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En cualquier caso, era esencial ejercer un control absoluto. El volumen en este caso tampoco era importante. El tono debía también alcanzar una belleza pulida. De nuevo pasaron días y días durante los cuales Tonio repitió ese ejercicio hasta la saciedad, primero en tono de la, luego en tono de mi y después en tono de do, para volver siempre al Accentus.

Todo aquello se desarrollaba en el tranquilo estudio de Guido. La voz resonaba en las paredes de piedra, sin acompañamiento del clavicémbalo, y el maestro estudiaba a su discípulo como si percibiera sonidos que el propio Tonio no alcanzaba a oír.

A veces Tonio advertía que su desprecio por aquel hombre era tanto que hubiera podido agredirle físicamente. Le producía placer imaginar que golpeaba a Guido, y luego ese mismo pensamiento lo avergonzaba.

No obstante, tras aquellos callados conatos de ira, Tonio era consciente de que lo que de veras lo torturaba era darse cuenta de que Guido experimentaba un desdén absoluto hacia él.

Al principio se había dicho: «Es su manera de ser, es un bárbaro.» Pero Guido nunca estaba satisfecho con él, rara vez se mostraba cortés, y su brusquedad habitual parecía ocultar siempre una profunda antipatía y disgusto. Había momentos en los que Tonio sentía ese desprecio de una manera más palpable que si el maestro lo hubiese manifestado en voz alta, y el pasado con su abominable humillación amenazaba con seguirlo hostigando.

Entonces, temblando de furia, Tonio le ofreció lo único que quería: la voz, la voz, la voz. Después, mientras trataba de conciliar el sueño, repasó minuciosamente todas las experiencias del día en busca del más leve indicio de aprobación por parte de su maestro.

Sin poder evitarlo, Tonio deseaba despertar algún afecto en su maestro, anhelaba que Guido expresara algún signo de interés, por mínimo que fuera.

Por las mañanas, intentaba entablar conversación. ¿No hacía más calor ese día? ¿Qué ocurría en el teatro del conservatorio? ¿Cuántos años pasarían antes de que pudiera participar en las óperas de la escuela? ¿Le permitirían ver la que estaban preparando?

Por toda respuesta Guido emitía unos gruñidos, aunque de forma más bien impersonal. Luego alzaba de repente la cabeza de la partitura y decía:

– Muy bien, hoy vamos a sostener estas notas el doble. Quiero una Esclamazio perfecta.

– Ah, la perfección, siempre la perfección, ¿verdad? -replicaba Tonio entre susurros.

Guido ignoraba estos comentarios.

A veces eran las diez de la noche cuando Guido lo dejaba marchar, y Tonio seguía oyendo la Esclamazio en sueños. Se despertaba con aquellas líquidas notas en los oídos.

Por fin pasaron a la primera variación.

Lo que Tonio había aprendido hasta entonces eran las bases necesarias para conseguir el control de la respiración y el tono, y una atención absoluta hacia la partitura.

Pero el proceso de adornar una melodía era más complicado. No se trataba tan sólo de aprender nuevos sonidos o escalas, debía adquirir cierto sentido que le permitiera saber cuándo añadirlos a una melodía.

La primera variación que aprendió se llamaba tremolo. Consistía simplemente en cantar la misma nota cambiando el tempo. Tomaba una nota y la cantaba repetidamente con una fluidez y un control perfectos mientras los sonidos se mezclaban entre sí, aunque los ritmos eran nítidos como explosiones recurrentes.

Cuando su mente había llegado al agotamiento, cuando aquel artificio ya le salía con cierto grado de naturalidad, pasó al trillo, que consistía en pasar rápidamente de una nota a otra más alta, para volver de nuevo a la primera, y así sucesivamente, y con rapidez, en una única y larga respiración, como lamilamilamilamilamilamila.

Tras largas semanas con el Accentus y las extensas y opulentas notas de la Esclamazio, aquello le resultó casi divertido. El desafío que suponía adquirir poder y dominio sobre su voz le resultaba cada vez más subyugante.

Cada día caía con más facilidad en el trance hipnótico de la música y cada día éste parecía alargarse. A veces, durante las lecciones de antes de la cena, Tonio cobraba aliento y ejecutaba aquellos ejercicios con una gracia y un desapego plenos de inspiración.

No era él quien estaba allí. Se había convertido en su voz. La pequeña habitación se hallaba sumida en la oscuridad. La luz de la vela titilaba sobre los garabatos de la partitura y los sonidos que escuchaba parecían procedentes de otro mundo y producían en su mente un gran destello abstracto que casi lo aterrorizaba.

Seguiría adelante, nada le haría detenerse.

Se había hecho muy tarde.

En algunas ocasiones, el maestro di capella entraba en el estudio y anunciaba que ya era hora de dejarlo. Tonio se sentaba en el banco, apoyaba la cabeza en la pared y la movía en sentido circular; Guido se explayaba con el clavicémbalo y la estancia se inundaba de sus ricos y campanilleantes sonidos. Cuando observaba a su maestro, Tonio sentía un inmenso vacío en el cuerpo y el alma.

Entonces Guido le ordenaba:

– Sal de aquí.

Tonio, un tanto asombrado y humillado, subía a su cuarto y se dormía al instante.

Tonio tenía la impresión de que ya no le daban arias para que disfrutase y que incluso las horas dedicadas a la composición se habían reducido para permitirle concentrarse más en los ejercicios.

Si mostraba la más leve tensión en la voz, Guido interrumpía de inmediato. A veces, Tonio descansaba mientras los demás alumnos tomaban sus lecciones, ensimismado en sus errores, en sus limitaciones invencibles o laboriosamente superadas.

Había momentos en los que, contemplando aquellas sesiones, era un consuelo para Tonio comprobar que Guido despreciaba a los demás alumnos tanto como a él. A veces lo consolaba, aunque otras lo hacía sentirse peor, y cuando Guido pegaba a sus alumnos, lo cual ocurría con frecuencia, Tonio se sulfuraba.

Un día, después de que Guido hubiese pegado al pequeño Paolo, el chico que había viajado con ellos desde Florencia, Tonio perdió los estribos y le dijo de manera categórica que era un palurdo, un zafio, un campesino con levita, un oso bailarín.

De todos los pequeños que a menudo despertaban su afecto o incluso su compasión, Paolo era su preferido. Sin embargo, aquel detalle era irrelevante frente a la injusticia cometida. Paolo había agotado la paciencia de su maestro. Era travieso por naturaleza, siempre sonriente y de risa fácil, y eso, más que ninguna otra cosa, era lo que le había hecho ganarse el castigo. Tonio estaba furioso.

Pero Guido se limitaba a reír.

Introdujo a Tonio en la culminación final de todas sus lecciones anteriores, el canto de los pasajes.

Se trataba de tomar una línea del pentagrama y fragmentarla en varias notas más breves, manteniendo intacto el sentido verbal del pasaje y la pureza temática subyacente. Guido utilizó como ejemplo la palabra sanctus, para la cual el compositor podía escribir dos notas, la segunda más alta que la primera. Pero Tonio tenía que dividir el primer sonido sanc, en siete u ocho notas de distinta duración, subiendo y bajando para finalmente ascender suavemente hasta la segunda nota o sonido, tus, que también debía ser dividida en siete u ocho notas, y luego terminar con una alegre conclusión de esa segunda nota.

Practicar esas variaciones y pasajes a medida que Guido los escribía sólo era el principio. Después, Tonio tendría que aprender a captar la estructura básica de cualquier composición y crear sus propias variaciones con elegancia y un perfecto sentido del ritmo; debía saber cuándo intensificar una nota, cuánto tiempo mantenerla, si debía romper un pasaje en notas de igual o distinta duración y cuán lejos debía llegar en la complejidad de las escalas. Era imprescindible también articular la letra de una cantata o una aria de modo que, pese a toda aquella exquisita ornamentación, no se perdiera el significado de las palabras.