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»¡Nunca volveré a cantar, ni para usted, ni para mí, ni para nadie!

La habitación estaba oscura aunque fuera, en el claustro, todo el cielo se había revestido de un mismo tono púrpura sobre los tejados más altos de las casas. Las sombras colgaban de las cuatro plantas del edificio hasta el jardín, donde sólo a retazos se distinguía alguna forma, las ramas rebosantes de naranjas y aquellos lirios centelleando en la penumbra, como candelas de cera. Tras las ventanas de múltiples maineles se distinguía el resplandor de algunas velas. Y desde lo más recóndito surgían los sonidos de la noche, los de los mejores músicos, y aquellas intensas y constantes melodías que, procedentes de los instrumentos, se escuchaban en cada piso.

No era una cacofonía, sólo un gran zumbido, como si aquel edificio estuviese vivo y canturreara, y Tonio experimentó una extraña de paz.

¿Era posible que se sintiera ya tan asqueado de toda aquella ira y amargura, que hubiera logrado desprenderse de ellas por unos instantes? No pensaba en Venecia, no pensaba en Carlo, no removía en los rincones de su mente donde persistían esos pensamientos. Su mente era más bien una sucesión de habitaciones vacías.

Experimentó una gran paz en aquel lugar que hubiera sido maravilloso de haber podido sentirla en todo momento.

Sí, aunque sólo sea por unos instantes, libérate.

Imagina, si quieres, que la vida todavía merece la pena, que es incluso agradable. Y que si quisieras, tal vez podrías acercarte a ese instrumento que aún está abierto, sentarte ante él, recorrer las teclas con los dedos y cantar. Podrías cantar sobre la tristeza, o acerca del dolor, un dolor imposible de expresar con palabras, un dolor que sólo puedes cantar. Eres capaz de todo, de veras, porque aquello que lo impedía se ha despegado como escamas desprendidas de un cuerpo que en realidad es humano, y que debido a una injusticia inhumana se ha transformado en un monstruo; pero ahora vuelve a ser libre para reencontrarse consigo mismo.

Permaneció tumbado con los ojos abiertos, en el estrecho banco donde quizás había dormido a veces Guido entre sus arduas sesiones, y pensó: sí, imagina eso el tiempo que puedas.

El cielo se oscureció. El jardín se alteró. El naranjo de debajo del arco, rodeado de sombras un instante antes, había perdido por completo su contorno. No se veían la fuente ni los lirios blancos, y al otro lado del patio, destacaba la única claridad que como miles de faros en la oscuridad emitían las luces en las ventanas.

Se quedó inmóvil, maravillado de que le permitieran seguir allí, en aquella habitación vacía, y caer en un sueño tan profundo y liberador.

Poco a poco, fue cobrando fuerza la idea de que, con el cristal entornado y la puerta cerrada, podía acercarse a ese clavicémbalo, posar las manos sobre él y… Pero no, si iba demasiado lejos, lo perdería todo. Cerró los ojos de nuevo.

El simple recuerdo de su voz le resultaba insoportable. Le resultaba insoportable pensar, ni siquiera por un instante, en aquellas noches vagando por las calles de Venecia cuando, perdidamente enamorado del sonido del canto, había caído en las redes de su hermano. Si dejaba que el pasado afluyera a su mente, volvería a pensar en todo aquello, de la misma manera obsesiva e incesante, preguntándose qué dirían en esos momentos de él, si alguien creería que lo había hecho por su propia voluntad, tal como se había informado.

Pero ésa no era la cuestión, el problema era que si dejaba surgir aquella voz, si la liberaba, ya no sería la voz de aquel muchacho que cantaba con tanta exuberancia, sino la de una criatura que ya no cambiaría. La sola idea lo mortificaba, era como rendirse ante sus enemigos y representar para siempre aquel personaje de auténtica pesadilla que habían escrito para él, su vida sería entonces una ópera en la que le correspondería ese horrible papel.

Vergüenza, era vergüenza lo que sentía ante el mero recuerdo de ese sonido.

También podía, por qué no, quitarse la ropa y dejarles ver las cicatrices, aquel marchito y vacío…

Contuvo el aliento y se detuvo. Estaba sentándose cuando oyó que se abría la puerta, alzó las manos para sujetarse la cabeza.

Estaba seguro de que era Guido quien había entrado aunque no sabía por qué, el mundo real parecía tirar de él otra vez, dispuesto a arrastrarlo consigo.

Alzó los ojos, resignado a rendirse al maestro una vez más y vio que se trataba del maestro di cappella, el signore Cavalla, quien se encontraba ante él, con su espada entre las manos.

– Cógela -susurró.

Tonio no comprendía. Entonces vio el puñal en el escritorio, sus pistolas, y la bolsa que se había quedado el maestro el día de su llegada.

El rostro del hombre tenía un tono ceniciento. Su enojo había desaparecido, y había dado paso a una emoción sobrecogedora que Tonio no identificó. No entendía nada.

– No tiene sentido que permanezcas por más tiempo en este sitio -dijo el maestro-. He escrito a tu familia en Venecia para comunicarles que tomen otras medidas. Tú ya no tienes por qué quedarte. Márchate.

Se detuvo. Incluso en las sombras, Tonio percibió que la mandíbula le temblaba, pero no era de ira.

– Sí. Han llegado tus baúles. Tu carruaje está en el patio del establo. Márchate.

Tonio no dijo nada. Ni siquiera cogió la espada.

– ¿Es una decisión del maestro Guido? -preguntó.

El signore Cavalla se hizo a un lado y dejó la espada sobre la cama. Después se irguió y observó a Tonio durante un prolongado instante.

– Me… me gustaría hablar con él -dijo Tonio.

– No.

– ¡No puedo marcharme sin hablar con él!

– No.

– Pero no puede prohibirme que…

– Mientras estés bajo este techo, puedo prohibirte lo que quiera -replicó el maestro-. Ahora, vete de aquí y llévate la amargura que has traído contigo. ¡Vete!

Confundido Tonio siguió con la mirada al maestro cuando éste salió de la habitación.

Se quedó inmóvil.

Se ciñó la espada, las pistolas y el puñal. Cogió la bolsa y abrió despacio la puerta.

El pasillo que daba a la entrada principal del conservatorio estaba vacío. El despacho del maestro tenía la puerta entornada, cierto aire de descuido impregnaba aquella oscura caverna que siempre permanecía cerrada.

En el edificio reinaba el más completo silencio. Hasta la gran aula de prácticas, que a aquella hora siempre albergaba a algunos chicos, se hallaba desierta.

Tonio recorrió el pasillo y miró hacia el vestíbulo que se extendía hasta la parte trasera del edificio, donde unas luces ardían tras una puerta.

Le pareció reconocer la silueta del maestro di cappella, y entonces esa figura empezó a acercarse con pasos lentos y rítmicos, envuelta en sombras. En su aproximación había algo deliberadamente misterioso. La contempló con una vaga e incómoda curiosidad hasta que ambos volvieron a estar de nuevo cara a cara.

– ¿Quieres ver el resultado de tu obstinación? ¿Quieres verlo con tus propios ojos?

La mano del hombre se cerró alrededor de su muñeca y tiró de él. Tonio se resistió, pero el maestro continuó arrastrándolo.

– ¿Adónde me lleva? -preguntó-. ¿Para qué?

Silencio.

Caminaba deprisa, haciendo caso omiso del dolor que sentía en la muñeca, con los ojos clavados en el perfil del maestro.

– ¡Suélteme! -exclamó cuando llegaron ante la última puerta. Pero el maestro tiró con furia de él y con un empujón lo hizo entrar en la habitación iluminada.

Durante unos instantes no distinguió nada. Alzó la mano para evitar ser deslumbrado por el resplandor de las luces y entonces vio una hilera de camas y un enorme crucifijo colgado en la pared. Junto a cada cama había un armario. El suelo estaba desnudo, y el olor a enfermedad flotaba en aquel largo dormitorio, ocupado por dos chicos en un extremo que parecían dormidos.