No fue capaz de desayunar ni almorzar: el simple hecho de pensar en la comida le provocaba náuseas. Cuando le era posible, permanecía en su habitación, tumbado en la cama, preguntándose qué iba a ser de él.
El hecho de que Guido se comportase como siempre era sin duda alguna la indicación más clara de que Tonio no iba a ser arrestado. Sabía con toda seguridad que si estuviera en peligro, Guido se lo diría.
Pero cuando se reunió con los demás para la cena, empezó a advertir que una sutil pero inconfundible corriente recorría el comedor. En algún momento, todo el mundo fijaba la vista en él.
Los chicos normales, a los que siempre había ignorado, asentían leve y significativamente cuando sus miradas se encontraban. El pequeño Paolo, el castrato de Florencia que siempre procuraba sentarse muy cerca de él, no le quitaba los ojos de encima, olvidándose incluso de comer. Su pequeño rostro redondo y de chata nariz reflejaba una profunda fascinación, y con frecuencia le dedicaba una de sus traviesas sonrisas. En cuanto a los demás castrati de la mesa, lo trataban con evidente deferencia, pasándole primero a él el pan y la jarra de vino.
A Domenico no se le veía por ninguna parte y por primera vez Tonio deseó su compañía, no desnudo, en la cama de su cuarto, sino sentado junto a él.
Cuando entró en el teatro para el ensayo de la noche, Francesco, el violinista de Milán, se le acercó y con exquisita cortesía le preguntó si en todos los años pasados en Venecia no había oído nunca al gran Tartini.
Tonio murmuró que sí. Sí, y también a Vivaldi, los había escuchado a ambos el verano anterior, en el Brenta.
¡Todo aquello resultaba tan sorprendente y extraño!
Por fin pudo refugiarse en su habitación, exhausto. Domenico se había escondido en las sombras, lo presentía, aunque no lo veía, e incapaz de contenerse más, dijo de manera desatinada:
– La muerte de Lorenzo fue una estupidez y una imprudencia.
– Probablemente fue la voluntad de Dios -dijo Domenico.
– ¡Me estás tomando el pelo! -gritó Tonio.
– No. No podía cantar, todo el mundo lo sabía. ¿Qué es un eunuco sin su voz? Está mejor muerto. -Domenico se encogió de hombros con total candor.
– El maestro Guido es un eunuco que no canta -replicó airado Tonio.
– El maestro Guido ha intentado quitarse la vida dos veces -contestó Domenico con frialdad-. Además, el maestro Guido es el mejor profesor de este conservatorio. Es incluso mejor que el maestro Cavalla, todo el mundo lo sabe. Pero ¿Lorenzo? ¿Qué podía hacer Lorenzo? ¿Graznar en una iglesia rural en la que nadie entiende de música? El mundo está lleno de eunucos igual que él. Estaba en manos de Dios. -Se encogió otra vez de hombros con aire de fastidio. Su brazo se enroscó en la cintura de Tonio como una amorosa serpiente-. Además, ¿por qué estás tan preocupado? No tenía familia.
– ¿Y la policía?
– Querido -rió Domenico-, ¡Venecia debe de ser una ciudad muy pacífica y ordenada! Ven. -Comenzó a besarlo.
Aquella era la conversación más larga que habían sostenido y ya había terminado.
Sin embargo, más tarde esa misma noche, mientras Domenico dormía, Tonio se sentó en silencio ante la ventana.
La muerte de Lorenzo lo había dejado aturdido. No quería borrarlo de su mente, aunque durante largos intervalos se limitaba a contemplar la cima del Vesubio. A lo lejos, resplandían los destellos silenciosos y una estela de humo señalaba el camino que recorría la lava en dirección al mar.
Era como si la montaña lamentara la muerte de Lorenzo porque no había nadie más para llorarlo.
A pesar de sí mismo, se encontró lejos, muy lejos de allí, en aquel pequeño pueblo en el extremo del estado veneciano, solo, bajo las estrellas, corriendo. Notaba el crujir de la tierra bajo sus pies y luego esos bravi que lo agarraban. Lo llevaban de nuevo a aquella reducida habitación. Luchó contra ellos con todas sus fuerzas mientras éstos, como en una pesadilla, lo obligaban a permanecer tumbado.
Se estremeció. Miró hacia la montaña. Estoy en Nápoles, pensó, y sin embargo su recuerdo se expandió con la ligereza de un sueño.
Flovigo se fundía con Venecia. Tenía el puñal en las manos, pero en esa ocasión se enfrentaba a otro adversario.
Su madre lloraba desconsolada, con el cabello ocultándole el rostro, como había llorado la última noche en el comedor. Ni siquiera se habían despedido. ¿Cuándo podrían hacerlo? En aquellos últimos instantes no pensó que iban a separarlo de ella. En su sueño Marianna seguía llorando como si no tuviera a nadie que la consolase.
Alzó el cuchillo. Sujetó la empuñadura con fuerza. Entonces descubrió una expresión familiar; ¿qué era aquello? ¿El horror reflejado en el rostro de Carlo? ¿Sorpresa acaso? La tensión estalló.
Estaba en Nápoles, con la cabeza apoyada en el alféizar y exhausto.
Abrió los ojos. La ciudad de Nápoles despertaba ante él. El sol penetró con sus primeros rayos en la niebla que envolvía los árboles. El mar tenía un fulgor metálico.
Lorenzo, pensó, no eras tú quien debía morir. Sin embargo, el muchacho ya estaba del todo olvidado. Tonio no pudo evitar sentir orgullo en aquel abominable momento: la hoja del puñal, el chico en el suelo de la taberna.
Abatido, agachó la cabeza. Había conocido el orgullo en todas sus miserables vertientes. Había comprendido toda la gloria y el significado de aquel acto horrendo: que le hubiera resultado tan fácil, que pudiese hacerlo de nuevo.
El rostro dormido de Domenico tenía una expresión plácida, apoyado con delicadeza en la almohada.
Ante la visión de aquella belleza, que tan a menudo se le entregaba sin condiciones, se sintió completamente solo.
Una hora más tarde, entró en el aula de prácticas, con una necesidad imperiosa de música, de hallarse en compañía de Guido, y notó que su voz se elevaba para afrontar las dificultades de ese día con una pureza y un vigor renovado. Le pareció que los problemas más acuciantes y enrevesados desaparecían bajo su persistente asedio. Al mediodía, se sintió sosegado por la promesa de belleza en un simple tono.
Esa noche, al ponerse la levita para salir, advirtió que hacía ya tiempo que le quedaba estrecha. Se contempló las manos, alzó la vista con una expresión casi furtiva, y se quedó asombrado al comprobar en el espejo cuánto había crecido.
Capítulo6
Tonio era cada vez más alto, no cabía duda, y cada vez que tomaba conciencia de ello, sentía que flaqueaba, que le faltaba la respiración.
Pero se guardó aquella angustia para sí. Se mandó hacer chaquetas con mangas muy largas, para evitar que enseguida se le quedaran pequeñas, y aunque Guido lo hacía trabajar sin descanso, parecía que toda la ciudad se superase a sí misma para ofrecerle toda clase de distracciones.
En julio había contemplado ya el deslumbrante espectáculo en honor a santa Rosalía, una jornada en que los fuegos artificiales iluminaron todo el mar, como si las luces de mil botes se reflejaran sobre las aguas.
En agosto, pastores procedentes de las lejanas montañas de Apulia y Calabria vestidos con rústicas pieles de cordero visitaron las iglesias y las casas de los aristócratas, tocando gaitas e instrumentos de cuerda que Tonio nunca había visto.
Durante el mes de septiembre tuvo lugar la procesión anual a la Madonna del Piè di Grotta. Los alumnos de los mejores conservatorios de Nápoles desfilaron en ella, bajo balcones y ventanas engalanados con primor y suntuosidad para la ocasión. El tiempo era más agradable, el intenso calor del verano quedaba atrás.
En octubre, los muchachos se reunieron dos veces al día, por la mañana y por la noche durante nueve días, en la iglesia de los franciscanos, un compromiso oficial mediante el cual se eximía de algunos impuestos a los conservatorios.
Tonio perdió pronto la cuenta de las fiestas religiosas, los festivales, las ferias callejeras y las celebraciones oficiales en las que hizo acto de presencia. Cuando todavía no estaba preparado, permanecía callado en el coro o cantaba unos pocos compases, pero se dejaba guiar por la música y la cantaba correctamente. Mientras, Guido lo hacía practicar hasta muy entrada la noche y le obligaba a levantarse temprano para asistir a los actos del día.