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Cuando se tomaron de las manos ante el telón todos se dejaron llevar por el júbilo. Hicieron varias reverencias y alguien murmuró que Domenico había alcanzado la fama. Había cantado mejor que cualquier intérprete de los que entonces actuaban en los teatros de Nápoles, y en cuanto a Loretti, no había más que verlo.

El maestro de cappella apareció detrás del telón para abrazar a sus cantantes uno a uno hasta llegar a Domenico. Fingió que iba a pegar a aquella exquisita muchacha que se agazapó con una suave risita.

Estaban todos invitados al palacio de la condesa, les dijo, todos. El maestro tomó a Tonio por los hombros, y después de besarlo en ambas mejillas, le quitó un poco de maquillaje de la cara, se lo mostró y dijo:

– Ves, ahora ya lo tienes en la sangre y nunca podrás librarte de él.

Tonio sonrió. El aplauso aún retumbaba en sus oídos.

A pesar de todo, sabía que no debía, que no podía ir con ellos a casa de la condesa.

Por un momento pensó que no se saldría con la suya. Sus compañeros insistían para que fuera con ellos.

– Tienes que venir -dijo Pietro y le susurró que Lorenzo no les acompañaría.

Tras quitarse la cinta azul de la espada, Tonio avanzaba a toda prisa hacia la puerta del escenario que daba al jardín cuando alguien le hizo una seña desde uno de los camerinos. Había muy poca luz. Se palpó la chaqueta en busca del puñal.

– ¡Ven aquí! -oyó que le decían.

Avanzó muy despacio y abrió la puerta con la mano izquierda.

Había un gran espejo de cuerpo entero flanqueado a cada lado por una vela encendida y toda la estancia estaba llena de elaborados vestidos que pendían de los colgadores, blancas pelucas en sus maniquíes de madera y tacones de zapatos de hebilla. Era Domenico quien lo había llamado, y se apresuró a cerrar la puerta y correr el pestillo.

Los dedos de Tonio no soltaron el mango del puñal, aunque enseguida comprobó que en la habitación no había nadie más.

– Tengo que marcharme -adujo, tratando de evitar que sus ojos se posasen en aquel diminuto pliegue de carne que creaba la ilusión de unos senos femeninos.

Domenico se apoyó en la puerta, y en la penumbra, su rostro cobraba una apariencia luminosa y delicada. Al sonreír, los hoyuelos de sus mejillas se hicieron más profundos, la luz jugaba sobre sus hermosos hombros y cuando habló, lo hizo de nuevo con aquella voz de mujer, baja e incitante.

– No tengas miedo de él -le dijo en un murmullo.

Tonio advirtió que había retrocedido un paso. En su interior su corazón palpitaba desbocado.

– Miedo, ¿de quién?

– De Lorenzo, por supuesto -dijo aquella voz aterciopelada y grave-. No le permitiría que te hiciera ningún daño.

– ¡No te acerques más! -exclamó Tonio con brusquedad. De nuevo retrocedió.

Sin embargo Domenico se limitó a sonreír, inclinando un poco la cabeza hacia la izquierda, de forma que sus rizos empolvados le cayeran sobre el escote.

– ¿Quieres decir que es de mí de quien tienes miedo?

– Tengo que irme -dijo Tonio tras desviar la mirada confundido.

Domenico respiró hondo, de forma provocativa. De pronto abrazó a Tonio, apretando contra él los suaves frunces de su pecho. Tonio se tambaleó, chocó de espaldas contra el espejo, y las velas titilaron a ambos lados. Apoyó las manos en el cristal para no perder el equilibrio.

– Me tienes miedo -susurró Domenico.

– ¡No sé qué quieres! -dijo Tonio.

– Yo sí lo sé. ¿Por qué te niegas a aceptarlo?

Tonio iba a negar con la cabeza pero se contuvo, y miró a Domenico abiertamente. Era inconcebible que debajo de aquella frivolidad, aquella magia, hubiera algo masculino. Cuando vio los labios húmedos de Domenico separarse al tiempo que lo atraía hacia sí, cerró los ojos y se debatió por soltarse. A buen seguro podía derribarlo de un golpe, y sin embargo se limitaba a alejarse de él como si su solo contacto le quemara.

Sintió el cuerpo de Domenico contra el suyo, los muslos torneados bajo la falda de satén y luego la mano de su compañero que hurgaba en sus pantalones.

Estuvo a punto de pegarle, pero sus rostros se rozaron, y sintió sus pestañas el mismo momento en que la mano de Domenico encontraba su sexo, lo acariciaba y le hacía cobrar vida.

Tonio estaba tan atónito que casi le obligó a apartar la mano.

Cerró los ojos de nuevo, y cuando Domenico lo besó, sintió que su pasión crecía. La mano de Domenico le abrió el pantalón para liberar su sexo y permitirle alcanzar su máxima longitud, al tiempo que miraba hacia abajo y profería una pequeña exclamación entre susurros.

Luego, alzando de nuevo la cabeza, besó a Tonio apasionadamente, separándole los labios, absorbiéndole todo el aliento para devolvérselo otra vez, mientras sus manos moldeaban y endurecían lo que con tanta fuerza aferraban.

Tonio no pudo contenerse y metió la mano debajo del vestido, pero cuando encontró el pequeño y duro miembro la retiró como si le hubiera mordido. Domenico lo besó de nuevo.

Al cabo de un instante se encontraron los dos arrodillados. Domenico se tumbó bajo Tonio en el suelo y se le ofreció boca arriba, como si fuera una mujer.

Era estrecho, oh Dios, tan estrecho y tan parecido a una mujer; era incluso más estrecho justo en la entrada, y también áspero. Con los dientes apretados soltó un impresionante gemido. Tonio embistió más y más fuerte hasta que por fin alcanzó el pináculo del placer y se quedó tumbado tiritando.

Miraba a Domenico. No recordaba haberse apartado de él pero se hallaba sentado, apoyado en el espejo, con las rodillas hacia un lado mirando a la delicada joven tumbada en el suelo que empezaba a levantarse con la misma languidez y gracia que había acompañado todos sus gestos hasta llegar junto a él.

Tonio estaba demasiado aturdido para hablar. ¡Había ocurrido todo tan deprisa! Igual que antes, no había ninguna diferencia. Sintió un impulso incontrolable de ponerse en pie y abrazar aquella figura, de estrujarla a besos, de comérsela a besos.

De arrancarle aquella cinta del pecho y descubrir qué había debajo.

Pero Domenico ya se había soltado los cierres del vestido y lo dejaba caer a su alrededor. Al ver la camisa de gasa, Tonio dio un respingo. Y ésta también cayó al suelo, justo cuando Domenico desechaba a un lado la gran peluca blanca para soltar sus húmedos y negros rizos con un gesto un tanto viril y decidido.

Tonio lo miraba atónito. Su cuerpo no era el de una mujer, en absoluto, aunque tampoco era el de un hombre.

El tórax era plano, sólo el tamaño de los pulmones le daban aquella forma plena, y la piel, al igual que en el resto del cuerpo, era aterciopelada. El pene era corto pero más bien grueso, y en aquellos momentos estaba duro y preparado para el amor.

No obstante lo más desconcertante era que el vello púbico tenía la misma forma que el de una mujer: a diferencia del de un hombre, que crece desordenadamente hacia el ombligo, el suyo acababa en una línea recta, como si se hubiera afeitado el vientre con una navaja, y por tanto formaba un triángulo invertido.

Todo su cuerpo lo absorbía: la suave piel, las esbeltas y finas piernas, el hermoso rostro con restos de maquillaje, el cabello negro cayéndole como en las imágenes de ángeles esculpidos en mármol.

Aquella criatura se arrodilló junto a él.

Tonio volvió la cabeza.

– ¿Crees que quiero de ti lo que no puedes darme? -preguntó Domenico entre susurros-. Poséeme otra vez, sobre el duro suelo; que mi cuerpo sólo descanse sobre tu mano -dijo, mientras se tumbaba en el suelo boca abajo y atraía a Tonio sobre él.

Tonio se incorporó y miró las nalgas pequeñas y prietas. Le obsesionaba el recuerdo de aquella pequeña y rugosa abertura, casi demasiado estrecha, y la calidez del interior. De repente se desplomó sobre la figura desnuda y notó su desnudez contra las ásperas vestiduras y la piel del cuello de Domenico bajo sus dientes, mientras su compañero le agarraba la mano derecha, la deslizaba debajo de su liso vientre y la llevaba hasta aquel sexo duro y grueso.