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Guido se hallaba en un estado de éxtasis. Tonio enseguida comprendió que, aunque podía pagar a Guido todo su tiempo para que le diera clases particulares, Guido deseaba el reconocimiento del maestro por el resultado obtenido con sus alumnos y sus composiciones, Guido avanzaba en la realización de algunos de sus sueños.

El día que el maestro aceptó el Pasticcio, la euforia de Guido llegó hasta tal punto que tiró al aire todas las páginas de la partitura.

Tonio se arrodilló para recogerlas y entonces le hizo prometer que los llevaría a él y a Paolo un par de días a la vecina isla de Capri.

Cuando le dijeron que iría con ellos, Paolo rebosaba de excitación. Era un muchacho cariñoso y que se hacía querer, con la cara redonda, la nariz chata y un manojo de indómito cabello castaño. Tarde por la noche, en la posada, Tonio le daba conversación, entristeciéndose al descubrir que el chico no recordaba a sus padres, sólo una sucesión de orfanatos, y al viejo maestro del coro que le había prometido que la operación no sería dolorosa, lo cual resultó ser mentira.

A medida que avanzaba la Cuaresma, Tonio iba adivinando qué triunfo anhelaba Guido: Tonio tenía que salir al escenario pero no con el coro, él solo.

No sería peor que en la capilla, ni que las procesiones que pasaban entre la gente de la calle camino de la iglesia.

Sin embargo, la perspectiva lo deprimía. Pensaba en el público y lo invadía un dolor casi físico cuando se imaginaba saliendo al escenario, ante las luces, la conocida sensación de desnudez, de vulnerabilidad, de… ¿qué? ¿De pertenecer a otros? ¿De ser objeto destinado a complacer a los demás, en vez de ser una persona que debe ser complacida?

A pesar de todo lo deseaba con todas sus fuerzas. Deseaba el dolor y el brillo y el entusiasmo, y recordó que, mientras Domenico cantaba, se había prometido que algún día superaría a su compañero.

Pero cuando por fin abrió la partitura de Guido y supo que tendría que hacer un papel de mujer, se quedó atónito.

Estaba completamente solo.

Había pedido permiso para llevarse la partitura al pequeño teatro vacío y practicar allí oyendo cómo su voz llenaba el lugar.

En el vestíbulo se filtraban unos rayos de luz solar, los palcos vacíos se veían huecos y oscuros, y el escenario, desposeído incluso de las cortinas, dejaba al descubierto el mobiliario y los decorados.

Al sentarse al clavicémbalo y mirar la partitura que tenía ante sí, experimentó la instantánea y nítida sensación de que lo habían traicionado.

No obstante, casi veía el rostro asombrado de Guido cuando se enfrentó a él. Guido no lo había hecho con el propósito de humillarlo, sino que se limitaba a proporcionarle todas las oportunidades de aprendizaje.

Obligó a sus manos a tocar la primeras notas, liberó toda la potencia de su voz y oyó cómo las frases iníciales llenaban el pequeño teatro. En su mente cobró vida toda la representación. Sintió a la multitud, oyó la orquesta, y vio a la muchacha rubia en primera fila.

Él se hallaba en el centro de aquel espléndido horror, un hombre vestido de mujer. No, no eres un hombre, lo habías olvidado. Sonrió. Al recordarlo, Domenico le parecía inocente, sublime y poderoso en sumo grado.

Notó que la voz se le secaba en la garganta.

Sabía que debía hacerlo. Que tenía que aceptar la situación. Ésa era la lección aprendida en la montaña, y dentro de los pétalos abiertos de aquel nuevo terror se encontraba la semilla de una fuerza mayor. Deseó poder regresar a la montaña. Deseó comprender por qué lo había ayudado y transformado en aquella ocasión.

Sin perder un instante, se puso en pie y cerró el clavicémbalo.

Buscó un lápiz en el dormitorio de Guido y escribió su mensaje en la primera página de la partitura: «No puedo interpretar papeles de mujer, ni ahora ni nunca. No pienso interpretar ese papel si no lo modificas.»

Cuando Guido volvió, podía haberse enzarzado en una discusión, pero Tonio mantuvo un obstinado silencio. Conocía todos los argumentos: los castrati interpretaban papeles de mujer en todas partes, ¿pensaba que podría ir por el mundo cantando sólo papeles masculinos? ¿No comprendía que aquello implicaba un sacrificio? ¿Que no siempre podría elegir?

Tonio, finalmente, alzó la vista y en voz baja, dijo:

– No lo haré, Guido.

Guido se había marchado. Había ido a pedir permiso al maestro para reescribir, para modificar por completo el último acto.

Había transcurrido una hora desde que se había ido.

En la garganta de Tonio persistía aquella sequedad, aquella sensación de espesor desconocida. Le resultaba imposible cantar, y todas las vagas imágenes de la montaña y la noche que pasó allí no le servían de consuelo. Estaba asustado. Se sentía arrastrado hacia un sentimiento que lo destruiría por completo, y que hasta entonces no había previsto. Ser todo lo simple y manejable que un castrado debía ser, eso representaría la muerte. Siempre estaría dividido. Siempre existiría dolor. Dolor y placer, que se amalgamaban y le provocaban distintas reacciones, le daban forma pero sin que uno se impusiera jamás al otro. Nunca habría paz.

Cuando Guido regresó, no esperaba que lo hiciera en una actitud tan cabizbaja, y enseguida intuyó que ocurría algo. Guido permaneció sentado un buen rato ante su escritorio sin decir palabra.

– Le ha dado el papel principal a Benedetto, su alumno -anunció al fin-. Dice que tú puedes cantar en el último acto el aria que escribí para Paolo.

Tonio pugnaba por encontrar las palabras, quería decir que lo sentía, y que era consciente de que lo había decepcionado profundamente.

– Es tu música, Guido -murmuró-, y todo el mundo la escuchará…

– ¡Pero yo quería que la escucharan cantada por ti, tú eres mi alumno, quería que te escucharan!

Capítulo11

El Pasticcio de Pascua fue un éxito. Tonio colaboró en las revisiones del libreto, echó una mano con el vestuario, y trabajó entre bastidores en todos los ensayos hasta el agotamiento.

Habría un lleno absoluto y era la primera vez que Guido iba a tocar allí. Tonio le había comprado una peluca nueva para la ocasión y una elegante chaqueta de brocado color burdeos.

Guido había reescrito la canción para él. Era un aria cantabile traspasada de una exquisita ternura y perfecta para el talento cada vez mayor de su alumno.

Cuando Tonio salió al escenario, deseó fervientemente que la ya conocida sensación de vulnerabilidad se transmutara en regocijo, en una embriagadora conciencia de la confusa belleza que le rodeaba, las caras expectantes por doquier y la obvia e indudable potencia de su propia voz.

Respiró hondo y con calma antes de empezar, sintió la tristeza del aria y entonces se lanzó de lleno con la esperanza de conmover al público hasta las lágrimas.

Pero cuando vio que lo había conseguido, que los espectadores que tenía delante estaban llorando, se quedó tan asombrado que casi se le olvidó abandonar el escenario.

La joven de rubios cabellos también estaba allí, tal como Tonio había sospechado. La vio paralizada, con la mirada fija en él. El triunfo casi superaba todas las expectativas de Tonio.

Pero ésa era la noche de Guido, el debut de Guido ante un público de sofisticados napolitanos, y cuando Tonio lo vio saludar, desechó de su mente todo lo demás.

Aquella noche, más tarde, en casa de la condesa Lamberti, se encontró con la muchacha rubia de nuevo.

El palacio estaba atestado de gente. La Cuaresma había terminado y todo el mundo quería bailar, beber, y como la velada en el conservatorio había sido un éxito, todos los músicos eran bien recibidos en la fiesta. Tonio, vagando de acá para allá con el vaso en la mano, descubrió a la chica que entraba por una puerta. Iba del brazo de un caballero muy anciano de tez oscura, pero cuando sus miradas se cruzaron, ella lo saludó levemente con un gesto. Luego se fue a bailar.