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Se mantuvo alerta. En italiano le dijo: «Bebe vino», pero el chico no respondió. Guido vio que el muchacho tenía las manos libres y que el trozo de tela que había utilizado para atárselas yacía en el suelo.

El muchacho miraba a Guido fijamente. Tenía los ojos inyectados en sangre, entornados; un cardenal de un púrpura intenso distorsionaba su expresión y la dotaba de una infinita maldad.

Guido bebió un trago del vaso que tenía junto a él. Luego sacó los documentos de su maletín y los dejó frente a Tonio, sobre la áspera manta con que se arropaba.

Los ojos se movieron despacio sobre las palabras en latín, sin embargo el muchacho no leyó los documentos, se limitó a contemplarlos.

Luego fijó la vista en Guido.

Se levantó de la cama tan deprisa que lanzó a Guido contra la pared antes de que éste tuviera tiempo de comprender lo que pasaba. Lo agarró por la garganta y Guido necesitó toda su fuerza para librarse de él con un enérgico golpe en la cabeza. El chico, aturdido e incapaz de reaccionar, cayó al suelo. Se apoyó en las manos con el cuerpo tembloroso y el rostro encendido al tiempo que cerraba los ojos.

No se resistió cuando Guido volvió a golpearlo contra la pared. Abrió los párpados tan despacio que parecía haber perdido de nuevo la conciencia.

Guido lo sujetó por los hombros con las dos manos. Tenía ante él los ojos del diablo, o los ojos de la locura.

– Escúchame -dijo en voz baja-. Yo no tengo nada que ver con lo que te han hecho. Lo más probable es que el médico que te castró esté muerto. Los que lo han matado me hubiesen matado a mí si no hubiera accedido a sacarte del Véneto. Tampoco tú seguirías con vida. Eso fue lo que dijeron.

La boca del muchacho se movía como si masticara, haciendo acopio de saliva.

– Yo no sé quiénes eran esos hombres. ¿Tú sí? -preguntó Guido.

El muchacho le escupió en el rostro con tanta rabia que Guido lo soltó y permaneció unos instantes cubriéndose los ojos con las manos.

Cuando las bajó vio que estaban manchadas de sangre.

Guido retrocedió. Se acomodó en la silla de madera donde había pasado la noche y apoyó la cabeza contra la pared.

Los ojos del muchacho no cambiaron; su cuerpo, que casi resplandecía en la oscuridad, había comenzado a temblar de manera incontrolable.

Guido se levantó para abrigarlo con la manta, pero Tonio se apartó, susurrando unas palabras en veneciano que sonaron como «No me toques».

Guido volvió a sentarse y transcurrió casi una hora en la cual se limitó a observar a aquel muchacho, cuya expresión no varió ni por un momento. Nada cambió, nada ocurrió. Entonces, Tonio, vencido por la debilidad, se tumbó en el camastro.

No se opuso a que Guido lo tapara con la manta, y ni siquiera protestó cuando le levantó la cabeza y le ordenó que bebiera el vino que le daba.

Volvió a tumbarse y sus ojos eran dos fragmentos de cristal que sólo se movían ligeramente recorriendo el techo mientras Guido le hablaba.

Guido se tomó su tiempo. En la posada reinaba el silencio y las estrellas se asomaban a intervalos, brillantes y diminutas, tras las sombras huidizas de los álamos.

Le explicó de manera minuciosa cómo lo habían involucrado en el asunto y cómo aquellos hombres lo habían obligado a sacarlo del estado veneciano. Por último, le describió el carruaje y la bolsa, y le aseguró que le pertenecían y que, que si lo deseaba, lo conduciría a San Angelo.

Acataría su decisión le aseguró, pero entonces hizo una pausa, y finalmente, casi en un susurro, le confió que el bravo le había advertido que Tonio no recibiría más ayuda si no ingresaba en el conservatorio.

– Sin embargo, eres libre de acompañarme o de marcharte por tu cuenta -concluyó Guido. La bolsa pesaba.

Entonces el chico volvió la cabeza y cerró los ojos. Aquel gesto encerraba una petición de silencio tan evidente que Guido enmudeció.

Permaneció apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, hasta que la respiración del chico se hizo más acompasada.

De su rostro había desaparecido la demencia y reposaba tranquilo y pálido sobre la almohada. La boca volvió a ser la de un muchacho, perfectamente moldeada y sin embargo flexible. Pero era la tenue luz que jugaba con los exquisitos huesos de su cara lo que ponía de manifiesto su increíble belleza.

La luz resaltaba el perfil de la mandíbula, los altos pómulos y la lisa llanura de su frente.

Guido se acercó y, durante un buen rato, contempló los delgados miembros del muchacho, relajados por el sueño, y una de las manos que descansaba medio cerrada sobre la colcha.

Cuando tocó su frente caliente, el chico ni siquiera se movió.

Guido salió con sigilo de la habitación y bajó al campo abierto que se divisaba a través de la ventana.

La luna se hallaba cubierta por las nubes. La población tampoco proyectaba ninguna luz hacia el cielo desde su posición elevada.

Después de caminar entre altas hierbas mojadas, Guido encontró un lugar seco donde tumbarse boca arriba y admiró las estrellas que de vez en cuando reaparecían.

Una terrible desesperación lo invadía.

Llegaba como el frío invernal y la reconocía por el temblor que la precedía y el peculiar sabor a náusea que dejaba en su boca.

El problema era que no estaba enfermo. Estaba sano, y vacío. Su vida no tenía sentido. Era el resultado de una sucesión de hechos absurdos, y no había en ella nada noble ni provechoso, nada que le brindara consuelo.

A nadie le importaba si aquellos hombres del estado veneciano lo mataban. Aquello era tan fortuito como el resto de circunstancias que rodeaban su existencia. Sin poder evitarlo, se sintió atraído de nuevo por aquella habitación de Nápoles, donde mucho tiempo atrás había intentado quitarse la vida cortándose las venas mientras bebía hasta quedar inconsciente.

Se acordaba muy bien de aquella habitación: las paredes pintadas, la cenefa de flores junto al techo. Recordaba la obsesión por el mar que había caracterizado sus últimos momentos, la sensación de placidez que le había atribuido.

Se le humedecieron los ojos. Notó que las lágrimas le surcaban el rostro, y en lo alto el cielo cobraba una tonalidad lechosa y se colmaba de una inoportuna claridad que él hubiera deseado ocultar tras una piadosa oscuridad.

En aquellos momentos oía, a su pesar, la voz de Tonio Treschi elevándose en las laberínticas callejuelas de Venecia y en su mente esos dos lugares se fundieron: la habitación de Nápoles, donde había sido feliz hasta lo indecible creyendo que iba a morir, y Venecia, donde había escuchado aquella voz sublime.

De repente comprendió qué subyacía en aquellas desenfrenadas e insondables tinieblas del alma que amenazaban con tragarlo.

– Si el muchacho no sobrevive, si no supera de algún modo la injusticia de que ha sido objeto, yo me hundiré con él.

Poco después, se levantó de su lecho de hierba y caminó hacia la posada, pero no se veía todavía capaz de subir a la habitación, y sentado en un poyo de piedra, con la cabeza entre las manos, lloró en silencio.

Habían pasado años desde la última vez que derramara lágrimas, al menos eso le parecía. Lo cierto era que había transcurrido mucho tiempo desde que las dejara fluir de una manera tan copiosa.

Lo que finalmente lo hizo callar fue el sonido de su propio llanto.

Alzó la cabeza asombrado.

El cielo estaba más claro, las primeras hebras de azul tejían su interminable tapiz de nubes y, agachando la cabeza, se secó las lágrimas con la manga antes de subir a la habitación.

Pero cuando se volvió y miró hacia los escalones de piedra que se volvían angostos en los tramos que se inclinaban hacia la pared, divisó en lo alto la delgada y quebradiza figura de Tonio.

El chico lo observaba. Sus dulces ojos negros no se apartaron de Guido mientras éste subía hacia él.

– Usted es el maestro al que conocí, ¿verdad? -preguntó Tonio en voz baja-. El maestro para el que canté en San Marco.