacilaron confusos.
Los músicos tosieron sobre sus instrumentos como si hicieran acopio de fuerzas para afrontar algún desafío tácito y el empresario se retorcía con nerviosismo las manos enlazadas.
Tonio no se movió; Bettichino empezó a avanzar hacia él con pasos lentos y medidos. Luego, tras detenerse frente a él, el hombre le tendió su pulcra y blanca mano.
Tonio se la estrechó de inmediato, emitió un suave murmullo de respetuoso saludo y el cantante se volvió antes de que sus ojos lo hicieran con él, e indicó con un gesto que empezara la música.
Aquella tarde, Paolo regresó de los cafés contando que los abbati amenazaban con abuchear a Tonio y echarlo del escenario.
– Sí, claro -susurró Tonio. Estaba interpretando una pequeña sonata para pasar el rato, contentándose con escuchar la música que salía del clavicémbalo en lugar de cantarla él.
Cuando entró Guido, Tonio le preguntó en tono indiferente si Christina Grimaldi estaría en el palco de la condesa.
– Sí, la verás enseguida. Se sentará justo delante del escenario.
– ¿Le va todo bien? -preguntó Tonio.
– ¿Qué?
– Que si le va todo bien -repitió Tonio irritado, aunque en voz baja.
– ¿Por qué no vas a comprobarlo por ti mismo? -le contestó Guido con una fría sonrisa.
Capítulo13
Una hora antes de que se alzara el telón, los cielos descargaron una lluvia torrencial sobre la ciudad de Roma. Nada, sin embargo, ni los relámpagos que caían, ni el fragor del viento contra las oscuras ventanas del teatro, pudo detener la avalancha de espectadores que se agolpaban ante las puertas principales.
Una gran concentración de carruajes bloqueaba la calle, una procesión de carrozas doradas que se detenían por turnos para que se apearan hombres de blancas pelucas y enjoyadas mujeres. Los palcos superiores estaban ya abarrotados de caras pálidas en la penumbra, al tiempo que silbidos, gritos y versos lascivos se alzaban desde el oscuro auditorio.
Con tenues y pequeñas llamas, los comerciantes llevaban a sus mujeres a los palcos más altos, y ocupaban prestos su sitio para contemplar el desfile de elegantes figuras que pronto llenaría las hileras que tenían más abajo, un espectáculo tan magnífico como el que se iba a representar en el escenario.
Tonio, que acababa de llegar, se acercó de inmediato a la mirilla que se encontraba detrás de la cortina, con la ropa empapada de lluvia.
La signora Bianchi estaba histérica y empezó a frotarle el cabello.
– Shhhh. -Tonio se inclinó hacia delante para espiar el teatro.
Los lacayos iban de antorcha en antorcha, en la primera hilera de palcos, haciendo que cobraran vida los cortinajes de terciopelo, los espejos, las mesas barnizadas y las sillas tapizadas, como si cien salones flotaran, incorpóreos, en la oscuridad.
Abajo, en la platea, cientos de abatti ocupaban ya sus asientos, una vela en la mano derecha, la partitura abierta en la izquierda, y sus agudos argumentos y comentarios cortando el aire de un extremo al otro.
Un violinista solitario se había sentado en su silla. Luego apareció un trompetista, con una pequeña peluca de mala calidad que apenas conseguía cubrirle la cabeza.
Alguien gritó en la última fila de palcos, un proyectil se elevó en la oscuridad, y del primer piso llegó una violenta maldición y una figura se puso en pie de un salto, con el puño en alto, hasta que alguien lo hizo sentar. En los pisos superiores se inició una reyerta. Se oía el retumbar de las sillas de madera detrás de las paredes.
– Date la vuelta -ordenó histérica la signora Bianchi-. Parece que te hayas tirado al río. Si no entras en calor, dentro de una hora estarás afónico.
– Pero si ya he entrado en calor -replicó Tonio-. En mi vida había tenido tanto calor. -Besó su marchita boca y se abrió camino hacia el camerino, donde el viejo Nino removía el brasero y el aire era tan ardiente como el interior de un horno.
Aquella mañana, Tonio se había despertado pronto y cuando empezó a cantar experimentó una repentina excitación. Había repasado durante horas los pasajes más intrincados hasta que sintió su voz más dúctil y poderosa que nunca.
Antes de que Guido se marchara hacia el teatro lo besó en ambas mejillas. Le dio instrucciones a Paolo para que se hiciera pasar por un asistente y observara todo sin perder detalle.
Cuando el cielo todavía estaba claro y de un suave color lavanda sobre las destellantes ventanas que tachonaban las colinas, había vagado por las húmedas calles de la orilla del Tiber y empezó a cantar. Un bullicioso grupo de chiquillos desharrapados se congregó a su alrededor.
Las estrellas apuntaban en el firmamento. Por primera vez en tres años, oyó su voz elevándose entre estrechas callejas de piedra y, con los ojos llenos de lágrimas, llevó su melodía cada vez más arriba, cantado notas que nunca había intentado, escuchando cómo se alzaban, redondas perfectas, hacia la noche que descendía lentamente sobre él. Llegó gente de todas partes. El improvisado público llenó las ventanas, las puertas, abarrotó las pequeñas calles. Cuando se detuvo, aquellas gentes le ofrecieron vino y comida. Le dieron un taburete y luego una silla con hermosos bordados. Cantó para ellos de nuevo, interpretó todas las canciones que le pidieron, y sus oídos repiqueteaban con los gritos, los aplausos y los bravos de todas aquellas caras que lo rodeaban, fascinadas por la vehemencia de su adoración. Al final empezó a llover.
Besó a la signara Bianchi, besó a Nino. Dejó que le quitaran la ropa mojada y que le secaran la cabeza con toallas. Se dejó regañar, les dejó que refunfuñaran y se quejaran.
– Ya le he dicho que todo saldrá a la perfección -le susurró a la signora Bianchi-. Ya le he dicho que a Guido y a mí nos irá todo bien. -Y en lo más profundo de su corazón se juró saborear cada minuto de aquello, ya fuera triunfo o desastre, y toda la oscuridad de su pasado tenía que dividirse allí para dejarle paso al cruzar aquel mar ineludible.
En un instante indefinible imaginó a todo el público. Miró el exquisito atuendo que tenía delante. Volantes de mujer, cintas de mujer, maquillaje de mujer. ¡Christina! Lo dijo en un tono tan bajo que sólo fue una pequeña explosión de aire entre sus labios. Olvidó su dolor y su miedo.
Lo único que importaba era que por fin iba a salir a un escenario, y que era allí donde quería estar en ese momento.
– Ahora, querida -le dijo a la signora Bianchi-, muestre su magia. Que se cumplan todas sus promesas. Hágame tan hermoso y tan femenino que no me reconociera ni mi propio padre si me sentara en sus rodillas.
– Niño malo. -Le pellizcó la nariz con sus suaves y cálidos dedos-. Guárdate las palabras para el público, a mí no me digas esas barbaridades.
Se recostó en la silla y sintió en el rostro los primeros toques sensuales del pincel, los leves tirones del peine y el calor de aquellas manos expertas.
Cuando por fin se puso en pie y se volvió hacia el espejo, sintió aquella familiar y no menos alarmante pérdida. ¿Dónde estaba Tonio dentro de aquella sinuosa figura ataviada de satén granate? ¿Dónde estaba el muchacho detrás de aquellos ojos pintados de negro, aquellos labios perfilados, y aquel largo cabello blanco que se alzaba en elegantes ondas desde la frente y caía en abundantes rizos sobre la espalda?
Mientras miraba a la signora Bianchi en el espejo, se sintió perdido. Ella le susurró su nombre y luego retrocedió como si un fantasma cobrara vida al otro lado del espejo.
Tonio se tocó los hombros desnudos con las manos enguantadas, cerró los ojos y percibió los huesos familiares de su propio rostro.
Y entonces advirtió que la signora Bianchi se había apartado de él como hacía algunas veces. Incluso ella misma se sorprendía del efecto final. Cuando se volvió hacia ella, despacio, tuvo la impresión de que estaba asustada.