En eso consistía, fundamentalmente, la disciplina que Guido debía impartir a Tonio. Lo demás vendría por añadidura.
Por lo general, un alumno tardaba cinco años en dominar esta técnica, pasando del Accentus a la Esclamazio y las variaciones de forma mucho más lenta. Pero Guido se había dado prisa con Tonio por razones muy obvias: para evitar que el muchacho se aburriera y porque había dado muestras de asimilar los nuevos conocimientos con rapidez.
Era capaz de trabajar a la vez todos los aspectos de su técnica vocal y por esa razón Guido empezó a escribir para él vocalizaciones más y más complicadas. Guardaba muchos libros antiguos pertenecientes a maestros del siglo anterior y de principios del XVIII, pero al igual que muchos de ellos, escribía sus propias composiciones porque sabía qué era exactamente lo que Tonio necesitaba.
En cuanto a Tonio, cuando comprendió que aquello constituía la base de sus estudios y que el camino a recorrer era el perfeccionamiento de su voz mediante aquellos ejercicios hasta adquirir la intensidad, la consistencia y la belleza de una serie de campanas perfectamente fundidas que tañeran una y otra vez con idéntica intensidad, se echó a llorar con la cabeza entre las manos delante del clavicémbalo.
Su mente y sus músculos estaban tan agotados que tenía la sensación de que nunca hasta entonces había experimentado lo que era el sueño o el cansancio. No le importó que Guido Maffeo lo mirase iracundo.
Odiaba a su maestro tanto como Guido lo odiaba a él. Y eso que se había prometido someterse a esas exigencias, en su propio beneficio, para su propio placer… De repente lo invadió el pánico. Si prescindía de todo aquello, ¿qué le quedaría?
Notaba que su cuerpo iba a la deriva, que perdía el equilibrio y, como en una revelación, fue consciente del sustrato de sueños que por las mañanas se disipaban en su memoria. Una pequeña puerta amenazaba con abrirse a la pesadilla, al vacío, y lloró con amargura, deseoso de que Guido Maffeo lo dejara a solas con su hastío, de que se marchara. Justo lo que el maestro iba a decirle al cabo de un momento.
– ¡Márchate de aquí!
– Tengo la voz áspera -dijo por fin-. Es desigual, se intensifica y se me quiebra en la garganta sin que yo pueda hacer nada por controlarla. Lo único que he aprendido hasta ahora es sencillamente a oír lo mala que es.
Guido lo observaba furioso. Luego, su rostro perdió toda expresión.
– ¿Puedo ir a acostarme? -preguntó Tonio.
– Todavía no -respondió Guido-. Sube a tu cuarto y vístete. Vendrás conmigo a la Ópera.
– ¿Qué? -Tonio levantó la cabeza. Apenas daba crédito a lo que acababa de escuchar-. ¿Salimos? ¿Vamos a la Ópera?
– Si dejas de gritar como un crío, sí. Ve a vestirte ahora mismo.
Capítulo3
Tonio subió las escaleras de dos en dos. Se mojó la cara con agua fría y comenzó a rescatar del armario los elegantes atuendos que no había lucido desde que abandonara Venecia. En un instante estuvo vestido con una chaqueta de brocado azul, su encaje blanco más hermoso y con zapatos de hebilla vidriada. Luego se sujetó la espada y bajó a toda prisa a la habitación de Guido.
Entonces recordó que lo despreciaba y que no era un niño al que nunca hubieran llevado a la Ópera, pero lo olvidó al instante. Se sentía tan feliz que le resultaba incomprensible. Casi reía.
En ese momento apareció Guido. Tonio, que esperaba verlo ataviado con su atuendo clerical de color negro, se quedó estupefacto. El maestro llevaba una chaqueta de color chocolate intenso que hacía juego con sus ojos, el cabello cuidadosamente peinado y un chaleco de seda dorada. A la luz de la puerta del conservatorio, la pechera de encaje, aunque no era ni mucho menos tan lujosa como la de Tonio, relucía casi luminiscente y sus ojos se veían tan grandes que resultaban desconcertantes. Sólo con que hubiera dado la menor muestra de complacencia, o hubiese esbozado la más leve de las sonrisas, sin duda alguna hubiera resultado atractivo. Pero su expresión era tan hosca y taciturna como siempre.
Tonio, al verla, se puso en guardia. Lo siguió en silencio hasta la primera esquina, donde detuvieron un cabriolé que los llevó al teatro San Bartolommeo.
Se trataba de un antiguo edificio, resplandeciente de luz y completamente abarrotado. Las salas de juego bullían de humo y alboroto, y la representación ya había comenzado ante un público inquieto y charlatán. Era el teatro de Nápoles dedicado a la ópera heroica, la ópera seria, frecuentado por la aristocracia, que llenaba la primera fila de palcos.
Para Tonio fue una visión. Era como si nunca antes hubiera presenciado semejante esplendor, ni se hubiese criado entre candelabros de cristal de Murano, ni jamás hubiera visto tal derroche de velas de cera.
Guido había adoptado una nueva dignidad y sus ojos cobraban un brillo distinto: parecía casi un caballero. Compró el libreto y la partitura y no llevó a Tonio a los ruidosos palcos superiores, sino a los asientos más caros de la platea, junto a los focos.
El primer acto iba sólo por la mitad, lo que significaba que aún faltaban las arias principales. Cuando se hubo acomodado, Guido atrajo a Tonio hacia sí.
«¿Ésta es la bestia que desde hace un mes no hace otra cosa sino gruñir?», pensó Tonio. Aquella actitud lo confundía hasta tal punto que no podía apartar los ojos del maestro.
Había dos castrati, explicó Guido, y una hermosa prima donna; sin embargo, aseguró que sería el viejo eunuco quien cantaría mejor que nadie, y no porque tuviera una voz hermosa, sino porque dominaba la técnica a la perfección.
Tan pronto como el castrato comenzó a ejecutar una pieza, Tonio quedó cautivado. La voz era sedosa, desprendía ternura, y el público le dedicó una gran ovación.
– ¿Y eso no es una gran voz? -preguntó Tonio entre susurros.
– Las notas altas eran todo falsetes porque su voz no posee un gran registro, pero tiene un control tan preciso del falsete que no lo notas. Escúchalo bien y verás a qué me refiero. En cuanto al tempo, lo escribieron para él, y es lento justamente para permitirle seguirlo sin dificultad. En realidad, lo único que le queda es la escala media, el resto es pura técnica.
A medida que la velada avanzaba, Tonio descubrió que Guido tenía razón. Mientras, la pequeña prima donna había cautivado a todo el público con su manera de cantar espontánea y sentimental; no obstante se había criado en las calles, observó Guido, cantando al igual que hacía Tonio, y aunque sus notas altas producían escalofríos, apenas controlaba las notas bajas. Se perdían entre los sonidos del clavicémbalo. Sus labios se movían pero de ellos no brotaba nada.
El castrato joven fue otra sorpresa, porque se trataba de un buen contralto, algo que Tonio rara vez había escuchado en un hombre. Su voz era sedosa, tenía una textura aterciopelada, pero cuando subía mucho se quebraba.
Cualquiera de aquellos dos jóvenes hubieran podido cantar mejor que el viejo en virtud de su talento, pero ninguno de ellos sabía cómo hacerlo, y una y otra vez era el viejo castrato quien avanzaba hacia los focos y el público guardaba silencio para escucharlo.
Guido no se conformaba sólo con las voces. Atrajo la atención de Tonio hacia la partitura, le explicó cómo se habían añadido las distintas arias para las diversas voces, las pequeñas lides que tenían lugar entre el joven castrato y la prima donna, por qué el viejo evitaba moverse cuando cantaba, ya que, de haber gesticulado con aquellos brazos tan largos y delgados, hubiese parecido un bufón. El castrato joven era guapo, eso al público le gustaba, y sus poses eran elegantes, a imitación de las estatuas clásicas. La pequeña prima donna no dominaba las técnicas de respiración pero ponía mucho sentimiento.