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– Eso tal vez cambie -susurró Tonio. Todo su cuerpo se tensó, en especial el rostro, y por un momento experimentó la tentación de esbozar aquella sonrisa irónica a la que había recurrido en el pasado en momentos como aquél, pero su voz prosiguió, moderada, tranquila-. Cuando me miro al espejo el reflejo me devuelve la imagen de Domenico.

Sí, Domenico, pensó. Y mi hermano en Venecia, el señor de la casa de los Treschi, sonriendo al ver que por fin nos hallamos separados por una distancia insalvable.

Se sintió ligero y etéreo, algo indefinible pese a todos los nombres que se le había dado surgía de las entrañas del muchacho que había sido.

– Sí -decía Guido-, llegarás a parecerte mucho a Domenico.

Tonio no pudo ocultar su miedo, su repugnancia. Guido le tocó la mano. Pero la presencia evanescente de Carlo lo confundía, un recuerdo desgarrado de haber presionado su rostro contra aquel otro tan duro y escrupulosamente afeitado, del suspiro de su hermano, ronco y callado, acarreando consigo pena y cansancio y la inevitable fuerza masculina recibida de Dios,.

– Domenico es hermoso -le reconvino Guido-. Y también tiene esa fuerza masculina.

– ¿Domenico? -inquirió Tonio-. ¿Fuerza masculina? Es una Circe.

Nunca olvidaría sus caricias, que incluso ya lejanas lo llenaban de vergüenza por el deseo que le habían inspirado.

Pero Carlo estaba con él. Carlo había invadido aquella sala, aquel momento, aquella intimidad con Guido que él tanto valoraba; el sonido de la risa de Carlo revoloteaba por aquellos salones. Miró a Guido y sintió amor por él, y al bajar la mirada, vio que los dedos del maestro seguían acariciándolo. Domenico. Fuerza. También Guido reía, en voz baja.

– Tal vez Domenico es una Circe en la cama -bromeaba Guido-. En ese aspecto no tengo más que fiarme de tu opinión. Pero cuando canta, esa otra fuerza aflora en él producto de su belleza tanto como de su voz. Incluso vestido y peinado como una mujer, su cuerpo se adivina acerado y poderoso, inspira miedo a los demás. Oh, tenías que haber visto las caras del público cuando cantaba. La fuerza de la que te hablo no te la da el pelo en el pecho o una pose intimidante. Es algo que emana del interior. Domenico la tiene. Domenico no obedece ni a Dios ni al diablo. Y tú, jovencito, todavía no has comenzado a aprender lo que significa ser un castrato.

– Quiero entenderlo -susurró Tonio-. Pero nunca vi a Domenico de ese modo. Me parecía un silfo, algunas veces un ángel. -Tonio se interrumpió-. O tal vez sólo un eunuco -confesó.

Sin embargo, sus palabras no ofendieron a Guido.

– Un eunuco -repitió, casi absorto en lo que parecía una revelación-. Así que te veías reflejado en Domenico. Y él vio en ti su propio estilo de belleza y fortaleza. Siempre buscaba a los que más se le semejaban. Los dos últimos años estuvo muy solo…

– ¿Sí? -quiso saber Tonio. Nunca lo abandonaría la tristeza de haber decepcionado a Domenico, aunque el muchacho tal vez ya lo hubiera olvidado.

– Sí, muy solo -prosiguió Guido-, porque era mejor que todos sus compañeros y ésa es la peor soledad. Mirase donde mirara, sólo veía envidia y miedo. Entonces apareciste tú y fue inevitable que se fijara en ti. Por eso te provocó Lorenzo. El sentía por Domenico un amor no correspondido.

Tonio estaba desolado. Contemplaba las cartas que tenía delante: el rey y la reina de mirada despiadada. La reina tenía unos ojos rasgados bizantinos. Era la reina de espadas.

– No te preocupes por Domenico. Si lo heriste como tú dices, entonces le habrás enseñado algo muy valioso. Sólo te pareces a él en la elegancia. Tienes sus mismos huesos hermosos y ese cabello que tanto gusta a las mujeres. Pero tú eres más corpulento, serás mucho más alto, y tus rasgos son muy peculiares porque… -Guido se interrumpió, con los ojos clavados en Tonio, el rictus de la boca relajado en su arrobo-. Son muy distintos de los que encuentras en los demás hombres. Cuando salgas al escenario emitirás una luz deslumbrante que anulará a todos aquellos que estén sobre las tablas, incluido Domenico, tu delicada sombra, si estuviera ahí.

En el camino de vuelta al conservatorio, Tonio permaneció en silencio. Entraron en las habitaciones de Guido. A pesar de su austeridad, aquellos pocos muebles sólidos y la vieja alfombra turca constituían todo un lujo en las severas dependencias del conservatorio y Tonio sentía más que nunca que pertenecía a Guido cuando estaban allí.

La amplia cama con dosel se adornaba con cortinas oscuras durante el invierno, y Tonio se echó sobre la colcha y apoyó la cabeza en el cabezal de madera mientras Guido encendía las velas del clavicémbalo, lo cual significaba que el amor aún tardaría un poco en llegar.

En voz baja, Tonio preguntó:

– ¿Seré muy alto?

– Eso nunca se sabe. Depende de lo alto que hubieses sido, pero estás creciendo deprisa.

Tonio notó que un agua negra le subía a la boca, como si estuviera a punto de vomitar. Estas preguntas tengo que hacerlas ahora o nunca, pensó.

– ¿Qué más me está ocurriendo?

Guido se volvió. Tonio se preguntó si recordaría aquella noche en Roma, en aquel pequeño jardín, cuando Tonio, ahogándose como si le faltara el aire, sintiéndose morir, había abierto los brazos hacia él, a esa estatua que brillaba con luz propia a la luz de la luna.

– ¿Qué me está ocurriendo? -preguntó entre susurros-. Quiero saberlo, tú puedes contármelo.

Qué indiferente se mostraba Guido. Su oscura figura se interpuso entre Tonio y las velas de modo que su rostro quedara en sombras.

– Seguirás creciendo. Los brazos y las piernas aumentaran de longitud, pero cuánto, nadie lo sabe. Recuerda, sin embargo, que siempre te parecerán normales. Es precisamente la flexibilidad de los huesos la que te proporciona esa potencia de voz. Con cada día de trabajo, aumenta la capacidad de tus pulmones gracias a que las costillas conservan la elasticidad. Así que pronto tendrás una potencia en los registros más altos que una mujer nunca podría alcanzar. Ni ningún niño, ni ningún otro hombre.

»Pero los brazos serán más largos de lo normal y los pies se te aplanarán. Tendrás los brazos débiles como una mujer. No serán musculosos como en los hombres normales.

Tonio se volvió de espaldas con tanta brusquedad que Guido lo sujetó.

– ¡Olvida todo eso! -dijo Guido-. Sí, sí, hablo en serio. Olvídalo, porque cada vez que caigas en la tentación de lamentarte de tu suerte significará que no has aceptado lo inevitable. Recuerda en dónde reside tu fuerza.

– Oh, sí -asintió Tonio con tono sarcástico y amargo.

– Y ahora tengo un último consejo que darte -dijo Guido-. Y es el más importante.

– Adelante -invitó Tonio con una leve sonrisa.

– Te has alejado de las mujeres y eso no es bueno.

Tonio se sulfuró. Estaba a punto de protestar pero Guido lo besó con rudeza en la frente.

– En Venecia tenías una novia. Cuando los cantantes callejeros volvían a sus casas, tú te reunías con ella en una góndola. Solía vigilarte, y ocurría noche tras noche.

– Es mejor olvidar también eso. -Tonio sonrió de nuevo, y aquel pequeño gesto volvió su rostro gélido.

– No, en absoluto, no lo olvides. Acaricia ese recuerdo, y cada vez que el fuego se apodere de ti, no importa dónde ni cuándo, si existe alguna oportunidad de poner de nuevo en escena ese ritual, hazlo. Y si la pasión te acerca a otros hombres, a otros eunucos, sean quienes sean, no la reprimas, no la desperdicies, no la dejes escapar. Compórtate con dignidad y sentido común, pero no rechaces tu instinto, ni por el amor que sientes hacia mí, ni por tu amor a la música, ni por indiferencia. Al contrario, tienes que dejarte llevar por tus deseos.