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– ¿Por qué me dices esto?

– Porque nunca sabes cuándo se desvanecerá. Los hombres nunca la pierden, pero nosotros no siempre la conservamos.

– ¿Y tú? ¿No tienes miedo de perderla? -preguntó Tonio.

– No, ahora no. La había perdido por completo hasta que el destino nos unió. Fue en la ciudad de Ferrara, cuando te vi en aquella cama, con fiebre y necesitado de atenciones. -Guido hizo una pausa-. Pensé que la había perdido junto con la voz.

Tonio lo miró sin pronunciar palabra. Parecía estar sopesando todo aquello, pero Guido advirtió que no debería haber mencionando nunca aquel momento, aquella ciudad.

Tonio estaba lívido y tenso, no parecía él, sino una amarga y desasosegante imagen de sí mismo.

Sin embargo, cogió la mano de Guido y lo atrajo hacia sí.

Horas más tarde, Tonio se despertó sobresaltado. Había tenido un sueño terrible, el sueño compuesto por cosas y hombres reales, y aquella lucha que había terminado en irrevocable derrota.

Se incorporó en la oscuridad y lo invadió la paz y la seguridad de aquella habitación, a pesar de estar entremezcladas con la amargura y el dolor. Advirtió que llevaba un buen rato escuchando una música que constantemente empezaba para detenerse al poco rato. Luego sonó una solemne melodía sacra que se desarrollaba con lentitud.

En la tenue luz de la habitación vio a Guido al clavicémbalo; las velas formaban un conjunto de lenguas sólidas e inmóviles en el aire, y cubrían parcialmente el rostro ceñudo de Guido, apenas entrevisto tras ellas, como un lóbrego velo.

Le llegó el penetrante e inconfundible aroma de la tinta y oyó el rasgueo del lápiz de Guido sobre el papel. Tocó de nuevo esa melodía y, por primera vez, Tonio oyó la voz de Guido, grave, casi apagada, susurrando una melodía que no podía cantar.

Tonio sintió tanto amor hacia él que mientras lo observaba grabó aquel momento en su memoria. Nunca lo olvidaría.

Por la mañana, Guido le dijo que había alargado mucho el solo que iba a cantar en la misa de Navidad. En realidad, había escrito una cantata entera.

Tenía que ir a ver al maestro Cavalla y conseguir su aprobación para que pudiera ser interpretada.

Cuando volvió al aula de prácticas era ya mediodía, y anunció que el maestro, que ese año había dedicado mucho tiempo a Domenico, estaba encantado con lo que Guido había compuesto. Tonio lo cantaría. Había llegado el momento de perfeccionarlo juntos. No había tiempo que perder.

Capítulo9

La víspera de Navidad, la capilla del conservatorio estaba llena hasta los topes.

El aire era helado y transparente, y Tonio había pasado las últimas horas de la tarde en la ciudad, contemplando los pesebres de tamaño natural que tanto gustaban a los napolitanos, y que en las familias se pasaban de generación en generación. En los tejados de las casas, en los porches, en los jardines de los conventos, en todas partes, se escenificaban momentos de la Natividad con magníficas imágenes de la Virgen, San José, los pastores y los ángeles que aguardaban la llegada del Niño Salvador.

Nunca antes había sido tan palpable para Tonio el verdadero significado de aquella noche. Cuando salió del Véneto, perdió la fe y se sentía abandonado por la gracia divina. Sin embargo, aquella noche el mundo daba la impresión de querer y poder renovarse. Tras el ritual, los himnos y las imágenes gloriosas se escondía un poder ancestral. A medida que la medianoche se acercaba, crecía su impaciencia. Cristo venía al mundo. La luz brillaría en la oscuridad desplegando un poder misterioso y desgarrador.

Pero cuando bajó las escaleras en su uniforme negro, con la faja roja ciñéndole la cintura, experimentó el primer conato de nerviosismo por su actuación, consciente del efecto que la preocupación ejercía en su voz, se sintió doblemente afligido.

De repente, no recordaba ni una sola palabra de la cantata de Guido, ni de la melodía. Se dijo que era una composición extraordinaria, que Guido avanzaba ya hacia el clavicémbalo para dirigir, y que tenía la partitura en las manos, por lo que no importaba si se quedaba en blanco. Casi sonrió.

¡Aquello era el mejor regalo que podía recibir! Si él estaba aterrorizado, ¿cómo se sentiría el maestro? El coro de castrados estaba preparado para elevar las voces al cielo.

Pero él seguía aterrorizado, como los demás cantantes. Aunque en un momento, tal como Guido le había asegurado, se tranquilizaría, y al escuchar los compases de apertura, todo iría a la perfección.

Sin embargo, mientras avanzaba junto a la pared entre sus compañeros, camino de la barandilla delantera, distinguió en la primera fila de los asistentes, justo debajo él, la pequeña cabeza rubia de una joven. Estaba leyendo el programa y su vestido de tafetán oscuro formaba un círculo a su alrededor.

Desvió la mirada de inmediato. Imposible que se tratara de ella en aquella noche única. No obstante, como si una mano siniestra, una mano brutal e intimidante le obligara a mover la cabeza, la miró de nuevo. Vio los delicados mechones de sus rizos sedosos, y entonces la joven alzó los ojos despacio y durante un instante se miraron.

Sin duda la muchacha se acordaría de aquel extraño episodio en el comedor de la condesa, de aquel atolondramiento fruto de la embriaguez, algo que él nunca podría perdonarse. Sin embargo, en la expresión de la joven no había malicia. Tenía un aire meditativo, casi de ensoñación.

Lo invadió la amargura, una amargura que lo emponzoñaba, que corrompía desde la raíz la seductora belleza de aquel lugar, el sagrario, con su hilera de velas, los gigantescos y fragantes ramos de flores.

Intentó serenarse. Era ella quien había desviado la mirada primero, mientras sus pequeñas manos doblaban el papel sobre el regazo haciéndolo crujir. Tonio experimentó un creciente nerviosismo, que paulatinamente fue remitiendo hasta desaparecer por completo. Se sentía traspasado por un dolor que lo purificaba.

La única sensación de realidad que percibía era la de estar atrapado. La congregación guardaba silencio y Guido se había sentado ante el clavicémbalo. La pequeña orquesta alzaba sus instrumentos. Un pensamiento se abrió paso hasta él con toda claridad: «No puedo.» La música no era más que un conjunto de signos indescifrables. De pronto sonaron los estallidos iníciales de las trompetas.

Miró hacia el espacio vacío que se abría ante él. Empezó a cantar.

Las notas subían, caían en picado y ascendían otra vez, la letra se entrelazaba sin esfuerzo, el pergamino con la partitura se le enrollaba en las manos. Comprendió enseguida que todo iba bien. No estaba perdido, al contrario, su voz se imponía cada vez con más fuerza y hermosura. Sintió una primera y casi imperceptible punzada de orgullo.

Cuando tocó a su fin, Tonio supo que había conseguido un pequeño triunfo.

El público, al que no le era permitido aplaudir, tosía, se removía en los asientos, movía los pies, sutiles señales de una aprobación incondicional. Tonio la constataba en los rostros. Mientras seguía a los otros castrati para salir de la capilla, sólo deseaba estar a solas con Guido. Aquella necesidad era tan urgente que apenas podía soportar las felicitaciones, los calurosos apretones de mano, Francesco murmurándole que Domenico hubiese enfermado de celos…

Que Guido lo poseyera sería elogio suficiente, lo demás ya lo sabía, y además estaba agotado.

Sin embargo, se volvió hacia la hilera de gente que abandonaba la capilla, y cuando salió la muchacha rubia, Tonio se ruborizó.

La realidad de la joven era tan asombrosa… En su memoria ella había palidecido, se había vuelto insignificante, y en esos momentos estaba allí, con el cabello de oro cayéndole con suavidad sobre la redonda nuca, y sus ojos, tan infinitamente serios, convertidos en un destello de azul marino. Llevaba un pequeño lazo violeta en la garganta cuyo reflejo coloreaba sus labios del mismo color. Algo fruncidos, apetecibles, casi podía sentir su plenitud, como si con el pulgar hubiese presionado sobre los labios de ella justo antes de besarla. Turbado, desvió la mirada.