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En cuanto llegó al pasillo reconoció a los hombres de Raffaele. Se trataba de sus sirvientes, los bravi del conde.

– Signore, su excelencia desea…

– Sí, pero esta noche no, no es posible -se apresuró a decir Tonio camino de la calle.

Por unos instantes temió que los hombres no le dejaran pasar, pero antes de que pudiera coger la espada o cometer cualquier locura, se negó de nuevo con aire imperturbable. Los bravi no esperaban aquello y, confundidos, no osaron obligarlo a que subiera al carruaje que aguardaba fuera.

No obstante, mientras entraba en su vehículo, observó que habían montado en sus caballos, y después de decirle al conductor que lo llevara a la Piazza di Spagna, urdió un pequeño plan.

Al avistar el palazzo Sanfredo, el coche redujo la marcha. Dos callejones después de la entrada, con el coche rozando los muros de las casas, Tonio se apeó, cerró deprisa la puerta y permaneció quieto en la oscuridad viendo pasar a los bravi del conde.

Había llegado el momento.

Se coló por la puerta principal del palazzo y al ver una antorcha encendida se detuvo y miró hacia lo alto. La escalera parecía una calle, tan descuidada, tan fría. Al mirarla, vació su mente de todo pensamiento. Sabía qué ideas lo hubieran asaltado de haberlo permitido: que desde hacía tres años, no, cuatro, aquélla era la única mujer que había tenido entre sus brazos. Y que no podía evitar lo que el destino había dispuesto, aunque en realidad no supiera cómo podía terminar.

Llegado cierto punto, se dijo a sí mismo en un murmullo casi inarticulado que aquella noche sería definitiva: no la encontraría hermosa, no la encontraría dulce y por fin se vería libre de ella.

Sin embargo, no se movió.

La llegada de dos caballeros ingleses hablando en su lengua lo pilló desprevenido. Ambos se apresuraron a saludarlo cordialmente. Parecían asombrados ante su estatura, aunque ellos superaban la altura media de los italianos. Se sintió humillado. Lo miraban porque les resultaba repugnante, estaba seguro, y observó con frialdad cómo subían las escaleras.

Se le ocurrió que si allí hubiese habido un espejo y se hubiera mirado, habría reconocido al niño excesivamente crecido que a menudo veía, o tal vez, habría encontrado un monstruo. Se sumergió en aquellos pensamientos y fue presa de una tristeza que lo debilitaba. Resolvió que aquella noche le hubiera resultado más fácil pasarla con el conde que con aquella muchacha que, despreciada por él, dejaría de abordarlo.

Cuando apoyó el pie en el primer escalón y empezó a subir estaba algo desconcertado.

La puerta que daba a su estudio estaba abierta, y lo primero que vio fue el firmamento, la negrura absoluta del cielo y las estrellas titilantes.

La habitación era amplia; estaba vacía y a oscuras. Los grandes ventanales eran más altos que él. A su derecha distinguió una ancha claraboya de vidrio en el techo inclinado que acercaba todavía más aquella estancia a la noche.

Sus pasos sonaban huecos y, por un momento, casi perdió el equilibrio, como si el cielo que lo rodeaba en aquel pequeño pináculo en medio de Roma se moviese sobre un barco escorado.

Las estrellas brillaban prodigiosas.

Distinguía las constelaciones con una claridad magnífica y respiró hondo el aire fresco que llegaba de todas partes. Luego se volvió muy despacio bajo el cielo y de pronto se sintió insignificante y muy libre, como si no tuviera nada que perder en el mundo.

En aquel instante los objetos de la habitación empezaron a revelarse: una mesa, sillas, pinturas en sus caballetes con oscuras figuras esbozadas que se recortaban contra la blancura de los lienzos, y abundantes botellas y tarros. De repente, el olor de la trementina se sobrepuso al de los óleos de la pintora, más dulce y profundo.

Entonces distinguió a Christina, envuelta en las sombras, ante las ventanas más distantes, con la cabeza cubierta por una amplia capucha.

El miedo lo atenazó con una fuerza arrasadora y desconocida. Lo acosaron todas las dudas que había imaginado: ¿qué le diría, cómo empezarían, qué iba a pasar entre ambos, por qué estaban los dos allí?

Las piernas le temblaban, y al amparo de la oscuridad agachó la cabeza. La pena tomaba posesión de aquella habitación elevada y abierta, la pena escalaba hasta ella y extinguía la noche misma. La inocencia de aquella chica lo desarmaba y el recuerdo de su belleza formó en su mente una entidad casi etérea.

Aunque, en realidad, era una silueta oscura y silenciosa la que se le acercaba, y en aquel lugar vacío resonó la voz de ella que lo llamaba.

– Tonio -dijo, como si ya los vinculase cierta intimidad, y él se descubrió rozándose el labio mientras ella hablaba en voz baja y tono dulce.

Contempló su rostro bajo la capucha, y era esa misma capucha la que añadía un toque de terror a la escena, porque le recordaba a aquellos frailes que siempre acompañaban a los condenados al cadalso. Extendió el brazo, y acortó la distancia que los separaba. Retiró la capucha hacia abajo.

Ella no se apartó, ¡no tenía miedo! Ni siquiera cuando los dedos de Tonio se enredaron en las ondas rígidas de su pelo, separando las hebras pegadas hasta dejarlas en la parte posterior de su cabeza. Ella se acercó.

De repente, se puso de puntillas y entregó a Tonio todo su cuerpo joven bajo la túnica de lana fina y encaje, y él notó la cremosa suavidad de su pequeño mentón, unos labios tan inocentes e inexpertos que carecían de dureza, y entonces sintió que la ternura de Christina se disolvía de repente como si su cuerpo hubiera sido poseído por el deseo más palpitante.

El deseo también lo invadió a él, y se extendió por todos sus miembros, mientras su boca abandonaba los labios de ella, recorría su cuello y se posaba en la redondez de sus pechos.

Se detuvo, apretando la cabeza con tanta fuerza que podría haberle hecho daño. Luego hundió el rostro entre sus cabellos, los alzó con las manos e incluso en aquella penumbra admiró los dorados destellos de sus mechas. Acarició los pequeños rizos que le caían sobre la frente y volvió a detenerse, suspirando.

Ella retrocedió, lo tomó de la mano y lo condujo a otra habitación.

Sus dedos le parecían un tesoro inapreciable y extraño, cubiertos por aquella carne tierna y líquida. Le cogió la mano y se la llevó a la boca.

Frente a él había una cama, situada en la pared opuesta, rodeada de muebles protegidos por lienzos blancos. Parecía como si nadie utilizara aquella estancia.

– Velas -le susurró-. Luz.

Ella se quedó inmóvil, sin comprender. Luego sacudió negativamente la cabeza.

– Por favor, déjame verte -susurró él. La hizo poner de puntillas y la sostuvo en vilo hasta que sus ojos quedaron frente a frente. El cabello de la muchacha cayó hacia delante, en un intento de ocultarlos por unos instantes; él sintió un temblor que le recorría el cuerpo y los ligeros estremecimientos de ella.

La tomó por el hombro y casi sin darse cuenta, echó el pestillo de la puerta. Encontró un pequeño candelabro, lo llevó hasta la cama y cerró por completo sus cortinas de terciopelo verde que despedían un olor a polvo limpio. A medida que encendía una cerilla y acercaba la llama a una vela, y luego a otra y a una tercera, la luz fue llenando aquella pequeña estancia de cortinajes y suavidad. Ella se arrodilló ante Tonio. Su rostro era una maravilla de hermosos contrastes, sus ojos de aquel azul profundo orlados de pestañas oscuras, que estaban mojadas como si hubiera estado llorando, sus labios de un rosa virginal que no conocían el maquillaje. Para su sorpresa, Tonio descubrió que el vestido que llevaba bajo la capa negra era aquella encantadora seda violeta que teñía sus mejillas de un brillo etéreo y daba a sus redondos pechos una blancura casi imposible que resplandecía por encima de los volantes del corpiño. El color violeta bañaba su figura y formaba pálidas sombras en sus mejillas recubiertas por una delicada pelusa blanca.