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Una vez que se encontró a salvo en la intimidad de su habitación, se echó a reír. Suponía que el precepto «compórtate como si fueras un hombre» sería su armadura contra las humillaciones, lo que no había previsto era que surtiera efecto con todo lo demás. Empezaba a comprender que la revelación que había tenido en el Vesubio era más un modo de conducta. Si no mostraba sus verdaderos sentimientos, su existencia sería más llevadera.

Lamentaba profundamente, por supuesto, el daño causado a Lorenzo. No porque el muchacho le suscitase compasión, sino porque más adelante podría crearle problemas.

Aún se hallaba pensando en aquello cuando, una hora después del anochecer, oyó a los castrati de más edad en el pasillo, los responsables de que hubiera orden en el dormitorio, los que habían entrado con Lorenzo en su habitación para vejarlo.

En aquellos instantes se sentía preparado para abordarlos. Los invitó a pasar, les ofreció una botella de un vino excelente que había comprado en el albergo del puerto, se disculpó por la falta de tazas y vasos, pero enseguida rectificó. ¿Querían tomar un trago con él? Con una seña les indicó que se sentaran en la cama, cogió la silla del escritorio y les pasó la botella. Repitió el gesto de nuevo al ver que les había gustado.

En realidad no podían resistirse.

El veneciano ejecutaba sus movimientos con una autoridad tal que no estaban seguros de si podían declinar la invitación.

Era la primera vez que Tonio los estudiaba detenidamente, y mientras lo hacía empezó a hablar. En voz baja comentó alguna intrascendencia sobre el clima de Nápoles y sobre unas cuantas peculiaridades del lugar para que el silencio no fuera abrumador.

Sin embargo, no daba la impresión de ser locuaz porque en realidad no lo era.

Trataba de juzgarlos, de determinar quién de ellos, si es que había alguno, debía lealtad a Lorenzo, que seguía en cama porque la herida se le había infectado.

El más alto era Giovanni, originario del norte de Italia, tenía unos dieciocho años y estaba dotado de una voz aceptable que Tonio había escuchado en el estudio de Guido. Nunca cantaría en la Ópera, pero era un buen maestro para los chicos más jóvenes y al cabo de un tiempo muchos coros de iglesia lo reclamarían. Llevaba el cabello negro y lacio recogido austeramente en una trenza con una sola cinta de seda negra. Su mirada era transparente, insípida, cobarde tal vez.

Parecía dispuesto a aceptar a Tonio.

Luego estaba Pietro, el rubio, también del norte de Italia, el que tantas veces había susurrado a Tonio epítetos humillantes y luego había vuelto la cabeza como si no hubiera dicho nada.

Tenía mejor voz, un contralto que algún día podía llegar a ser reconocido, pero por lo que Tonio había escuchado de él en la iglesia, le faltaba algo. Quizá pasión, imaginación tal vez. Bebía vino con una ligera expresión de burla, y sus ojos eran fríos y desconfiados. Sin embargo, cuando Tonio se dirigió a él, pareció derretirse de inmediato. Si Tonio le hacía preguntas, adornaba las respuestas. Lo que reclamaba pues, era atención.

Hacia el final de aquella breve visita, intentó halagar a Tonio y causarle una buena impresión, como si Tonio fuera el mayor, lo cual no era cierto, o, mejor aún, como si Tonio fuese su superior.

Por último estaba Domenico, de dieciséis años. Era tan exquisitamente hermoso que podía pasar por una mujer. El tórax, que se le había expandido por la impostación de la voz, y la flexibilidad de sus huesos de eunuco le daban un aspecto femenino, con una cintura estrecha y un ensanchamiento sobre ella que sugería unos senos, aunque de un modo tan sutil que a muchos podía pasarles inadvertido. Sus oscuras pestañas y sus rosados labios tenían un brillo que parecía pintado. No lo era, por supuesto, y en los dedos llevaba una serie de anillos que reflejaban la luz mientras utilizaba las manos con gracia deliberada para componer unos lánguidos movimientos. El cabello negro que le caía en rizos naturales hasta los hombros resultaba quizá demasiado largo. No habló en absoluto, lo cual hizo advertir a Tonio que nunca había oído el sonido de la voz de Domenico, ni cantando ni hablando. Aquello lo intrigó. Domenico se limitaba a mirar: había visto cómo apuñalaba a Lorenzo sin alterar su expresión.

Mientras tomaba la botella de vino tras limpiarse los labios con una servilleta de encaje, clavó los ojos en Tonio con una mirada perturbadora. Parecía juzgar al recién llegado bajo una nueva luz. Tonio pensó: «Esta criatura es tan consciente de su belleza que está más allá de toda vanidad.»

En la siguiente producción operística que se llevaría a cabo en el pequeño escenario del conservatorio, Domenico tendría el papel de la prima donna y Tonio se descubrió de pronto fascinado ante la perspectiva de ver a aquel muchacho transformado en una chica. Imaginó las cintas del corsé ceñidas en torno a su cintura y se ruborizó, perdiendo el hilo de lo que Giovanni le explicaba.

Procuró desviar sus pensamientos. Pero entonces empezó a desconcertarlo la idea de que se trataba de una mujer en pantalones. Incómodo, respiró con dificultad. Domenico ladeó la cabeza ligeramente, casi sonreía. A la luz de la vela su piel parecía de porcelana, y tenía un pequeño hoyuelo en la barbilla que sugería virilidad, lo cual lo hacía aún mucho más desconcertante.

Cuando se hubieron marchado, Tonio se sentó en la cama meditativo. Apagó la vela, se tumbó y trató de dormir, pero como no podía conciliar el sueño imaginó que se hallaba en el Vesubio. Percibió de nuevo aquel temblor de tierra, lo notó sobre los párpados.

Este recurso se convirtió en un ritual para él durante muchos años: sentir cada noche que la tierra se estremecía mientras escuchaba el rugido de la montaña.

Capítulo2

Después de aquella primera noche, sin embargo, Tonio no tuvo verdadera necesidad de recurrir a subterfugios para conciliar el sueño. A la mañana siguiente, aunque su cuerpo seguía magullado por la noche pasada en la montaña, se despertó de un humor excelente. Iba a iniciar sus estudios con Guido de inmediato.

Incluso los colores y las fragancias del conservatorio lo seducían. Le gustaba especialmente el aroma que flotaba en los vestíbulos y que él relacionaba con los instrumentos de madera. Lo subyugaban los sonidos con que cobraban vida las aulas de prácticas.

Tras disfrutar de un desayuno un tanto frugal, que consistió sobre todo en leche fresca, se descubrió extasiado con las estrellas matutinas que veía asomar por encima del muro desde la ventana del refectorio.

El aire tenía la textura de la seda, y su calidez tentadora casi lo incitaba a salir desnudo al exterior.

Estar levantado tan temprano le resultaba vigorizante.

Hasta Guido Maffeo parecía tener mejor aspecto.

El maestro estaba ante el clavicémbalo, haciendo anotaciones con el lápiz, y daba la impresión de llevar horas trabajando. La vela se había consumido casi por completo, la oscuridad se convertía en bruma al otro lado de la ventana, y tras esperar en un banco Tonio examinó por primera vez los detalles de aquel pequeño estudio.

Era una habitación con muros de piedra y sólo una simple estera de junco amortiguaba la dureza del suelo. Sin embargo, todo el mobiliario -el clavicémbalo, el alto escritorio, la silla y el banco- estaba profusamente decorado con motivos florales pintados y reluciente esmalte y parecía palpitar en contraste con las frías paredes. El maestro, con su levita negra y el pequeño corbatín de lino, adquiría un aire sombrío y clerical, perfectamente acorde con ese escenario.

No siempre la impresión que producía era tan terrible, pensaba Tonio; en realidad, no carecía de atractivo. Sin embargo, su expresión se revestía a menudo de ira, y aquellos ojos castaños, demasiado grandes para su rostro, lo dotaban de un aire amenazador. Aunque, en conjunto, resultaba un rostro cambiante y expresivo, una mezcla de turbulencia y cariño que, sin poderlo evitar, lo fascinaba.