Pareció que esa nota que descendía, que se desvanecía hasta convertirse casi en el eco de sí misma, se envolvía en un silencio total. Y entonces la dejó ascender de nuevo, intensificándola, para luego interrumpirla bruscamente a pleno volumen, con una resuelta sacudida de cabeza.
Sus seguidores enloquecieron y no les fue necesario atizar el fuego de la platea. Los abbati lo saludaban con un ensordecedor pateo y grandes bravos.
Bettichino dio una vuelta al escenario y se adelantó al borde de éste para empezar el bis.
Nadie esperaba que fuera el mismo, era obligatorio que fuese otro, y Guido al clavicémbalo estaba preparado para aquellas sutiles variaciones, aunque resultaba dudoso que alguien esperase aquella exhibición de trémolos y trinos y luego de nuevo aquellas subidas que parecían desafiar toda explicación humana. Eran aquellas subidas, en definitiva, las que triunfaban.
Bettichino inició por tercera y última vez la canción, y se marchó del escenario como un triunfador sin posible rival.
Muy bien. Aquello no podía pesar a Guido. No le afligía un público entusiasmado; pero si aquellas bestias tenían algo de decencia, advertirían que el cantante ya había gozado de su momento y que nada de lo que Tonio hiciera mermaría su éxito. Sin embargo, ¿desde cuándo eran tan nobles las rivalidades? No bastaba con que su héroe se hubiera mostrado invencible, debían aplastar a Tonio.
Y de nuevo aquella joven arrebatadora, con la cara tan serena que parecía absorta en sus pensamientos, se puso ante los focos como si nada pudiera conmoverla.
De los anfiteatros llegaron los primeros abucheos, pero luego se oyeron también en la platea.
– ¡Vuelve a los canales! -gritaban-. ¡No puedes compartir escenario con un cantante!
Sin embargo, los abbati, enfurecidos, proferían de nuevo sus vituperios.
– ¡Dejad cantar al chico! -gritaban-. ¡Teméis que deje en ridículo a vuestro cantante!
Era la guerra, y los primeros proyectiles llegaron desde lo alto, peras podridas y corazones de manzanas. La policía apareció en los pasillos y se hizo un momentáneo silencio, seguido de una nueva avalancha de gritos y abucheos.
Guido se detuvo con un golpe seco sobre las teclas.
Estaba a punto de levantarse del banco cuando vio que Tonio se volvía de repente y con un gesto resuelto le indicaba que cesara su protesta. Luego una decidida inclinación de cabeza: continúa.
Guido comenzó a tocar, aunque no oía ni sentía nada de lo que hacía. Entraron las cuerdas y el jaleo quedó amortiguado, pero al sentirse desafiados, los oyentes elevaron sus protestas con más fuerza.
La voz de Tonio también se elevaba y nada lo había alterado. Cantaba aquellos primeros pasajes con la misma convicción y belleza soñadas por Guido, al que casi le asomaron las lágrimas a los ojos.
Entonces, de repente, el gran recinto del teatro reverberó con un increíble estrépito.
En el primer piso habían soltado un perro, que aullando y ladrando, se precipitó hacia la orquesta.
Los espectadores de la primera fila se habían puesto en pie con un grito de cólera. El cardenal Calvino llamaba furiosamente al orden.
Guido se había detenido.
La orquesta se interrumpió. Los abbati maldecían al perro y la policía había entrado en el anfiteatro y en el foso. Se oyeron forcejeos y maldiciones cuando unos cuantos culpables fueron sacados del teatro para ser fustigados con el látigo antes de permitirles entrar de nuevo en él.
Guido estaba sentado, absolutamente inmóvil, mirando al frente. Sabía que en cuestión de segundos el teatro sería desalojado, no por las autoridades, sino por el ejemplo de los caballeros y las damas que empezarían a salir de la primera fila para no estar presentes cuando aquella chusma se descargara a placer. Estaba mareado y era incapaz de razonar.
Los abbati alzaron un compacto rugido, y a través del brillo de unas amargas lágrimas, Guido elevó de nuevo los ojos hacia aquel semicírculo de rostros furibundos.
Pero ocurría algo, algo estaba cambiando. Mientras lo sacaban del recinto, el perro ladró con estridencia, y de repente, un diluvio de aplausos ahogó los gritos, los pateos y las risas.
Bettichino había vuelto al escenario. Había alzado las manos pidiendo orden.
Tenía el rostro contraído por la rabia, enrojecido hasta la raíz de sus rubios cabellos.
– ¡Silencio! -gritó a pleno pulmón.
Un rugido de aprobación se alzó desde el más recóndito rincón, ahogando los últimos abucheos y maldiciones.
– ¡Dejad cantar al chico! -ordenó Bettichino.
De inmediato, la primera fila demostró su aprobación con un cerrado aplauso, mientras se acomodaba de nuevo en las sillas, y los abbati se sentaban en masa para coger las partituras y encender las velas.
Bettichino se plantó ante Guido con mirada feroz.
En el teatro reinó un silencio absoluto.
Tras echarse la capa por encima del hombro, el rostro de Bettichino recobró la compostura y se volvió hacia Tonio. En el rostro de Bettichino floreció una sonrisa inocente. Extendió la mano hacia Tonio y le hizo una reverencia.
Mudo de asombro, Guido miraba a Tonio mientras éste permanecía completamente solo en aquel vacío de luz implacable y perfecto silencio.
Bettichino entrelazó las manos a la espalda y adoptó una actitud expectante.
Guido cerró los ojos, con un vehemente asentimiento abrió las manos, oyó los susurros de los músicos que lo rodeaban y de repente, al unísono, abordaron la introducción del aria.
Tonio, tan sereno como antes, con los ojos clavados en aquel alejado y excepcional cantante, abrió la boca y en el tono exacto, como siempre, cantó la primera estela de aquella brillante melodía.
Despacio, despacio, pensaba Guido, y Tonio entró en la segunda parte, acometiendo los pasajes más intrincados, avanzando y retrocediendo, ascendiendo y descendiendo, recorriendo la lenta construcción de trinos con facilidad y control, hasta volver a empezar de nuevo con sus propias variaciones.
Guido creía poder adivinar lo que vendría a continuación, pero, aunque lo cogió por sorpresa, se amoldó al instante: Tonio había elegido precisamente aquel trino de una sola nota que Bettichino había interpretado con tanta perfección, y en aquellos momentos lo sostenía con el mismo paso rítmico del aria de su oponente en vez de hacerlo con el de la propia, aunque para cualquier otra persona aquel cambio sería imperceptible. La nota era transparente, rutilante, y ganaba en potencia, y empezó a intensificarla y disminuirla sin dejar de trinarla. Estaba realizando a la vez y de manera irreprochable la doble proeza de Bettichino. Sin embargo, el trino seguía y seguía con la nota dilatada hasta el infinito. Guido se había quedado sin aliento, Con el vello de la nuca erizado. Vio que Tonio volvía levemente la cabeza y que, sin interrupción, ascendía en el pasaje más exquisito, ascendiendo progresivamente hasta que llegó de nuevo a la misma nota, sólo que una octava más alta.
La hinchaba despacio, lentamente la dejaba fluir de su garganta, hasta el límite mismo de la voz humana, aunque con una suavidad tan aterciopelada y dulce que evocaba la visión más hermosa del dolor, dilatado hasta el punto que un humano pudiera soportar.
Si en aquel momento respiró, nadie lo vio, nadie lo oyó, sólo sabían que él se había lanzado de nuevo a aquel paso lánguido, cantando con dulzura la tristeza y la pena, bajándolo hasta la desnuda pulsación de su voz de contralto y luego detenerse con un ligero movimiento de cabeza antes de quedarse completamente inmóvil.