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Miró a Guido con odio.

– ¿Por qué se tiró al mar? -preguntó-. ¿Qué le impulsó a hacerlo? ¿La pérdida de mi voz? ¿La voz que fue a buscar a Venecia y que se trajo consigo? Yo, además de tener voz, soy de carne y hueso. Sin embargo, no soy hombre ni mujer, da lo mismo con quien me acueste, aunque eso me convierta en carroña.

– ¿Tan mal estuvo acostarse con él? -preguntó Guido en un murmullo-. ¿Quién resultó perjudicado por ello, ahora que los dos sois lo que sois? ¿Tan grave es que buscarais afecto y apoyo?

– Sí, porque yo lo despreciaba. Cuando me acostaba con él fingía que lo amaba, y no era así. Y para mí eso es lo grave. ¡Incluso en este estado, todavía hay cosas que me importan!

Guido miró en línea recta y luego, muy despacio, asintió.

– ¿Entonces, por qué lo hiciste? -preguntó.

– Porque necesitaba a Domenico -respondió Tonio-. ¡Aquí no soy más que un huérfano, y lo necesitaba! No podía vivir solo. Lo intenté, fracasé, y ahora me encuentro solo, y ése es el sentimiento más doloroso que jamás haya experimentado. He afrontado mi nueva situación y me he jurado aceptarla, pero supera todas mis fuerzas y propósitos. Domenico representaba un simulacro del amor y me dejaba comportarme como un hombre, por eso me dejé llevar.

Le dio la espalda a Guido. Ah, aquello era precisamente lo que quería. Todos sus propósitos echados por tierra en un momento de debilidad y su único pensamiento era que en aquel momento estaba desnudando su alma ante otra persona que sólo le inspiraba odio, odio y desprecio. El mismo odio y desprecio que había sentido por Domenico.

– ¿Cómo podré soportarlo? -preguntó. Se volvió despacio-. ¿Cómo soporta usted trabajar todos los días de su vida con esa ira, con esa frialdad? Una voz que acaba reduciéndose a desdén. Por el amor de Dios, ¿ni siquiera por una vez ha sentido deseos de amar a esos estudiantes a los que enseña, de sentir algo por esos jóvenes que tanto se esfuerzan por seguir el despiadado ritmo que usted les impone?

– ¿Quieres que te ame? -preguntó Guido en voz baja.

– ¡Sí, quiero que me ame! -respondió Tonio-. Me arrodillaría para conseguir que me amase. ¡Usted es mi maestro! Usted es quien me guía y me determina y escucha mi voz como nadie lo ha hecho jamás. Usted es quien lucha por mejorarla de un modo que yo solo no podría. ¿Cómo puede preguntarme si deseo su amor? ¿No puede hacerse todo esto con amor? ¿Es que no cree que si me demostrase el más leve afecto yo no me abriría a usted como las flores de primavera, que no me esforzaría hasta conseguir que mis progresos anteriores le parecieran insignificantes?

»Cantar la música que ha escrito. Si me amara, podría hacer cualquier cosa de la que usted me creyera capaz. Sólo con que acompañara sus más duras y sinceras críticas con un poco de amor. Mezcle ambos sentimientos y yo venceré esta oscuridad, encontraré la salida, podré crecer en este sitio húmedo y extraño en el que soy una criatura cuyo nombre no soporto escuchar. ¡Ayúdeme!

Tonio calló. Aquello era peor de lo que nunca hubiese imaginado, y se encontraba perdido, completamente perdido, y ni siquiera quería ver aquel rostro brutal y desconsiderado, cuya mirada, siempre al borde de la ira, se llenaba de desprecio ante cualquier signo de dolor o debilidad. Cerró los ojos. Recordó que una vez en Roma, parecía que hubieran transcurrido siglos, aquel hombre lo había abrazado, y él casi se había reído de la estupidez que encerraban sus palabras. Pero cuando la estancia se empañó en su visión, cuando la vela se apagó de repente y abrió los ojos en medio de una oscuridad cegadora, pensó: «Oh, todo esto no son sino palabras que caerán en el olvido como todo lo demás, y mañana nada habrá cambiado, cada uno de nosotros seguirá viviendo en su propio infierno, pero yo me haré más fuerte y me endureceré hasta conseguir que no me afecte.»

Porque así es la vida, ¿no? Así es la vida, y los años se sucederán con rapidez, porque así es como debe ser. «Cerrad las puertas, cerrad las puertas, cerrad las puertas.» Y ese cuchillo que me ha traído aquí no será más que el filo cortante de lo que nos aguarda a todos.

En el aire persistía el olor a cera quemada.

Entonces oyó los pasos de Guido en el suelo de piedra y pensó: «Esta es la humillación final. Dejarme aquí solo.»

Su crueldad nunca le había parecido tan exquisita, tan arrolladura. Ah, y las horas pasadas en su compañía, formando un violento matrimonio de trabajo extenuante que constantemente se expresaba en términos de una sublime tortura.

¿Y a qué conclusión he llegado? ¿Que en esto, como en todo lo demás, estoy solo, algo que ya sabía, y que con cada día que pasa voy comprendiendo mejor?

Se sentía ir a la deriva.

De repente advirtió que el pasador de hierro de la puerta estaba echado y que Guido no lo había dejado abandonado.

Se le cortó la respiración. No veía ni oía nada, pero sabía que Guido estaba allí, observándole. Lo invadió una punzada de deseo tan intensa que se quedó asombrado.

Tonio irradiaba deseo, lo irradiaba hacia la oscuridad y parecía chocar contra las cuatro paredes de aquella habitación cerrada, y se volvió esperando, esperando.

– ¿Amarte? -Era la voz de Guido, tan baja que Tonio se inclinó hacia delante, como si la anhelase-. ¿Amarte?

– Sí… -respondió Tonio.

– Te deseo con locura. ¿No te habías dado cuenta? ¿Nunca has intentado ver más allá de mi frialdad? ¿Tan ciego estás a mi sufrimiento? Nunca en vida había sufrido por nadie como por ti, pero hay distintas clases de amor y estoy cansado de intentar separarlas.

– No las separe -susurró Tonio. Extendió los brazos como haría un niño dispuesto a coger lo que desea-. Entrégueme ese amor. ¿Dónde está, maestro? ¿Dónde está?

Entonces le pareció percibir una corriente de aire, ruido de pasos y el roce de la tela, y sintió el tacto vigoroso de las manos de Guido, unas manos que en el pasado sólo le habían pegado, y luego aquellos brazos que lo envolvían. En ese momento lo comprendió todo.

Sin embargo, ése fue el último destello de pensamiento, y comprendió cómo había sido y cómo sería, y sintió el pecho de Guido, y luego su boca que lo desgarraba.

– Sí -susurró-. Ahora, sí, démelo todo maestro. -Estaba llorando.

Guido le besó los labios, las mejillas, hundiendo los dedos en él como si quisiera devorarlo, y pareció que, mediante un proceso alquímico, toda la crueldad se transformaba en una efusión desbordante que desechaba cualquier parodia de odio o castigo para lograr la más rápida y desesperada unión.

Cayó de rodillas atrayendo a Guido hacia sí. Estaba abriendo camino, se ofrecía para entregarle lo que Domenico siempre le había dado y jamás le había pedido.

El dolor estaba fuera de toda consideración.

Era necesario dar paso al dolor. Aunque no soportaba la idea de apartarse de aquella boca que le abría la suya, se la ensanchaba, y le besaba hasta los dientes, se tumbó boca abajo en el suelo de piedra y dijo:

– Hágalo. Quiero que lo haga.

El peso de Guido cayó sobre él, y lo aplastaba mientras notaba que lo desnudaba. La primera embestida lo aterrorizó. Contuvo una exclamación y luego todo su cuerpo se abrió, recibiéndolo, negándose a rechazarlo. Cuando lo penetró otra vez, con rapidez, sintiéndolo duro y vibrante dentro de él, se encontró moviéndose al mismo ritmo. Permanecieron unidos un instante, Guido le clavaba los labios en el cuello y sus manos le acariciaban los hombros, atrayéndolo hacia sí, hasta que el grito gutural del maestro le anunció que había terminado.

Pero seguía aturdido, mientras se secaba la boca, encendido y anhelante. No podía apartar las manos de Guido, pero fue éste quien lo levantó del suelo, ciñendo tan fuertemente con los brazos sus caderas que mantenía a Tonio en vilo mientras con la boca le rodeaba el pene con húmeda calidez, en una delirante y deliciosa succión. Era más fuerte y violento que Domenico. Apretó los dientes para contener un grito, y entonces cayó hacia atrás, liberado, y se incorporó para hundir la cabeza entre los brazos, con las rodillas levantadas, al tiempo que las últimas sacudidas del placer se desvanecían.