El maestro estaba fuera de sí, hecho una furia. Miró estupefacto cómo se cerraban las puertas.
Entonces se sentó ante su escritorio, metió los documentos de Tonio en una bolsa de cuero negro y la apartó a un lado enojado.
Con un ademán, Guido le pidió que tuviera un poco de paciencia.
Tonio no se había movido, y cuando finalmente se volvió hacia el maestro, su rostro mostraba una estudiada expresión de completo vacío. Sólo lo delataba el trémulo fulgor rojizo de su ojos.
Pero el maestro Cavalla se sentía demasiado humillado, demasiado ultrajado, demasiado furioso como para darse cuenta de nada.
Murmuró entre dientes que los venecianos le habían parecido del todo ridículos y con un repentino estallido de ira gritó que sus sentencias no le importaban en absoluto.
– ¡Proscribir a niño! -balbuceó.
Vació la bolsa de Tonio, examinó su contenido y lo metió todo en el cajón superior del escritorio, que cerró con gesto mecánico.
Se incorporó para dirigirse a Tonio.
– Ahora eres alumno de esta institución -comenzó-, y debido a tu edad he permitido que, por ahora, tengas tu habitación privada en el ático, separado de los demás castrati. Tendrás que llevar la túnica negra con la faja roja, como los demás niños castrati. En este conservatorio nos levantamos dos horas antes del amanecer y las clases terminan a las ocho de la noche. Tendrás una hora de recreo después del almuerzo y dos horas de siesta. En cuanto hayamos evaluado tu voz…
– No tengo la menor intención de utilizar mi voz -replicó Tonio en voz baja.
– ¿Qué? -exclamó asombrado el maestro.
– No pienso estudiar canto.
– ¿Qué?
– Si lee esos documentos verá que quiero estudiar música, pero en ningún sitio se habla de canto… -El rostro de Tonio se endureció de nuevo, aunque la voz le temblaba.
– Maestro, permítame hablar con el chico… -intervino Guido.
– Tampoco pienso ponerme ningún uniforme que proclame que soy… que soy un castrati -prosiguió Tonio.
– ¿Qué significa todo esto? -El maestro se levantó, presionando con los nudillos sobre el escritorio hasta que se le volvieron blancos.
– Estudiaré música… teclados, instrumentos de cuerda, composición, lo que usted quiera, ¡pero no estudiaré canto! -aseguró Tonio-. ¡No cantaré ni ahora ni nunca! ¡Y no me vestiré como un capón!
– ¡Esto es una locura! -El maestro se volvió hacia Guido-. ¿No hay nadie en esas marismas del Norte que esté en sus cabales? Por el amor de Dios, ¿por qué consentiste en que te castraran? ¡Que venga el médico! -ordenó a Guido.
– El chico ha sido castrado, permítame intentar razonar con él, por favor.
– ¡Razonar con él! -El maestro lanzó una mirada feroz a Tonio-. Estás bajo mi autoridad y tutela -advirtió. Alargó con la mano el uniforme negro cuidadosamente doblado que estaba junto a él sobre la mesa y se lo acercó a Tonio-. Ponte ahora mismo el traje oficial de castrado.
– Ni hablar. Obedeceré en todo lo demás, pero no pienso cantar ni ponerme ese uniforme.
– Maestro, deje que se retire, por favor -le suplicó Guido.
En cuanto Tonio hubo salido, el maestro se dejó caer de nuevo en la silla.
– ¿Qué está ocurriendo aquí? Tengo doscientos alumnos bajo este techo, y no estoy dispuesto a…
– Maestro, permita que el chico siga el programa general y deme tiempo para hacerlo entrar en razón, por favor.
El maestro permaneció en silencio durante un rato. Luego, cuando su irritación se hubo aplacado, preguntó:
– ¿Has oído cantar a ese chico?
– Sí -respondió Guido-. Más de una vez.
– ¿Cuál es la calidad de su voz?
– Cuando está a solas -dijo Guido tras pensar unos instantes- lees una partitura nueva y cierras los ojos para oírla cantada… ésa es la voz que oyes en tu cabeza.
El maestro se tomó unos minutos para asimilar aquellas palabras, luego asintió.
– Muy bien, habla con él. Pero si eso no surte efecto, no acataré las órdenes de un patricio veneciano.
Capítulo4
Aquello era una pesadilla, aunque resultaba imposible despertar o librarse de ella. No tenía fin, y cada vez que abría los ojos continuaba allí.
Dos horas antes del amanecer sonó la primera campana. Se sentó erguido como si hubiesen tirado de él con una cadena, completamente bañado en sudor. Contempló el negro cielo sembrado de estrellas que flotaban lentamente hacia el mar, y por un momento, sólo por un momento, se sintió arropado por aquella belleza inefable, que como una mano se posaba sobre su cabeza.
No era posible que eso le estuviera ocurriendo a él, que estuviera en aquella habitación de techo bajo, a ochocientos kilómetros de Venecia, que le hubieran hecho aquello.
Se levantó, se lavó la cara, se dirigió tambaleante hacia el pasillo y bajó las escaleras con los otros treinta castrati que salían del dormitorio.
Doscientos alumnos se movían como termitas por aquellos corredores, en algún rincón lloraba un niño, pequeños sollozos, un llanto desesperado, y en completo silencio todos encontraban su lugar ante los clavicémbalos, violoncelos, mesas de estudio.
La casa cobraba vida con sonidos penetrantes, cada fragmento de melodía quedaba atrapado en la disonancia general. Se oían portazos. Se esforzó por escuchar al maestro, con la visión borrosa; las palabras del hombre exponían conceptos que apenas comprendía, los otros alumnos mojaban las plumas. Se sumergió en el ejercicio con la esperanza de que su significado se le revelase mientras lo escribía.
Sentado por fin ante las teclas, tocó hasta que le dolió la espalda, disipando las presiones y tristezas del día en aquellas escasas horas privilegiadas en las que ponía en práctica lo único que siempre había sabido hacer, y durante ese corto espacio de tiempo se equiparaba a esos chicos de su edad que, si no llevaban en el conservatorio desde la infancia, habían sido admitidos más tarde sólo gracias a su inmenso talento y preparación.
– Ni siquiera sabes cómo se coge el violín. ¿Es que nunca lo has tocado? -Se esforzaba por deslizar el arco sobre las cuerdas sin aquel chirrido disonante. Sentía un dolor agudo en el hombro que le hacía doblarse hacia delante constantemente, con el arco descendiendo sobre el atril que tenía ante sí.
Si pudiera sumergirse en la música aunque sólo fuese durante un minuto, sentir su inspiración, pero eso no formaba parte de la pesadilla. En esa pesadilla la música era ruido, penitencia, dos martillos que le golpeaban las sienes. Sintió el corte de la varilla en la mano y miró la ampolla, que reverberaba en todo su cuerpo, y la herida que parecía tener vida propia al tiempo que se abría.
Después, la mesa del desayuno. Boles de comida humeante que le provocaba náuseas. En su lengua todo se había vuelto arena, parecía que cualquier placer, por mínimo que fuera, le estuviera negado. No quiso sentarse junto a los demás castrati, pidió en voz baja, con cortesía, sentarse en otro sitio.
– Te sentarás ahí.
Retrocedió ante la figura que avanzaba hacia él, aquella mano que le empujaba, aquella orden perentoria.
Notaba que el rostro le ardía, le quemaba. Resultaba imposible contener aquel fuego. Todos los ojos de aquella silenciosa habitación posados en él, repasándolo de arriba abajo, «el príncipe veneciano», entendía esas palabras en dialecto napolitano. Todo el mundo sabía lo que le habían hecho, todos sabían que era uno de ellos, aquellas cabezas gachas, aquellos cuerpos mutilados, aquellos seres que no eran ni serían nunca hombres.
– ¡Ponte la faja roja!
– ¡No!
Esto no está ocurriendo. Nada de esto está ocurriendo. Sintió de repente deseos de levantarse y huir del comedor, salir al jardín, pero incluso aquella simple libertad de movimiento le estaba vedada. El silencio inmovilizaba al resto de los chicos, los ataba a su lugar en el banco.