Se asomó a los vestuarios llenos de plumas y trajes y mesas con frascos de maquillaje y contempló pasmado la hilera de arcos adornados que se alzaba hacia el oscuro hueco que se abría por encima del escenario mediante unas cuerdas con pesas que lo hacían descender de nuevo en silencio. En aquel gran espacio abierto que se extendía detrás de la cortina parecía formarse un laberinto donde se amontonaban olvidados los decorados de otras óperas. Se topó con un sofá dorado cubierto con flores de papel, y lienzos transparentes con leves trazos de nubes y estrellas.
Los chicos correteaban de un lado a otro con las espadas en la mano o cargando urnas de cartón dorado llenas de follaje de papel.
Cuando comenzó el ensayo, Tonio se maravilló al ver cómo del caos surgía el orden: los intérpretes salían a escena, la orquesta se entregaba a su enérgico acompañamiento, todo el conjunto se intensificaba y el ritmo se aceleraba, llenando ininterrumpidamente el aire de deliciosas arias y voces que sorprendían por su agilidad.
Al día siguiente, apenas podía concentrarse en sus ejercicios habituales y al final Guido decidió limitarlos a las líneas que Tonio debía cantar en el coro por la noche.
Hasta una hora antes de la representación no vio a todos los intérpretes con sus trajes.
El público empezaba a llenar la sala, por las verjas iban entrando los carruajes. En los pasillos las conversaciones eran animadas. Las velas dispuestas por doquier revestían el edificio de una calidez festiva, gracias a la cual cobraban vida rincones que habitualmente desaparecían en una oscuridad crepuscular. El inmenso vestíbulo apenas daba cabida a los numerosos nobles locales que asistían para conocer a cantantes y compositores noveles que, con el tiempo, tal vez se convertirían en celebridades.
Tonio se apresuró a ir a los camerinos y, de pronto, se encontró inmerso en el frenesí. Iba vestido de soldado, llevaba una de sus chaquetas venecianas más vistosas, una roja con bordados de oro, y en el hombro le colocaron una cinta que le cruzaba el pecho hasta llegar a la empuñadura de la espada, a la manera del siglo anterior.
– Siéntate -ordenó una voz, y le indicaron una mesa y una silla frente a un espejo. En un abrir y cerrar de ojos le ataron una toalla alrededor del cuello para que no se manchara la ropa y empezaron a ponerle polvos en los negros cabellos hasta que quedaron del todo blancos. Titubeó cuando unas diestras manos empezaron a maquillarle el rostro. Cuando terminaron, se contempló fascinado en el espejo.
La visión de sus ojos maquillados con una gruesa línea negra le producía intriga y desconcierto a la vez.
A su alrededor todo eran rostros pintados de piel casi rutilante.
Atisbando por una pequeña abertura de las cortinas comprobó que los palcos estaban abarrotados. Pelucas blancas, joyas, destellante satén y tafetán rebosaban por todo el recinto. Tonio retrocedió sintiendo en su interior una singular emoción, una vulnerabilidad hasta entonces desconocida. No podía creer que fuera a actuar en el escenario ante todos aquellos hombres y mujeres que sólo seis meses antes… Acalló sus pensamientos y cerró los ojos. Ordenó a sus miembros que permaneciesen inmóviles, que el corazón acompasara su latido. Sin poder evitarlo, sintió el primer escozor de las lágrimas en los ojos.
Sin embargo, tras volverse despacio se encontró de pleno en el torbellino de actividad que se desarrollaba detrás del telón. En un espejo distante vio a un muchacho de aspecto inocente, puro, cuya serena expresión lo asemejaba a aquellos hombres con blancas pelucas de los retratos que miraban por el rabillo del ojo. Un leve toque de sonrisa animó sus labios, mientras luchaba por hacer desaparecer la melancolía que se había acumulado en su interior. Quizá cada vez me resulte más fácil, pensó.
Lo cierto era que le encantaba todo lo que veía. Y si bien todavía quedaba en él un cierto rescoldo de humillación, era sólo la cuerda de un bajo que vibraba con suavidad bajo una música mucho más potente y alegre. Se tocó el maquillaje de la cara, lanzó una última e intencionada mirada a la imagen del lejano espejo y la sonrisa se fue haciendo más amplia y más serena a medida que apartaba los ojos de ella.
El maestro di cappella entró en el camerino y extendió los brazos ante una joven diosa que acababa de aparecer: los blancos rizos le caían sobre los hombros, la piel tenía el mismo tono de una porcelana sin vidriar, y el tenue rubor que cubría sus mejillas era tan hermoso que Tonio ahogó una exclamación.
Le pareció una eternidad el tiempo que pasó mirando a aquella preciosa muñeca antes de advertir, asombrado, que en el escenario no podía haber ninguna mujer y que, por lo tanto, se trataba de Domenico.
El maestro di cappella daba las últimas instrucciones. La mirada oscura de Domenico se deslizó hacia un lado y sus ojos se ensancharon ligeramente cuando descubrió a Tonio, a la vez que aquellos labios rosados se curvaban en un gesto de absoluta dulzura.
Pero Tonio estaba demasiado atónito para darle una muda respuesta. Contemplaba la silueta de aquella criatura: la estrecha cintura, los frunces de encaje rosa que se ensanchaban progresivamente a medida que subían hacia el pecho, y allí, la leve y turbadora hendidura de carne apretada por el ribete de cinta rosa. «Esto es imposible», pensó.
Luego, cogiéndose con ambas manos el amplio vuelo de su falda de satén, Domenico pasó junto al maestro di cappella y delante de todo el mundo le estampó un beso a Tonio en la mejilla. El muchacho retrocedió como si se hubiera quemado. Hubo una carcajada general.
– ¡Ya basta! -dijo el maestro.
¡Domenico se había convertido en una mujer! Volviéndose con elegante y sutil coquetería, susurró con voz tierna que se limitaba a asumir su papel. Se oyeron más risas.
Tonio había retrocedido hasta la penumbra. El primer telón de fondo con arcos pintados ya estaba en su sitio. Casi toda la acción se desarrollaría en aquel jardín clásico. No importaba que transcurriera en la antigua Grecia rural y que todos aquellos personajes con levita y peluca fueran unos patanes.
Giovanni, Pietro y otros castrati que tenían papeles importantes en la obra ya habían ocupado sus puestos, listos para comenzar, y sus ayudantes les sacudían enérgicamente el maquillaje de las solapas.
Alguien dijo que aquélla era la gran oportunidad de Loretti, la condesa se encontraba en la sala, y si todo iba la mitad de bien de lo cabía esperar, al año siguiente Loretti estaría componiendo para San Bartolommeo.
Mientras tanto, Loretti había ido a los camerinos a pedirle a Domenico que siguiera sus pautas de tiempo y Domenico había asentido con indulgencia.
Loretti había vuelto a sentarse ante el clavicémbalo. Las luces del teatro se habían apagado y sólo brillaban los cirios de unos pocos acomodadores que se hallaban junto a las puertas. Las sombras se extendían entre los bastidores, el telón tembló en sus cuerdas y la orquesta inició la apertura con toda la vehemencia y el esplendor propios de un teatro real.
A Tonio le parecía estar viviendo su noche más larga. Contratiempos de todo tipo se sucedían sin cesar pero nunca hacían desaparecer la magia de la perfección ante los focos, al tiempo que la presencia del público aunaba a aquel pequeño y excitado grupo de jóvenes talentos. Las arias ascendían y descendían espléndidas sobre el campanilleo del clavicémbalo, mientras la voz de Domenico se alzaba como el sonido que un dios arrancaba a su flauta en un bosque mítico. Los focos lo bañaban en una luz etérea, hacía sus salidas con una gracia extraordinaria y, una y otra vez, dedicaba a Tonio su radiante sonrisa.
Cuando Tonio salió por fin a escena, le dolía la cabeza, y llevado por un nerviosismo incontenible, sintió en lo más hondo de su ser que formaba parte de aquella magnífica ilusión. Oyó su voz amplificada por las voces de los demás miembros del coro y aunque sólo veía un leve destello del público, percibía su presencia en la penumbra, y el aplauso que siguió a aquel final fue atronador.