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Guido se sentó y abrió los brazos. Sintió los labios de Tonio rozándole la frente, los párpados, y luego aquel profundo y familiar beso.

En aquel momento, Tonio le parecía espléndido y casi milagroso, y entonces le oyó decir en voz baja:

– Lo hemos conseguido, ¿verdad que sí, Guido? Lo hemos conseguido.

Guido permaneció en silencio, mirándolo, mientras disfrutaba de la deliciosa caricia del aire matinal, totalmente impregnado del olor a lluvia. Entonces lo asaltó un extraño pensamiento, fortuito, hermoso: aquel viento invernal tan limpio lo transportaba muy lejos de la decadencia de la ciudad, a los montes abiertos de Calabria, donde había nacido. Atrapado en aquel momento, con toda su vida ante él, el pasado, el presente, enmudeció. Había trabajado tanto, estaba tan cansado… Y su mente estaba tan poco acostumbrada a aquella felicidad…

Sabía, sin embargo, que respondía a Tonio con los ojos.

– Ahora podemos hacerlo, ¿no? -prosiguió Tonio-. Si queremos, podemos construirnos una vida para nosotros. Lo tenemos todo aquí.

– ¿Si queremos, Tonio? -preguntó Guido.

La habitación estaba fría. Guido se descubrió mirando por la ventana el cielo. Las nubes grises de lluvia eran densas, con un volumen sólido y luminoso, casi plateado.

– ¿Por qué lo planteas sólo como una posibilidad? -insistió en voz baja.

En el rostro de Tonio se dibujó una tristeza indescriptible. Sus ojos negros estaban entornados, y había tal brillo en su expresión que Guido sintió un inevitable dolor: nunca podría fundirse del todo con Tonio y formar parte de esa belleza para siempre.

– Después iremos a Florencia -dijo Guido, tomándole las manos-. Y de ahí, quién sabe adónde iremos. Dresde, Londres incluso. ¡Podemos ir adonde queramos!

Lo recorría un temblor del que Tonio se contagiaba. Tonio asintió. Aquel momento era demasiado perfecto para que perdurara. Guido se lo agradecía en silencio.

Tonio se hallaba sumido en sus pensamientos, la inmovilidad que se había adueñado de él lo mantenía apartado de Guido, que sólo podía asistir al espectáculo ofrecido por su juventud y su fulgor.

Y al mirarlo recordó una imagen de Tonio que había visto recientemente, una imagen exquisita pintada en porcelana y que le había causado esa misma sensación misteriosa y sobrecogedora.

Una leve excitación se apoderó de Guido. Casi con ternura, lo cual no era habitual en él, besó a Tonio; luego apoyó los pies en el frío suelo y cruzó en silencio la habitación en dirección a los papeles que se amontonaban en el escritorio. Buscó el pequeño retrato de porcelana. Era ovalado, enmarcado en filigrana de oro, aunque en aquella oscuridad no alcanzaba a distinguirlo. Vaciló, miró hacia la tenue figura que estaba junto a la cama, se acercó a Tonio y le puso el retrato en las manos.

– Hace días que me lo dio para que te lo entregara -explicó y no se detuvo a analizar el placer que le producía llevar a cabo su petición.

Tonio lo miró; el cabello, despeinado, se le había soltado del lazo y le ocultaba el rostro.

– Ha logrado captar tu expresión a la perfección, ¿no te parece? Y eso que lo ha hecho de memoria. -Guido sacudió la cabeza.

Tonio contempló la pequeña imagen, el rostro blanco, los ojos negros, que resplandecía como una pequeña llama en la palma de su mano.

– Se enfadará conmigo por haberme olvidado de dártelo hasta ahora -dijo Guido. Pero no lo había olvidado. Había esperado sólo el momento adecuado en el que, por fin, todo estuviera sereno y callado, aunque no entendía por qué le provocaba aquella íntima satisfacción.

– ¿Y cómo le va? -preguntó Tonio en un susurro. Su voz había sonado como si contuviera el aliento en vez de soltarlo al hablar-. Sola en Roma, pintando cuadros…

– Tiene mucho éxito -sonrió Guido-. Aunque últimamente ha pasado demasiado tiempo en la Opera.

Guido vio que Tonio bajaba la vista y la posaba en el retrato. Cada vez que caía el telón, Tonio alzaba los ojos hacia el palco de Christina y le dirigía una leve y elegante reverencia. Ella, inclinada sobre la barandilla, lo miraba agitando las manos en un aplauso.

– Pero ¿cómo está? -insistió Tonio-. ¿No se ocupa nadie de ella? ¿La condesa no…? Quiero decir…

Guido esperó un momento, luego se volvió y se dirigió al escritorio. Se sentó y miró hacia la ventana. El cielo cobraba esplendor y cambiaba de aspecto, vacío de estrellas y con la huella del primer brillo de sol invernal.

– ¿No tiene familia que se preocupe por ella? -preguntó Tonio en voz baja-. ¿Qué pensarían si supieran que ha enviado este regalo a un…? -Se interrumpió de nuevo, para coger el pequeño retrato entre las dos manos como si fuera muy frágil.

Guido no pudo contener una sonrisa.

– Tonio -dijo en voz baja-, Christina es una joven independiente, y vive su vida igual que hacemos nosotros. -Y con un tono aún más dulce añadió-: ¿Tendré que pedirte de nuevo que te alejes de mí?

SEXTA PARTE

Capítulo1

Después de saludar por última vez, Tonio se abrió camino entre la sofocante multitud que se agolpaba entre las bambalinas hasta su camerino. Ordenó a la signora Bianchi que despidiera al cochero de Raffaele con amables disculpas y se cambió de ropa.

Había mandado la nota a Christina al terminar el segundo acto y el resto de la actuación le había parecido un calvario.

Cuando por fin cayó el telón, Paolo le entregó la respuesta.

Sin embargo no la abrió hasta que estuvo vestido del todo, aunque todavía tenía el pelo enmarañado.

La Piazza di Spagna, el palazzo Sanfredo, en mi estudio de pintura del ático.

Por unos momentos fue incapaz de reaccionar. Guido llegaba con noticias recientes sobre la temporada de Pascua en Florencia, e insistía en que debían actuar en todas las mansiones importantes de Italia antes de partir hacia el extranjero.

– Es preciso que les demos una respuesta enseguida -concluyó Guido, mostrando el papel que tenía en la mano.

– Pero ¿por qué? ¿Qué prisa hay? -preguntó Tonio en un susurro.

Entró la signora Bianchi, quien tuvo dificultades para cerrar la puerta a sus espaldas.

– Tienes que salir aunque sólo sea unos minutos -dijo ella como cada noche.

– … porque estamos hablando de Pascua y cuando terminemos aquí sólo faltarán cuarenta días. ¡Florencia, Tonio! -exclamó Guido.

– Sí, de acuerdo, Guido, ya hablaremos de ello, por supuesto -asintió Tonio vacilante, al tiempo que intentaba peinarse en vano.

¿Había doblado la nota y se la había puesto en el bolsillo? Guido se servía un vaso de vino.

Entonces entró Paolo, ruborizado, y se apoyó con afectado alivio contra la puerta.

– ¡Sal un instante, Tonio! -insistió la signora Bianchi-. ¡Termina con esto de una vez! -Y con un leve empujón lo llevó hacia el gentío.

¿Por qué le resultaba tan difícil? Por lo visto, todos querían tocarlo, hablar con él, tomarlo de la mano y decirle lo mucho que significaba para ellos. Sentía que no podía defraudarles. Así que sonrió, saludó, habló, y cuando regresó al camerino estaba tan frenético que le arrebató a Guido el vaso de vino de las manos y se lo bebió de un trago.

Llegaron los regalos habituales, grandes ramos de flores de invernadero, y la signora Bianchi le murmuró al oído que los hombres del conde di Stefano estaban fuera.

– Maldita sea -dijo. Tocaba la nota de Christina en el bolsillo. No tenía firma, pero la sacó de repente y, ante las miradas atónitas de Guido, Paolo y la signora Bianchi, la quemó con la llama de la vela.

– Espera -dijo ella mientras Tonio se disponía a marcharse-. ¿Qué te traes entre manos? Dínoslo antes de irte.

– ¿Para qué? ¿Cambiarían algo las cosas? -preguntó airado; sin embargo al vislumbrar la sonrisa furtiva en el rostro de Guido, la fingida superioridad ante su pasión infantil, contuvo la rabia en silencio.