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Pensó en Raffaele di Stefano y el tiempo que tardaría en vestirse y llegar hasta la casa del conde. Raffaele estaría durmiendo, la habitación caldeada. Sin embargo, el sueño lo absorbió con suavidad, y cruzó los brazos, se arrebujó y cerró los ojos.

No había ninguna nota de Christina. ¿Y por qué tendría que haberla?

Se incorporó y echó otra ojeada a las cartas. Mientras revolvía las que seguían cerradas, descubrió una caligrafía que le resultaba familiar, aunque no supo identificarla. Al abrir la carta, leyó:

Mí querido Tonio:

Lo que te ha sucedido hubiese derrotado a cualquier otro hombre, pero tú has sabido convertirlo en tu victoria. Implícita en ella hay una prueba que pocos serían capaces de superar. Esta noche has hecho que los ángeles te prestasen atención. Que Dios esté siempre contigo.

Alessandro

Entonces, como si obedeciera una decisión tomada en el último momento, en la base del papel aparecía garabateada la dirección del lugar donde se alojaba en Roma.

Una hora más tarde, Tonio, completamente vestido, salió del palazzo. El aire era tonificante y limpio, y recorrió la escasas callejuelas que separaban su casa de la dirección que Alessandro mencionaba en su nota.

Cuando se abrió la puerta de la habitación de Alessandro y Tonio alzó los ojos hasta aquel rostro familiar, experimentó una emoción como pocas veces en su vida. Nunca se había sentido tan frío, tan repentinamente pequeño, de pie en aquel estrecho corredor, aunque hacía tiempo ya que había alcanzado en estatura a su antiguo maestro.

Luego Alessandro lo abrazó y por primera vez desde que saliera de Nápoles estuvo a punto de llorar.

Se quedó muy quieto, y mientas contenía las lágrimas que le escocían en los ojos, lo fue inundando una gran oleada de dolor.

Aquella habitación era Venecia, era Venecia con sus retorcidas callejas, y aquellas inmensas salas que durante tantos años habían sido todo su hogar. Y cuando todo aquello se derrumbó en un instante, lo dejó desnudo, monstruoso, humillado.

Tonio forzó una tierna y sosegada sonrisa. Y mientras Alessandro, en silencio, lo acomodaba en una silla, contempló aquella conocida languidez con la que su antiguo maestro se sentaba frente a él y cogía la jarra de vino tinto.

Llenó el vaso que estaba junto a Tonio.

Bebieron juntos.

Pero no hablaron.

Poco había cambiado en Alessandro. Hasta la delicada red de líneas que surcaban la superficie de su piel era lo que había sido siempre: un sutil velo a través del cual se distinguía el brillo atemporal.

Llevaba una bata de lana gris, con su cabello castaño suelto hasta los hombros. Cada movimiento de sus delicadas manos hacía revivir un gran número de impresiones acalladas y angustiosas.

– Te agradezco mucho que hayas venido -dijo Alessandro-. Catrina me hizo jurar que no te abordaría.

Tonio asintió al oír aquello. Dios sabía cuántas veces le había dicho a Catrina que no quería ver a nadie de Venecia.

– He venido a verte con un objetivo muy concreto -dijo Tonio, pero fue como si lo dijera la voz de otra persona. En su interior, pensaba: «¿Qué ves cuándo me miras? ¿Ves estos brazos largos, esta estatura que casi raya en lo grotesco? ¿Ves…?» No pudo continuar.

Alessandro le prestaba una respetuosa atención.

– No ha sido únicamente el afecto lo que me ha traído hasta aquí -prosiguió Tonio-, aunque eso sólo hubiera bastado. Pero quiero saber cómo te encuentras. Admito que podría haber sufrido esa inmensa pérdida sin volver a verte nunca más, porque me hubiera ahorrado mucho sufrimiento.

– ¿Entonces? -preguntó Alessandro tras asentir-. Dime, ¿qué debo contarte, cómo puedo ayudarte?

– No debes decirle nunca a nadie que te lo he preguntado, pero dime: ¿son los bravi de mi hermano Carlo los mismos hombres que le servían la última vez que estuve en Venecia?

Alessandro se quedó callado unos instantes. Luego respondió:

– Esos hombres desaparecieron después de tu partida. Los inquisidores del estado los buscaron por todas partes. Ahora tiene otros bravi, gente peligrosa…

Tonio asintió con rostro inexpresivo.

Ahora sabía que sus suposiciones eran ciertas. Aquellos hombres habían huido para salvar sus vidas. Italia se los había tragado. Tal vez algún día, en algún lugar, vislumbraría una de esas caras, y aprovecharía la oportunidad en cuanto se presentase. Sin embargo, tampoco les concedía mayor importancia. No sería de extrañar que Carlo hubiera encontrado una manera de silenciarlos para siempre.

En aquellos momentos sólo era Carlo quien lo esperaba.

– ¿Qué más quieres que te cuente? -quiso saber Alessandro.

Después de una pausa, Tonio dijo:

– Háblame de mi madre. Catrina me contó en una de sus cartas que Marianna estaba enferma.

– Está enferma, Tonio, muy enferma. Dos hijos en tres años, y la reciente pérdida de un tercero.

Tonio suspiró y sacudió la cabeza.

– Tu hermano es tan imprudente e impulsivo en esto como en todo lo demás. No obstante se trata de la vieja enfermedad de tu madre, Tonio. -Alessandro bajó la voz hasta convertirla en un murmullo-. Este es el principal problema. Ya sabes cómo es ella.

Tonio desvió la mirada y agachó un poco la cabeza. Después de una larga pausa, preguntó:

– ¿Pero es que él no la ha hecho feliz? -El tono de su voz era desesperado.

– Tan feliz como cualquiera podría hacerla, durante un tiempo -contestó Alessandro. Estudió a Tonio. Parecía sopesar el doble filo de la pregunta-. Ella llora por ti, Tonio. Nunca ha dejado de hacerlo. Cuando supo que ibas a actuar en Roma, la posibilidad de verte se convirtió en su obsesión. Uno de sus solemnes encargos es llevarle la partitura de la obra y hacerle un detallado relato de todo lo que he visto. -Esbozó una leve sonrisa. Entonces, en un tono apenas audible añadió-: Tu madre atraviesa una situación insostenible.

Tonio absorbió aquellas palabras en silencio, sin mirar a Alessandro.

Cuando habló lo hizo con voz tensa y forzada.

– ¿Y mi hermano? -preguntó-. ¿Le es fiel?

– Ha vivido tanto como cuatro hombres a la vez -dijo Alessandro. Su rostro se endureció-. Se ha dedicado con tesón a la vida pública, pero debido a sus deseos insaciables son pocos los que lo admiran en privado.

– ¿Ella lo sabe?

– No lo creo -respondió Alessandro-. Él se muestra muy atento con tu madre, pero parece no saciarse nunca de mujeres, ni de apuestas, ni de vino…

– Y esas mujeres… -dijo Tonio con voz monótona, al tiempo que sus dedos tocaban las manos de Alessandro-, háblame de ellas, ¿de qué tipo son?

La pregunta cogió por sorpresa a Alessandro. Nunca lo había considerado.

– De todo tipo. -Se encogió de hombros-. Las mejores cortesanas, por descontado, viudas aburridas, de vez en cuando incluso doncellas, sobre todo si son bonitas y fáciles de seducir. Lo único que le importa es que sean bellas y que su relación no conlleve ningún escándalo.

Estudió el rostro de Tonio, intentando adivinar cómo podía afectarle todo aquello.

– Sin embargo siempre se muestra prudente y discreto. Para tu madre, él es todo su mundo… Aunque no puede darle lo único que ella quiere…, su hijo Tonio.

El rostro de Alessandro se tiñó de tristeza.

– ¿Todavía lo ama? -preguntó Tonio con un hilo de voz.

– Sí -respondió Alessandro-, pero ¿cuándo ha tenido voluntad propia? Y te aseguro que ha habido ocasiones, en estos últimos meses, en que habría sido capaz de dejar la casa a pie para venir a verte si no la hubieran retenido por la fuerza.

Tonio sacudió la cabeza. De repente se descubrió realizando una serie de pequeños movimientos involuntarios, no podía resistir todo aquello, hacía esfuerzos por no dar rienda suelta a las lágrimas. Luego se recostó en la silla y bebió el vino que Alessandro le había ofrecido.