Finalmente, tras mucha persistencia, Domenico conseguía atraerlo al más delicioso de los juegos. Ponía la cabeza entre las piernas de Tonio y lo absorbía, lo devoraba, mientras emitía débiles gemidos de placer, como si aquel acto, algo inconcebible para Tonio, bastara para satisfacerlo.
La violación se reservaba siempre para el finaclass="underline" Tonio agarraba el pene de Domenico con violencia, como si quisiera infligirle un doble castigo, al tiempo que lo penetraba con unas embestidas bruscas, casi despiadadas.
A Tonio le sorprendía que Domenico no necesitase más, que no exigiera más. Pero, al acabar, Domenico siempre parecía satisfecho.
También había encuentros frenéticos durante el día, sobre todo en las tranquilas horas de la siesta, cuando Domenico lo llamaba con una seña desde alguna aula de prácticas vacía y al forcejeo se añadía entonces el aliciente adicional del secreto y el riesgo de que los descubrieran. Tonio no podría decir si Domenico le resultaba más excitante vestido o desnudo. A menudo el recuerdo de Domenico ataviado de mujer lo impregnaba todo. En un par de ocasiones, incitado por la perfección del rostro de Domenico, por aquellos hermosos rasgos, y la lujuria de su cabello perfumado, Tonio lo había abofeteado de veras.
La servidumbre de Domenico se limitaba al ámbito del lecho, porque en su trato con los demás hacía gala de una frialdad e intransigencia increíbles. Estaba por encima de toda vanidad, tal como una vez Tonio había intuido, y tampoco lo afectaban las pequeñas mezquindades cotidianas. Sin embargo, no era afable con sus compañeros, y a veces, de un modo bastante inteligente, resultaba ofensivo, sobre todo con los demás eunucos.
No obstante, allí estaba, noche tras noche, incitando la apasionada crueldad de Tonio.
Todo aquello suponía, en gran medida, una humillación para Tonio. ¿Por qué caía una y otra vez en aquel tierno asalto, por qué se sentía orgulloso y al mismo tiempo avergonzado al pensar que otros podían haberse enterado?
Cuando, por casualidad, oyó al eunuco Pietro contar que el último amigo íntimo de Domenico había sido uno de los chicos «normales», un violinista llamado Francesco, le sorprendió descubrir que el chismorreo le divertía e incluso satisfacía. Así que estaba desempeñando su «función» tan bien como ese velludo violinista milanés de aspecto grosero, un hombre completo…
Sin embargo, también se avergonzaba. Y cuando pensaba que Guido estaba al corriente de todo, la vergüenza crecía hasta tal punto que llegaba a resultarle insoportable.
Hubiera supuesto una ayuda que Domenico y él hablasen de vez en cuando, o compartieran otros placeres, pero apenas cruzaban palabra.
Domenico pasaba más tiempo fuera del conservatorio, cantando en el coro de San Bartolommeo, que en la institución, y si coincidían en una habitación del todo iluminada era casi siempre en algún baile o en alguna cena después de la ópera.
Tonio había empezado a aceptar las invitaciones de Guido.
Guido se mostraba satisfecho de ello por la buena disposición de su alumno. Una vez, con toda tranquilidad, había comentado que consideraba todo aquello una ocupación placentera para un chico de su edad. Tonio había sonreído. ¿Cómo explicarle a Guido la vida que había disfrutado en Venecia? En cambio, se encontró afirmando que esos aristócratas meridionales no lo impresionaban demasiado.
– Les preocupan demasiado los títulos -murmuró- y parecen tan… bueno, demasiado presumidos y holgazanes.
Enseguida lamentó la brusquedad y el esnobismo de aquella respuesta. Guido se enfadaría. Pero no fue así. El maestro pareció considerar su opinión como si la ofensa no tuviera cabida en él.
Una noche, tras una copiosa cena en casa de la condesa Lamberti, en la que abundaban los sirvientes -uno detrás de cada comensal, otros junto a las paredes, prestos a llenar vasos, o a acercar una vela a un cigarrillo turco-, Tonio descubrió a Guido en una actitud por completo insólita: rodeado de mujeres, a las que sin duda conocía, y conversando con ellas con toda naturalidad.
Guido iba vestido de rojo y oro, unos colores que potenciaban la hermosura de sus ojos y su cabello moreno. El maestro parecía estar a sus anchas y como absorto en alguna cuestión concreta. En un momento determinado sonrió, después soltó un carcajada, y en ese instante le pareció tan joven como en realidad era, lleno de dulzura y con un rasgo de sensibilidad que Tonio nunca había captado con anterioridad.
No podía apartar los ojos de él. Ni Domenico, que había empezado a cantar al clavicémbalo, era capaz de distraer su atención. Observó la reacción de Guido ante la voz del chico. Llevaba ya mucho rato observándolo cuando los ojos de Guido lo descubrieron entre el gentío y su rostro se endureció y se volvió adusto a la vez que adoptaba una expresión molesta.
Tonio tuvo un sobresalto antes de reaccionar y desviar la mirada. Clavó los ojos en Domenico y cuando éste terminó la pieza y la sala se llenó de aplausos, Domenico le dirigió una de sus más encantadoras miradas, consciente del poder que Tonio ejercía sobre él.
Vergonzoso, pensó Tonio.
Se odió a sí mismo y a cuantos le rodeaban. ¿Para qué preocuparse? se dijo. Se marchó solo a una oscura habitación impregnada de humedad, tal vez porque permanecía siempre cerrada, y la recorrió a la luz de la luna que entraba por los altos ventanales de arco. ¿Por qué me desprecia y por qué dejo que eso me afecte?, pensó. Maldito sea.
Lo invadió un desagradable sentimiento de humillación. ¿Por ser el amante de otro chico? Oh, no podía creerlo. Sin embargo conocía el motivo. Sabía que cada vez que se sometía a los encantos de Domenico se demostraba a sí mismo que conservaba un poder y que cuando lo deseara, podría amar a una mujer.
Le sorprendió oír la puerta abrirse a sus espaldas. Algún criado lo había hallado incluso allí, era inaudito no haber encontrado a ninguno en aquel oscuro rincón.
Pero al dar media vuelta descubrió que se trataba de Guido.
Tonio experimentó una oleada de odio hacia él. Deseaba hacerle daño. A su mente acudieron pensamientos estúpidos e inconexos. Fingiría haber perdido la voz, sólo para mortificarlo, o mejor aún, caería enfermo para ver si se preocupaba. ¡Aquello era una idiotez! Sé un hombre, se dijo.
Como era de esperar, Guido sólo vio a aquel muchacho esperando pacientemente sus palabras, Tonio lo sabía. Bien.
– ¿Estás aburrido? -le preguntó Guido con dulzura.
– ¿Y a usted qué demonios le importa? -le espetó Tonio.
– La verdad es que no me importa en absoluto. Lo que ocurre es que yo sí me aburro. Me gustaría bajar a la ciudad y pasar un rato en alguna taberna apartada.
– Es tarde, maestro -objetó Tonio.
– Puedes dormir mañana por la mañana, si quieres -dijo Guido-, o puedes volver a casa solo, como prefieras. ¿Qué? ¿Te animas?
Tonio no respondió.
¿Sentarse en una taberna pública con otro eunuco? Inconcebible. Hombres rudos, codazos, risas, mujeres de faldas cortas y sonrisas fáciles…
Todo el calor de las tabernas venecianas volvió a él, el café del padre de Bettina, y los otros tugurios que había frecuentado con Ernestino y los demás músicos callejeros durante los últimos tiempos.
Lo echaba de menos, siempre lo había echado de menos. Excelente vino, tabaco, el placer incomparable de beber en compañía masculina.
Pero, por encima de todo, anhelaba ser libre para moverse, libre para ir y venir sin aquella asfixiante sensación de vulnerabilidad.
– Es un lugar que los chicos visitan a menudo -explicó Guido-. Probablemente ya estén allí, todos los que esta noche han ido a la Ópera.