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El sonido de los instrumentos fluía por las puertas abiertas. Tras los cristales de las ventanas aparecieron diminutos rostros. De la fuente, con querubines desgastados por el tiempo, colgados de su cornucopia abierta, brotaba un chorro generoso y silencioso en el que brillaban los rayos de sol.

El maestro Cavalla salió enseguida de su despacho y abrazó a Guido. El maestro, un hombre viudo cuyos hijos llevaban muchos años en el extranjero, sentía un amor especial por Guido, y él, que siempre lo había sabido, se sintió invadido por una repentina oleada de cariño hacia aquel hombre. El maestro parecía más viejo. De todas formas ¿no era eso inevitable?

Después de una bienvenida rutinaria, despidió a los dos niños y sus ojos se posaron en la elegante y remota figura del veneciano, que paseaba entre los naranjos del claustro, cuyas flores se habían convertido ya en diminutos botones de fruto.

– Tienes que explicarme de inmediato qué ocurre aquí -dijo el maestro en voz baja, pero al mirar a Guido de nuevo le dio otro cariñoso abrazo, estrechando contra sí a su antiguo alumno como si escuchara algún sonido lejano.

– Imagino que habrá recibido mi carta desde Bolonia, ¿no es así? -preguntó Guido.

– Sí, y todos los días me visitan hombres de la embajada veneciana. Insisten en acusarme de haber castrado a ese noble bajo este techo y amenazan con obtener el permiso para realizar una inspección.

– Bien, pues hágalos venir -gruñó Guido, aunque estaba asustado.

– ¿Por qué has llegado hasta ese extremo con el muchacho? -le preguntó el maestro sin alterarse.

– Cuando escuche su voz lo comprenderá -respondió Guido.

– Veo que eres el mismo de siempre, no has cambiado nada -sonrió el maestro.

Y tras unos momentos de duda, consintió en que, al menos de forma provisional, adjudicaran a Tonio una habitación privada en el desván.

Tonio subió las escaleras despacio. No pudo contenerse y miró hacia las abarrotadas aulas de prácticas, en las que cientos de alumnos tocaban diversos instrumentos. Violoncelos, contrabajos, flautas y trompetas dejaban oír su clamor en medio de la algarabía general, y al menos una docena de niños aporreaban los clavicémbalos.

Incluso en los pasillos, los alumnos, en sus asientos, atendían las lecciones. Un chico incluso practicaba con su violin en un rincón de la escalera y otro, que había convertido el descansillo en su lugar de trabajo, inclinó la cabeza cuando pasaron Tonio y Guido, sin apenas levantar el lápiz del papel al tiempo que armonizaba una composición.

Las escaleras estaban desgastadas por los muchos pies que las habían recorrido durante tantos siglos, y todo tenía un aspecto árido y de excesiva limpieza del que Guido nunca había sido consciente.

No podía adivinar lo que pasaba por la mente de Tonio, ignoraba que el muchacho jamás había estado sometido a las reglas o la disciplina de una institución.

Tonio tampoco estaba habituado a la presencia de otros chicos y los miraba como si constituyeran un fenómeno del todo insólito.

Desorientado, se detuvo ante la puerta del gran dormitorio donde Guido había pasado su infancia, y se volvió con evidente complacencia, para que Guido lo condujera hasta un pasillo del ático al que daba una habitación de techo inclinado que iba a ser la suya.

En su interior todo estaba limpio y dispuesto para algún ocupante especial, un castrato que hubiera destacado en sus últimos años de residencia en la institución. El propio Guido había dormido una vez en aquella estancia.

Los postigos de la ventana, que se abrían hacia dentro, estaban decorados con hojas verdes y grandes rosas pálidas. Una cenefa de esas mismas flores discurría en la parte superior de las paredes y brillantes ornamentos de esmalte cubrían el escritorio, la silla y el armario de madera rojo intenso con bordes dorados que esperaba las pertenencias de Tonio.

El muchacho miró a ambos lados y de pronto, por la ventana abierta, distinguió la distante cima azulada de la montaña. Avanzó hacia ella casi en trance.

Durante una eternidad contempló la estela de humo que se alzaba en línea recta hacia las leves e inconsistentes nubes y luego se giró hacia Guido. Sus ojos rebosaban de mudo asombro. De nuevo examinó el mobiliario de aquella pequeña estancia sin la menor censura o queja. Por un instante pareció satisfecho con lo que veía, parecía resignado a que el peso del dolor fuera una cruz que todo ser humano debiera sobrellevar, día a día, a cada momento, sin ninguna recompensa final. Se volvió otra vez hacia la montaña.

– ¿Te gustaría subir al Vesubio? -dijo Guido.

El rostro de Tonio se iluminó de tal forma que Guido se quedó sorprendido. Había aparecido de nuevo el muchacho, realzado por un suave resplandor.

– Si quieres, podemos ir un día -sugirió Guido.

Por primera vez Tonio le sonrió.

Pero la alegría de Guido se esfumó al ver que la luz abandonaba el rostro del muchacho cuando supo que debía entrevistarse con los representantes del gobierno veneciano.

– No deseo hacerlo -dijo Tonio en voz baja.

– No hay más remedio -sentenció Guido.

Cuando se reunieron en el gran despacho del maestro Cavalla situado en la planta baja, Guido comprendió la reticencia de Tonio.

Aquellos dos venecianos, a los que obviamente el muchacho no conocía, entraron en la estancia exhibiendo toda la pompa propia del siglo anterior. Ataviados con sus grandes pelucas y sus levitas, parecían galeones a toda vela entrando en un pequeño puerto.

Examinaron a Tonio con mal disimulado desdén y sus preguntas fueron concisas y hostiles.

En los ojos de Tonio había un leve temblor, se había quedado blanco como la cera y no cesaba de retorcerse las manos cruzadas a la espalda. Sí, respondió, había tomado aquella decisión por sí mismo, no, no, nadie de aquel conservatorio había influido en él. Sí, lo habían operado, no, no iba a someterse a ningún reconocimiento, no, ni siquiera sabía el nombre del médico que lo había hecho. No, ninguna persona del conservatorio estaba al corriente de sus planes…

Entonces el maestro Cavalla lo interrumpió, furioso, en un dialecto veneciano tan rápido y preciso como el de Tonio, para afirmar que el conservatorio albergaba a músicos, no a cirujanos.

– No tenemos nada que ver con esto.

Los venecianos lo observaron despectivamente.

Y a punto estuvo Guido de hacerlo también, pero consiguió disimular sus sentimientos.

Era obvio que el interrogatorio había terminado. Un pesado silencio se cernió sobre todos los presentes y pareció que el más viejo de los dos venecianos luchaba por controlar sus emociones. Finalmente carraspeó y con una voz grave, casi bronca, preguntó:

– ¿Tienes algo más que añadir, Marc Antonio?

Tonio tenía la guardia baja. Apretó con tanta fuerza los labios que éstos palidecieron y entonces, incapaz de hablar, negó con la cabeza, desviando los ojos hacia un lado, y agrandándolos un poco como si, de manera deliberada, quisiera nublar su visión.

– ¡Marc Antonio! ¿Lo hiciste por voluntad propia? -El hombre dio un paso hacia él.

– Signore -replicó Tonio, con una voz apenas reconocible-, es una decisión irrevocable. ¿Pretende hacer que la lamente?

El hombre vaciló, en un intento por evitar la respuesta a aquella pregunta. Con la mano derecha, levantó un rollo de pergamino que había llevado colgado todo el tiempo al costado. Con voz monótona se apresuró a decir con amargura:

– Marc Antonio, luché con tu padre en Oriente. Estuve en la cubierta de su barco en El Pireo. Me es doloroso decirte lo que ya sabes, que has traicionado a tu padre, a tu familia y a tu país. Por ello serás proscrito de Venecia para siempre. Por lo demás, tu familia te recluye en este conservatorio, donde deberás permanecer si deseas seguir recibiendo su apoyo.