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Guido asintió. Estaba estudiando el pálido rostro, los labios húmedos, los ojos todavía febriles.

A duras penas soportaba la visión de aquella inocencia masacrada y destruida. Rezó en silencio suplicando que el chico le diera la espalda.

– ¿Estaba llorando por mí? -preguntó Tonio.

Guido se quedó sin habla unos instantes. Sintió que lo invadía su habitual llamarada de ira. Le encendía el rostro y le curvaba las comisuras de los labios, y de repente la luz se abrió paso en su mente con la misma nitidez con que alguien podría haberle susurrado al oído que sí que era por aquel chico por quien había llorado.

Pero tragó saliva, no dijo nada y se limitó a mirar a Tonio con sombrío asombro.

De repente, el rostro del muchacho, que hasta ese momento había permanecido inexpresivo y casi angelical, adoptó una expresión amarga, frágil y escalofriante a la vez. La malicia la pulió despacio, añadiendo un brillo amenazador en los ojos que obligó a Guido a desviar la mirada.

– Bueno, tenemos que marcharnos de aquí -susurró el chico-, debemos seguir nuestro viaje. Tengo asuntos que atender.

Guido lo vio volverse y entrar en la habitación. Los documentos estaban sobre la mesa. El chico los recogió y se los devolvió al maestro.

– ¿Quiénes eran los hombres que te hicieron esto? -preguntó Guido de repente.

Tonio se estaba poniendo la capa. Alzó la vista como si estuviera sumido en profundos pensamientos.

– Unos estúpidos a las órdenes de un cobarde -respondió.

Capítulo2

Tonio apenas pronunció una palabra hasta que llegaron a Bolonia, la grande y bulliciosa capital del norte.

Si sentía malestar, lo disimuló, y cuando Guido lo instó a que fuera a un médico, ya que siempre había peligro de infección, se opuso con resolución.

Su rostro parecía haberse transformado de forma indeleble. Se había alargado y las líneas de los labios mostraban una dureza antes inexistente. Los ojos conservaban aquel brillo febril aunque los mantenía muy abiertos y aparentemente ciegos al estallido primaveral de la campiña italiana.

Tampoco parecían ver las fuentes, los palacios, ni el bullicio en las calles de aquella gran ciudad.

Pero después de insistir en la adquisición de una espada con piedras incrustradas, un puñal y dos pistolas con el mango de nácar a pesar de su precio exorbitante, Tonio también se compró un traje nuevo y una capa a juego. Luego le pidió a Guido, con cortesía (hasta entonces se había mostrado respetuoso en todo aunque no dócil ni obediente), que le buscara un abogado especializado en asuntos relacionados con músicos.

Aquello, en Bolonia, no representaba ningún problema. Sus cafés rebosaban de músicos y cantantes de toda Europa, llegados expresamente para entrar en contacto con agentes y empresarios que pudieran buscarles trabajo para la siguiente temporada. Después de indagar un poco, enseguida localizaron el despacho de un competente abogado.

Tonio empezó a dictar una carta al Tribunal Supremo de Venecia.

Había realizado aquel sacrificio por su voz, declaró, y era imperativo que en Venecia nadie fuera acusado por aquella decisión suya.

Después de exonerar a sus antiguos profesores y a cuantos habían fomentado en él el amor por la música, prosiguió exculpando a Guido Maffeo y a todas las personas vinculadas al conservatorio de San Angelo, que no conocían su decisión antes de ser consumada.

Pero su mayor preocupación era evitar que de aquello se derivase alguna responsabilidad hacia su hermano Carlo.

«Como este hombre es ahora el único heredero de nuestro fallecido padre que puede casarse, es imprescindible que sea absuelto de toda responsabilidad por mis acciones, a fin de que pueda cumplir con sus obligaciones hacia su futura esposa e hijos», alegó Tonio.

Entonces firmó la carta. El abogado, que no había pestañeado ante su extraño contenido, firmó como testigo, al igual que Guido.

Se mandó una copia a una mujer llamada Catrina Lisani, con la solicitud de que todas las pertenencias de Tonio fuesen enviadas de inmediato a Nápoles. Había una última petición, ¿podrían pagar de inmediato una pequeña dote a Bettina Sanfredo, camarera del café de su padre en la plaza San Marco, para que pueda casarse dignamente?

Después, Tonio se retiró al monasterio donde se hospedaban y se dejó caer en la cama, exhausto.

En los días siguientes, Guido se despertaba a menudo por la noche y se encontraba a Tonio en el otro extremo de la habitación, completamente vestido, esperando el amanecer. A veces, antes de medianoche, se revolvía en sueños y hasta gritaba, luego se despertaba y su rostro aparecía tan inexpresivo e insondable como siempre.

Resultaba imposible saber el alcance del dolor que albergaba en su interior, aunque a veces a Guido le parecía ver ese dolor emanando de su cuerpo inmóvil mientras se apoyaba apático en el rincón del carruaje traqueteante. En ocasiones Guido sentía deseos de hablar, pero lo invadía la misma desesperación que había sentido aquella noche en Ferrara. Le humillaba que aquel muchacho lo hubiera oído llorar y le hubiese preguntado de una manera tan directa si aquellas lágrimas habían sido derramadas por él, y olvidaba que no le había dado a Tonio ninguna respuesta.

En Florencia, cuando por fin fueron a buscar a los dos chicos que Guido había dejado aguardando allí para conducirlos a Nápoles, Tonio se mostró visiblemente molesto por su presencia en el carruaje. Le resultaba imposible dejar de mirarlos.

En Siena, sin embargo, les compró zapatos y capas nuevas a los dos y en la mesa ordenó que les sirvieran dulces. Eran dos chicos tímidos y obedientes, de nueve y diez años, que no se atrevían a hablar o a moverse a menos que les dieran permiso para hacerlo. No obstante, Paolo, el más joven de los dos, era de carácter alegre, y de vez en cuando no podía reprimir una amplia sonrisa que obligaba a Tonio a desviar la mirada. En una ocasión, Guido despertó de una breve cabezada y descubrió que el chico se había acurrucado junto a Tonio. Estaba lloviendo y los relámpagos rasgaban el cielo sobre las suaves colinas de color verde intenso. Cada vez que resonaba un trueno, el chico se le acercaba más hasta que, al final, Tonio, sin mirarlo, acabó abrazándolo. Sobre los ojos de Tonio cayó un velo y cuando sus dedos agarraron la pierna del niño para sujetarlo con más fuerza, pareció presa de una súbita emoción incontrolable. Cerró los ojos mientras echaba la cabeza hacia un lado como si tuviera el cuello roto. El carruaje siguió dando sacudidas bajo la cálida lluvia primaveral camino de la Ciudad Eterna.

Si bien el sombrío esplendor de Roma no hacía mella en Tonio, al llegar al Porto del Popolo había desviado su obsesiva atención de los muchachos y la había fijado en Guido. Sus ojos, entretanto, no habían perdido ni un ápice de su malicia silenciosa. Implacables, se clavaban en Guido, sin perder detalle de sus andares, su manera de sentarse y el escaso vello oscuro que le poblaba las manos. En las habitaciones que compartían por la noche, Tonio observaba con descaro cómo Guido se desnudaba, estudiaba sus largos y aparentemente fuertes brazos, su pecho poderoso, sus anchas espaldas.

Guido soportaba todo aquello con resignación.

Sin embargo, empezó a afectarle aunque no sabía a ciencia cierta por qué. En realidad, su cuerpo significaba muy poco para él. Había actuado en el teatro del conservatorio desde pequeño vistiéndose, pintándose y disfrazándose de maneras tan distintas que sus propias peculiaridades le resultaban carentes de interés. Era consciente, por ejemplo, de que su gran envergadura lo haría muy atractivo para los papeles masculinos y que sus inmensos ojos, profusamente pintados, cobraban un aspecto sobrenatural.

Pero su desnudez, sus posibles defectos y las miradas escrutadoras le eran indiferentes.

Sin embargo, el descaro cruel de aquel chico comenzaba a irritarlo. Una noche, ya no pudo aguantar más, dejó la cuchara en el plato y le devolvió la mirada.