Guido retrocedió un paso y soltó un sordo y largo gemido. Puso los ojos en blanco y despegó los labios mostrando los dientes. El gemido proseguía, incapaz de detenerse. Luego se le atravesó en la garganta transformado en una oleada de náusea. Contempló el colchón manchado de sangre, los cuchillos tirados entre la paja y la suciedad del suelo, y con un temblor que le sacudió todo el cuerpo sintió que el gemido volvía a brotar de él.
Cuando finalmente calló, se había quedado solo en esa habitación con Tonio; el bravo se había marchado y la puerta se abría a una población tan silenciosa que parecía estar deshabitada.
Se acercó al lecho. Tonio tenía el semblante tan yerto que transcurrieron varios minutos antes de que Guido reuniera el valor suficiente para colocar la mano sobre la boca del chico y percibir su débil respiración.
Estaba vivo. Tenía la piel húmeda y febril.
Entonces Guido apartó el pantalón roto y examinó la mutilación.
Habían abierto el escroto de una cuchillada, habían extraído el contenido y el corte había sido toscamente cauterizado. Pero se trataba de una herida pequeña, la operación se había realizado de la manera más segura posible y no había señales de inflamación. Con el paso del tiempo, la bolsa escotral quedaría reducida a nada.
Cuando ya retiraba la mano de la herida, el cuerpo de Guido se agitó con un nuevo descubrimiento.
Miró el miembro del muchacho y comprobó que ya había adquirido los primeros centímetros de virilidad.
Un terror agudo se apoderó de él, incluso en medio del horror descarnado de aquella habitación, el chico amoratado y cubierto de sangre y el bravo asomándose por la puerta con mirada lasciva.
Guido no entendía el cuerpo humano. No comprendía los misterios que lo habían vencido cuando su voz se apagó en el umbral mismo de la grandeza. Sabía tan sólo que además de aquella monstruosa agresión, podría haberse cometido otra espantosa injusticia.
Despacio, acarició el rostro blanco del muchacho dormido en busca de la aspereza de una barba masculina por leve que fuera.
Pero no la encontró.
Tampoco tenía vello en el pecho. Guido cerró los ojos e invocó en su fiel memoria el sonido de esa voz alta y clara que de forma tan magnífica había oído amplificada bajo las bóvedas de San Marco.
Era pura, perfecta.
Sin embargo, allí estaba el primer indicio de virilidad.
A sus espaldas, el bravo se movió en el hueco de la puerta. Lo llenó por completo con sus anchos hombros, de forma que la luz se extinguió y no se distinguían los rasgos de su rostro cuando de nuevo dejó oír su voz, grave y amenazadora.
– Lléveselo a Nápoles, maestro. Enséñele a cantar. Dígale que si no se queda con vos, se morirá de hambre, ya que de su familia no puede esperar nada. Convénzalo además de que debe estar agradecido por marcharse con vida, la cual con toda seguridad perderá si alguna vez regresa al Véneto.
Capítulo6
A la misma hora, en Venecia, Carlo Treschi recibía la intempestiva visita de una frenética Catrina Lisani, que le mostró una larga y elaborada carta de Tonio donde confesaba su intención de someterse a la fatal operación para conservar la voz y matricularse en el conservatorio napolitano de San Angelo.
De inmediato se mandaron mensajeros a los Oficios de Estado y hacia el mediodía, todos los espías del gobierno veneciano se afanaban en buscar a Tonio Treschi.
Ernestino y su banda de músicos fueron arrestados.
Se citó a Angelo, Beppo y Alessandro para interrogarlos.
Al atardecer, en todos los barrios de Venecia era del dominio público el sacrificio que el patricio vagabundo había hecho por su voz, era la comidilla de la ciudad, y ante el Tribunal Supremo pasaron, uno tras otro, todos los médicos de la urbe.
Mientras tanto, al menos siete patricios confesaron haber agasajado al joven maestro de San Angelo de Nápoles, quien había preguntado varias veces por el patricio que cantaba por las calles.
Beppo, hecho un mar de lágrimas, confesó finalmente que había llevado a ese hombre junto con Tonio a San Marco. Beppo fue encarcelado al instante.
Carlo, con lágrimas sentidas y viva elocuencia se culpó a sí mismo del giro aterrador que habían tomado los acontecimientos por no haber puesto freno a la imprudente y exagerada afición de su hermano a la música. No había visto ningún peligro en ello. Incluso había oído hablar del encuentro entre Tonio y el maestro de Nápoles, y de manera estúpida le había restado importancia.
Se mostraba inconsolable mientras murmuraba aquellas acusaciones contra sí mismo ante sus interrogadores, tenía el rostro abotargado por el llanto y las manos le temblaban.
Su desesperación era sincera porque, llegados a ese punto, empezaba a cuestionarse si su plan saldría bien y era presa de la angustia.
Marianna Treschi intentó tirarse por una ventana del palazzo que daba al canal y los criados tuvieron que sujetarla.
La pequeña Bettina, la muchacha de la taberna, lloraba mientras explicaba que ni la comida ni la bebida, ni el sueño, ni el placer de las mujeres podían disuadir a Tonio de cantar.
A medianoche aún no se había hallado ni rastro del maestro de Nápoles ni de Tonio, y la policía recorría todas las poblaciones cercanas a Venecia, sacando de la cama a cualquier médico que de algún modo pudiera estar involucrado en la castración de niños.
Ernestino fue puesto en libertad para que contara a todo el mundo lo obsesionado que estaba Tonio por la inminente pérdida de la voz, y en los cafés y las tabernas no se hablaba de otra cosa, del talento del chico, de su belleza, de su arrojo.
A primeras horas de la mañana, cuando el senador Lisani llegó por fin a su casa, su esposa, Catrina, estaba histérica.
– ¿Es que se ha vuelto todo el mundo loco en esta ciudad? ¿Cómo pueden creerse eso? -gritaba-. ¿Por qué no has mandado arrestar a Carlo y lo has acusado del asesinato de su hermano? ¿Por qué Carlo sigue con vida?
– Signora… -Su esposo se dejó caer en la silla, agotado-. Estamos en el siglo xviii y no somos los Borgia. No hay ningún indicio de asesinato, ni por lo tanto, de delito.
Catrina se echó a chillar desesperadamente y al fin alcanzó a barbotar que si no se encontraba a Tonio con vida antes del mediodía siguiente, Carlo sería hombre muerto. Ella misma se encargaría de hacérselo pagar.
– Signora -dijo de nuevo su esposo-, es muy probable que el chico esté muerto o mutilado, pero si asumes la responsabilidad de quitarle la vida a Carlo Treschi por ese motivo, tú sola asumirás una responsabilidad eterna que ninguno de mis colegas está dispuesto a compartir: la desaparición de la estirpe de los Treschi.
TERCERA PARTE
Capítulo1
Llegaron a Ferrara antes de que cayera la noche y Tonio seguía sin volver en sí. Sacudido por el carruaje que corría por la fértil llanura, abría los ojos de vez en cuando pero no parecía ver nada.
Guido lo llevó enseguida a una pequeña posada en las afueras de la ciudad. Lo acostó, le ató las manos y le tocó la frente.
Más allá de las pequeñas ventanas de anchos alféizares se extendía un bosque de trémulos álamos verdes. Antes de la puesta de sol empezó a llover.
Guido fue a buscar una botella de vino. Luego puso una vela en la mesita de noche y esperó sentado a los pies de la cama. Dio alguna cabezada.
Cuando abrió los ojos, no supo qué lo había despertado. Por un instante creyó que aún estaba en Venecia. Entonces recordó todo lo ocurrido.
En la penumbra, miró la diminuta aureola de la vela y, sobresaltado, ahogó una exclamación.
Tonio Treschi estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared de la esquina. Sus ojos eran dos brillantes ranuras en la oscuridad. Guido no sabía cuánto rato llevaba despierto.