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Los ojos de Tonio seguían tan hostiles e inamovibles que, por un momento, Guido pensó: «Este chico se ha vuelto loco.» Luego advirtió que la concentración de Tonio era tan absoluta que ni siquiera se había dado cuenta de que Guido también lo observaba. Era como si Guido fuera un ser inanimado. Cuando los ojos de Tonio se movían, ¿lo hacían por voluntad propia para posarse en su cuello o en la servilleta que llevaba atada? Guido no tenía ni idea. Tonio le miraba las manos y luego volvía a los ojos, parecía admirar una pintura.

La indiferencia de Tonio era tan completa, tan evidente, que Guido sintió un arrebato de ira. Guido tenía un genio terrible, el peor del conservatorio, cualquiera de sus alumnos podía atestiguarlo. En aquellos momentos, por primera vez, iba a sacarlo con el chico, enardecido por el cúmulo de mil pequeños resentimientos.

Al fin y al cabo, había hecho el papel de lacayo cumpliendo las órdenes de aquel niño.

Su odio inveterado contra todos los aristócratas empezó a aflorar; de pronto advirtió que lo estaba confundiendo todo y que Tonio había dejado la servilleta sobre la mesa y se había levantado.

Aquella noche, una vez más, habían reservado las habitaciones más lujosas que podía ofrecer la ciudad, en esta ocasión un famoso monasterio que alquilaba estancias amplias y exquisitamente amuebladas a los caballeros que podían permitírselo.

Tonio había abandonado el comedor privado donde los chicos seguían rebañando los platos y se había refugiado en un reducido jardín de altos muros.

Guido se quedó sentado pensando un buen rato y continuaba haciéndolo cuando llevó a los niños a la cama y los vio debajo de las mantas.

Mientras salía a la noche, seguía sin comprender su enojo. Sólo sabía que se sentía agraviado por aquel chico, por su mirada indiferente, por su eterno silencio. Intentó apelar al inevitable sufrimiento del muchacho, a su angustia incontenible, pero no podía. Hasta ese momento se había prohibido recordar aquello porque resultaba demasiado doloroso.

Cada vez que su mente lo obligaba a preguntarse qué le estaba sucediendo al muchacho, cuáles eran sus pensamientos, cómo se sentía, una obstinada voz en su interior repetía en un tono burlón de superioridad: «Pero si tú has sido siempre un eunuco, no puedes saberlo.»

Fuera cual fuese la razón, salió al jardín dominado por la rabia. A la luz de la luna vio una inmensa estatua recostada sobre un estanque en forma de concha, y la delgada y erguida figura de Tonio Treschi ante ella.

En Roma abundaban las estatuas de ese tipo, estatuas cuyas dimensiones son tres o cuatro veces las de un hombre. Se encuentran en cada rincón, en cada grieta de la ciudad, ante paredes, sobre puertas, dominando una infinita variedad de fuentes. Aunque en un gran palazzo o una iglesia su presencia no resultaría extraña, la sensación que provocan en un lugar pequeño puede ser desasosegante, sobre todo si uno se las tropieza de manera inesperada. Porque entonces se impone el sentimiento de lo grotesco. Las estatuas resultan gigantescas en esos espacios reducidos y sin embargo parecen tan humanas a la vez que de un momento a otro podrían empezar a respirar y extender sus inmensas manos para aplastar a los que se hallan a su alrededor.

Los detalles de las estatuas impresionan por sí solos. Los músculos que se mueven bajo el mármol, las venas en las manos, las hendiduras de las uñas de los pies, pero el conjunto se revela pavoroso.

Guido notó aquella desagradable sensación cuando salió del claustro en busca de Tonio.

Un dios se recostaba contra la pared, su enorme rostro barbudo colgaba hacia delante y, a través de sus dedos, abiertos al cielo, corría agua, que goteaba en la superficie del estanque iluminada por la luna.

Tonio Treschi contemplaba el torso desnudo y las anchas caderas que se fundían en un trozo de tela dejando al descubierto una pierna de poderosos músculos sobre la que descansaba todo el peso del gigante.

Guido desvió la mirada de aquel dios monstruoso, vio la luz de la luna fragmentada en las diminutas ondas del agua. Entonces, por el rabillo del ojo, se percató de que el chico se había vuelto hacia él. Sintió aquellos ojos ávidos e implacables moverse sobre su figura.

– ¿Por qué me miras? -le preguntó Guido de pronto, y sin poder evitarlo lo agarró por el hombro.

Percibió el asombro del muchacho. La luz de la luna reveló que su rostro se contraía, la boca no le obedecía, se movía con torpeza, en silencio, como si intentase hablar.

Los contornos duros y brillantes de su rostro juvenil se disolvieron en la impotencia, compungidos. De haber podido, hubiera pronunciado una negativa. Comenzaba, se detenía, desistía, sacudía la cabeza.

Guido también se sentía impotente. Extendió la mano con la intención de tocar al muchacho, pero la dejó suspendida en el aire y vio horrorizado que el cuerpo del muchacho se desmoronaba.

El chico agachó la cabeza. Levantó las manos y se miró las palmas abiertas. Las alargó como si quisiera coger algo en el aire o pretendiera tan sólo contemplarse los brazos. Sí, se miraba los brazos; de repente su garganta emitió un sonido, un gemido ahogado.

Se volvió hacia Guido, jadeó como una fiera que luchara por hablar, con los ojos cada vez más abiertos y desesperados.

De pronto Guido lo comprendió todo.

El chico aún jadeaba, todavía mantenía levantadas las manos, las miraba y de repente se golpeaba el pecho con ellas, y aquel gemido sofocado se convirtió en un grito gutural cada vez más poderoso.

Guido lo tomó entre sus brazos y sujetó aquel cuerpo rígido con todas sus fuerzas hasta que sintió que se aflojaba y enmudecía.

Tonio, que había permanecido inmóvil mientras lo conducía a la cama en silencio, había susurrado una palabra: «monstruo».

Capítulo3

Cuando entraron en Nápoles era el primero de mayo, y ni siquiera el largo recorrido entre los campos de trigo verde los había preparado para el espectáculo que ofrecía la gran ciudad, bañada por el sol y descendiendo por la colina en un fulgor de paredes de tonos pastel y frondosos jardines en las azoteas que abarcaban entre sus brazos el panorama de la bahía azul claro, el muelle, una nube de velas blancas y el Vesubio, que lanzaba al nítido cielo su delgada columna de humo.

A medida que el carruaje avanzaba balanceándose con dificultad, lo iba rodeando aquel enjambre infatigable que constituía la población de la ciudad rebosante de vida gracias al fragante calor suspendido en el aire, carruajes que recorrían las calles, asnos que obstruían el paso, vendedores que pregonaban sus mercancías o se acercaban a las ventanas para ofrecer helados, agua de nieve, melones.

El conductor chasqueó el látigo, los caballos enfilaron colina arriba y a cada recodo de la callejuela, como por arte de magia, se abría ante ellos una nueva vista de la ciudad y el mar.

Aquello era el Edén. Y la certeza de ese pensamiento se abrió camino en el cerebro de Guido, que no pudo anticipar la sensación de bienestar que lo invadió.

No era posible contemplar aquel lugar con su profusión de plantas y flores, su abrupta costa y aquella siniestra montaña sin sentir brotar la alegría en lo más profundo del alma.

Captó el entusiasmo de los niños, sobre todo de Paolo, el más pequeño, que saltó al regazo de Tonio y sacó los hombros por la ventana. Incluso Tonio se había olvidado por completo de sí mismo e intentaba ver el Vesubio desde todos los ángulos.

– Pero si respira humo -musitó.

– ¡Respira humo! -repitió Paolo.

– Sí -corroboró Guido-. Sí, se repite a menudo desde hace mucho tiempo. No hagáis demasiado caso. Nunca se puede saber cuándo decidirá hacerse notar de verdad.

Los labios de Tonio se movieron en una muda plegaria.

Cuando los caballos entraron en el establo, Tonio fue el primero en apearse, con Paolo en brazos, y después de dejarlo en el suelo, lo siguió al patio. Sus ojos recorrieron las cuatro paredes que cercaban el claustro de arcos romanos cubierto casi enteramente por una rebelde y profusa enredadera, vibrante de pequeñas flores blancas con corolas en forma de trompeta y el rumor de miles de abejas.