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Cuando bajó el telón, Tonio había bebido vino, mucho vino en los entreactos y discutía acaloradamente con Guido acerca de si la partitura era sólo una flagrante imitación de Scarlatti o se trataba realmente de algo nuevo. Guido afirmaba que en ella había originalidad, que Tonio tenía que escuchar más compositores napolitanos y, casi sin darse cuenta, se encontraron caminando por el vestíbulo, empujados por la excitada multitud.

Hombres y mujeres se acercaban a hablar con Guido y los carruajes iban llegando ante las puertas abiertas.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Tonio. Estaba aturdido, y cuando el coche arrancó con una sacudida, estuvo a punto de perder el equilibrio. Se dio cuenta de que sentada delante de él había una mujer que se reía de él. Tenía el cabello negro y un cuello blanco como la leche. Sólo la fina gasa de sus mangas le cubría los brazos y pudo apreciar unos pequeños hoyuelos en sus manos.

Tonio no recordaba haber entrado en la casa. Caminó por una interminable sucesión de habitaciones, salpicadas todas ellas con los vibrantes colores que tanto gustan a los napolitanos, muebles dorados con adornos esmaltados arrimados a las paredes, ventanas ocultas tras cortinas de brocado rematadas con borlas y candelabros incrustados de cera blanca y ribeteados de suave luz. Cientos de músicos, agrupados en distintas orquestas, acariciaban y soplaban sus lujosos instrumentos para colmar las amplias salas de mármol de una música apasionada y casi violenta.

Bandejas con copas de vino blanco flotaban en el aire. Tonio cogió una y se la bebió entera, luego tomó otra, y también la apuró mientras el criado, con peluca y chaqueta de satén azul, permanecía inmóvil como una estatua.

De repente se sintió perdido. Hacía mucho rato que no veía a Guido; innumerables mujeres lo abordaban, una tras otra, hablándole en francés, inglés o italiano. Una mujer madura avanzaba hacia él, y entonces extendió su largo brazo como si fuera una caña y lo atrajo hacia sí hasta que sus secos labios se posaron sobre su pecho.

– Niño radiante -le dijo en dialecto napolitano.

Se soltó de ella, perdió el equilibrio y sintió la urgencia de huir. Mirase adonde mirara le parecía ver pieles perfectas, las pequeñas protuberancias de unos pechos bajo una tira de encaje. Una mujer cuya risa era tan violenta que le impedía respirar se sujetaba los pechos con las manos como si fueran a reventar las costuras de su vestido de tafetán estampado, y al ver a Tonio, ocultó los labios tras un abanico de encaje blanco en el que se abría un arco de rosas rojas.

Tonio se tambaleaba junto a una mesa de billar. Entonces divisó en el otro extremo de la sala a un hombre demacrado y consumido, con una piel tan blanca que se le transparentaban los huesos bajo la carne, que lo miraba y le sonreía.

Por unos instantes no supo de quién se trataba, pero estaba seguro de conocerlo. De pronto recordó que era aquella visión de la muerte, aquel cadáver viviente que se le había acercado mientras yacía en el Vesubio. Se encaminó hacia aquel hombre. Sí, era la misma agonía sólo que ataviada con una frívola chaqueta de brocado dorado que le daba un aspecto vulgar, como las estatuas de mármol de las iglesias a las cuales los fieles vestían con prendas de tela.

El hombre llevaba una peluca empolvada, y sus ojos, hundidos y rodeados de sombras, se movieron casi con ternura sobre Tonio a medida que éste se le acercaba.

Otra copa de vino, el frágil cristal en sus manos. Estaba justo frente al hombre y se miraban el uno al otro.

– Veo que estás sano y salvo -dijo el hombre con voz hueca y quebrada. Al momento, como abatido por el dolor, se llevó el pañuelo a los labios, mostrando los anillos de los dedos ensartados en blancos huesos, se dobló ligeramente hacia delante y un torbellino de faldas lo envolvió.

– Quiero salir de aquí-susurró Tonio-. Tengo que salir de aquí.

Se le acercó otra mujer, a quien observó con tanta lujuria que ella retrocedió ofendida. Se volvió y, dando tumbos, llegó a un comedor vacío con una larga mesa dispuesta con suntuosas vajillas y flores recién cortadas para unas cien personas.

Al fondo de la estancia, junto a una de las ventanas de amplios arcos, se encontraba una mujer joven y sola que lo observaba.

Durante un instante creyó que era la pequeña prima donna de la ópera, y lo invadió una oleada de desesperación. Oyó la riqueza de su voz, sus intensos agudos; vio de nuevo sus pequeños pechos, debatiéndose con su inexperta respiración, y sintió que la desesperación daba paso al pánico.

Pero no se trataba de ella. Era otra mujer joven con el cabello igualmente hermoso y los ojos azules, aunque más alta y algo más corpulenta. Tenía una mirada triste, casi sombría. Lucía un sencillo vestido de seda violeta sin ninguno de los frunces ni lazos que había visto en el escenario, un vestido que le moldeaba los hombros y los brazos de forma exquisita. Parecía llevar tiempo observándolo, y sus ojos delataban que habían estado llorando antes de que él entrara.

Tonio comprendió que debía salir de aquella habitación. Sin embargo, al mirarla, sintió que en él se mezclaban la rabia y una ebria pasión. Aquella muchacha parecía etérea, con el cabello lleno de encantadores y pequeños mechones que dulcificaban sus elaborados rizos y le daban una aureola a la luz de las velas.

Sin quererlo, se fue aproximando a la joven. No era sólo su encanto lo que le atraía. En ella había algo que rezumaba abandono y falta de cariño. Lloraba, lloraba, pensó, ¿por qué lloraba? Tropezó. Estaba muy borracho. Ante él una vela se tambaleó sobre el mantel y cayó. Se apagó dejando una fragante estela de humo que subió hasta el techo.

De pronto se halló ante ella, maravillado ante aquellos oscuros ojos azules que no parecían temerle.

No le tenía miedo. No le tenía miedo. Pero, en el nombre de Dios, ¿por qué habría de tenerle miedo? Tonio apretó los dientes. No quería tocarla y sin embargo había extendido la mano.

De pronto, sin motivo aparente, las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos. Lloraba desconsolada.

La joven apoyó la cabeza en el hombro de Tonio.

Transcurrió un momento angustioso, lleno de terror. Su cabello suave y dorado olía a lluvia al acariciar el rostro de Tonio, y a través del escote fruncido vio sus senos descansar contra el cuerpo de él. Supo que si no se separaba de ella, le pegaría, le infligiría algún daño terrible y, no obstante, la sujetaba con tanta fuerza que a buen seguro la estaba lastimando.

La tomó por la barbilla y se la levantó. Cerró su boca sobre los labios de la muchacha y entonces la oyó llorar. Ella se debatía.

Tonio cayó hacia atrás. Ella estaba lejos, muy lejos, y la expresión de su rostro en aquella penumbra manifestaba tal inocencia y congoja que Tonio no pudo sino huir de aquel lugar hasta estar de nuevo a salvo en medio del baile y de la gran confusión de gente que danzaba.

– Maestro -murmuró mirando a uno y otro lado, y cuando de pronto Guido lo tomó del brazo, insistió en que tenía que salir de allí.

Una mujer anciana le hacía una seña con la cabeza. El hombre que tenía al lado le decía que la marquesa quería bailar con él.

– No… no puedo -contestó sacudiendo la cabeza.

– Oh, sí, claro que puedes. -La grave voz de Guido retumbó en sus oídos y notó la mano del maestro en la espalda.

– Tengo que marcharme de aquí, maldita sea -susurró-. Ayúdeme a… a volver al conservatorio.

Pero Guido hacía una reverencia a la anciana y le besaba la mano. En la expresión de la mujer había una gran dulzura, los restos de un rostro hermoso, y cierta gracia en el marchito brazo que le tendía.

– ¡No, maestro!

Ella se volvió ligeramente sobre sus blancas sandalias. La sala no paraba de dar vueltas alrededor de Tonio. No debía ver a aquella chica rubia, no debía verla. Se volvería loco si de repente aparecía, y sin embargo, si tan sólo pudiera decirle…