Sin saber por qué se sintió atrapado en aquel laberíntico lugar y ansioso de aire libre, del espectáculo de las estrellas que se deslizaban por la bóveda celeste hacia la bahía de Nápoles.
Pero esa voz, esa voz que parecía ascender con la bruma le causaba dolor. Fue la única vez en su vida que se encontró ante una voz que no fue capaz de identificar. ¿Era de hombre, de mujer, de niño?
Su coloratura era tan ligera y flexible que podría tratarse de una mujer. Pero no. Tenía ese aguzado e indefinible timbre de la voz masculina. Era joven, muy joven. ¿Quién se había tomado la molestia de enseñar a un simple niño como aquél? ¿Quién le había hecho partícipe de todos sus secretos?
La voz entonaba perfectamente la nota, entretejiéndose con los violines que la acompañaban, subiendo más alto que ellos, descendiendo, embelleciéndose sin esfuerzo.
No había sonido de metal en aquella voz. Sugería más la madera que el metal, se asemejaba más al sonido ligeramente oscurecido de un violin, al sonido festivo de la trompeta.
Era un castrato, ¡tenía que serlo!
Por un momento se vio dividido entre el ansia de salir a buscarla y el deseo de limitarse a escucharla. Que alguien obviamente tan joven pudiera cantar con ese sentimiento resultaba del todo imposible. Sin embargo, siguió escuchando. Aquella voz lo cautivaba, lo transportaba con su acrobática flexibilidad, matizada por tanta tristeza.
Tristeza, eso era. Se calzó las botas, se envolvió en su gruesa capa y salió en busca del cantante.
Lo que encontró lo sorprendió, aunque no por completo.
Siguiendo a la pequeña banda de músicos callejeros hasta una taberna, enseguida comprobó que se trataba de un chico que casi era ya un hombre; un niño alto, ágil y angelical con el porte de un hombre. Era rico: se adornaba el cuello con el más fino encaje veneciano, y en los dedos brillaban granates engarzados en plata profusamente trabajada. Los que estaban a su alrededor, movidos por el afecto y el cariño, lo llamaban «excelencia».
Estoy vivo, pensó Tonio, estoy en una habitación. Aquellas personas hablaban, se movían. Si estaba vivo, podría seguir vivo. Él tenía razón, Carlo no podía hacerle aquello, Carlo no. Con un enorme esfuerzo consiguió abrir los ojos. La oscuridad lo envolvió de nuevo, pero los abrió otra vez y vio las sombras que se deslizaban por las paredes y el techo bajo mientras hablaban.
Conocía aquella voz: era Giovanni, el bravo, que hacía siempre guardia a la puerta de Carlo, y decía algo en voz baja y amenazadora.
¿Por qué no lo habían matado todavía? ¿Qué ocurría? No se atrevió a moverse hasta haber tomado algunas precauciones y a través de los ojos entornados distinguió a aquel hombre delgado y sucio que sostenía una especie de maletín.
– ¡No lo haré! ¡El chico es demasiado mayor! -protestó el hombre.
– No es demasiado mayor. -Giovanni estaba perdiendo la paciencia-. Haz lo que te han pedido y hazlo bien.
¿De qué estaban hablando? ¿Hacer qué? El bravo llamado Alonso estaba a su izquierda. Había una puerta y delante de ella el hombre del rostro enjuto repetía:
– No quiero tener nada que ver en esto. -Empezó a retroceder hacia la puerta-. Soy un cirujano, no un carnicero…
Pero Giovanni lo agarró con brusquedad y lo empujó hacía dentro hasta que sus ojos se clavaron en Tonio.
– Noooo…
Tonio se incorporó, justo en el momento en que las manos de Alonso caían sobre él para sujetarlo; el impulso le lanzó hacia delante y tiró al hombre flaco. La habitación entera se abalanzó sobre él mientras se debatía pateando para evitar que lo levantaran del suelo. Tonio vio que el maletín se abría y de él caían unos cuchillos; también oyó que el hombre murmuraba una frenética plegaria. Luego, tuvo el rostro del hombre al alcance de la mano y le pegó sin cesar mientras le golpeaba en el estómago con el puño derecho hasta derribarlo. A su alrededor se oyó el estrépito de cosas que se rompían. Se oía el ruido de la madera haciéndose pedazos, y de repente se volvió y se descubrió libre. La sorpresa le hizo caer. ¡La lluvia lo empapaba, se había escapado, corría!
La tierra mojada cedía bajo sus pies, las piedras se le clavaban en las botas y por un instante pareció que iba a salir victorioso, que la noche se lo tragaría, lo ocultaría, pero incluso entonces los oyó correr a sus espaldas.
Lo atraparon de nuevo, aulló, gritó. Lo llevaron de vuelta a la habitación, y el peso de un hombre lo aplastó contra el camastro.
Hundió los dientes en músculos y cabellos, y se revolvió con todas sus fuerzas al tiempo que sentía que le obligaban a abrir las piernas y oía el desgarrón de la ropa incluso antes de sentir el contacto del aire frío con su desnudez.
– ¡Noooooo! -chilló dominado por la rabia y el alarido se despojó de toda palabra, se hizo inhumano, inmenso, cegándolo, ensordeciéndolo.
Con el primer corte del cuchillo supo que la batalla estaba perdida y comprendió qué le estaban haciendo.
Guido vio que el cielo sobre la pequeña población de Flovigo se volvía amarillo pálido. Yacía casi inerte, contemplando cómo la lluvia capturaba la cantidad suficiente de aquella luz para convertirse en un velo visible sobre el campo que se inclinaba colina abajo desde su ventana.
Alguien llamó a la puerta. La excitación que se apoderó de él cuando se levantó para responder lo cogió por sorpresa.
Allí estaba el hombre que lo había interpelado en el café de Venecia. Entró en la habitación y sin mediar palabra abrió una bolsa de cuero que contenía documentos.
Se volvió a derecha e izquierda emitiendo un breve quejido de exasperación al ver que no había ninguna vela encendida, se acercó a la ventana mojada y examinó todos los papeles con la minuciosidad de quien no sabe leer ni escribir. Luego se los entregó a Guido junto con otra bolsa.
Guido adivinó enseguida de qué se trataba. Contenía todas sus cartas de presentación de Nápoles, y él ni siquiera las había echado en falta. Se enfureció.
No obstante concentró su atención en los documentos. Estaban redactados en latín y firmados por Marc Antonio Treschi, y atestiguaban su intención de someterse a la castración para conservar su voz, absolviendo a cualquiera que pudiera ser acusado de complicidad en su decisión. El nombre del cirujano no se mencionaba para protección de éste.
El último, dirigido a su familia, del cual Guido tenía tan sólo una copia, ratificaba el compromiso formal del muchacho con el conservatorio San Angelo de Nápoles, donde estudiaría a las órdenes del maestro Guido Maffeo.
Guido miró estupefacto ese último documento.
– ¡Pero yo no he instigado nada de esto! -alegó Guido.
– Hay un carruaje dispuesto para llevarlo hacia el sur -dijo el bravo tras una sonrisa-, y dinero suficiente para cambiar de cochero y caballo siempre que sea necesario hasta llegar a Nápoles. Esta es la bolsa del chico. Como ya le dije, es rico. Pero no verá ni un zecchino más hasta que no esté matriculado en su conservatorio.
– ¡La familia debe saber que yo no tengo nada que ver en todo esto! -farfulló Guido-. ¡El gobierno veneciano tiene que saber que yo no he tomado parte en este asunto!
– ¿Quién va a creerle, maestro? -El bravo soltó una breve carcajada.
Guido le dio la espalda. Examinó los documentos.
El bravo se puso a su lado como el ángel caído.
– Maestro -dijo-, si yo fuera usted, no esperaría a que el chico despertase. El opio que le han dado es muy fuerte. Lo cogería ahora mismo y me lo llevaría de aquí. Me alejaría cuanto antes de la frontera del estado veneciano. Y cuídelo bien, maestro. Es el único que puede exculparle.
Guido entró en la casucha donde dormía Tonio. Vio la sangre que surcaba su rostro y la boca y la garganta amoratadas por los golpes. Se percató de que le habían atado las manos con una áspera cuerda. Su rostro aparecía exánime.