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Nadie se dio cuenta, por supuesto. Nadie lo hubiera considerado importante, pero a Tonio la cabeza le empezó a dar vueltas. Se alejó de ella lo más deprisa que pudo preguntándose incluso críticamente y con repentino mal humor por qué estaba ella allí. A fin de cuentas era tan joven… Seguro que no estaba casada, y casi todas las chicas italianas de su edad estaban encerradas en conventos. Era raro que asistieran a un baile.

Su futura esposa, Francesca Lisani, había permanecido tanto tiempo enclaustrada que cuando le anunciaron que se casaría con ella, ni siquiera recordaba su cara. Pero estaba tan hermosa la tarde que por fin se vieron en el convento… aunque fuera a través de una reja… ¿Por qué se había sorprendido tanto?, pensó en esos instantes. Al fin y al cabo era hija de Catrina.

¿Para qué pensar en todo eso? Le resultaba irreal, o mejor dicho, a ratos le parecía irreal y a ratos intensamente real. En cualquier caso, la única verdad abrumadoramente objetiva era que cada vez que hacía una pausa, alguien lo felicitaba por su actuación.

Elegantes caballeros a los que no conocía, con el bastón en una mano y un delicado pañuelo de encaje en la otra, le hacían reverencias, le aseguraban que había estado magnífico, que tenían grandes esperanzas puestas en él. ¡Grandes esperanzas! Las damas le sonreían, y bajaban momentáneamente aquellos espléndidos abanicos pintados, dándole a entender que si lo deseaba, podía sentarse con ellas.

¿Y Guido? ¿Dónde estaba Guido? Guido estaba rodeado de gente, y se reía, cogido del brazo de la condesa Lamberti.

Tonio se detuvo, bebió con torpeza un buen trago de vino blanco y continuó su paseo. Llegaban más invitados y por la puerta principal se coló una corriente de aire fresco.

Apoyó el hombro contra el marco esculpido en madera de un gran espejo, y de pronto advirtió que había sido durante su último día en Venecia cuando vio a su futura esposa. ¡Oh, ese día habían ocurrido tantas cosas!, se había acostado con Catrina, había cantado en San Marco.

Aquellos recuerdos eran una agonía. ¿Cuánto tiempo llevaba en Nápoles? ¡Casi un año!

Cuando vio que Guido lo llamaba con una seña, se acercó a él.

– ¿Has visto a ese hombrecillo de ahí, el ruso? Es el conde Sherzinski -susurró Guido-. Es un aficionado con mucho talento. He compuesto una sonata para él. Tal vez la interprete después.

– Eso es estupendo -dijo Tonio-, pero ¿por qué no la tocas tú mismo?

– No. -Guido sacudió la cabeza-. Es demasiado pronto. Acaban de descubrir que soy algo más que… -Pero se tragó las palabras y Tonio le apretó la mano con disimulo.

Habían llegado más músicos del conservatorio. Guido se alejaba y Pietro, el rubio castrato milanés, se acercó a Tonio.

– Esta noche has estado maravilloso -le dijo-. Cada vez que cantas aprendemos algo nuevo de ti.

Tonio vio a lo lejos a Benedetto, el nuevo discípulo que había interpretado el papel que en principio estaba reservado para él. Benedetto pasó junto a ellos sin mirarlos.

– Ha sido su noche -comentó Tonio con aire resignado-, y la de Guido, por descontado.

Había ayudado a Benedetto con su vestuario, le había puesto la peluca de rizos y las cintas en el cabello. Qué desdeñoso se había mostrado éste con los que estaban a su alrededor, y a Tonio lo había tratado como a un criado. Estaba muy orgulloso de sus largas y perfectas uñas ovaladas, todas ellas con su pálida media luna en la base. Debía de habérselas pulido al quedarse a solas, pues en el escenario brillaban como si se las hubiera esmaltado. Sin embargo, había en su talante algo encallecido, famélico, y los encajes y las joyas falsas no llegaban a transformarlo, aunque él los llevaba sin el menor reparo. ¿Qué pensaría, se preguntaba Tonio, si supiera que he renunciado a ese papel por no ponerme esa ropa?

– Ha estado bien, siempre estará bien -dijo Pietro dedicando a Benedetto una mirada de fría aprobación.

Condujo a Tonio a la sala de billar.

– Quiero hablar contigo, Tonio -le dijo. Desde donde estaban se veía la sala de baile y la larga hilera de los que danzaban el minuet, aunque la música llegaba allí baja y distorsionada. En determinados momentos, cuando el murmullo de las conversaciones se intensificaba, aquellos hombres y mujeres de espléndidos atuendos parecían bailar sin música.

– Es sobre Giovanni, Tonio. Ya sabes que el maestro quiere que se quede un año más, porque piensa que no está lo bastante preparado para el escenario, pero a Giovanni le han ofrecido un puesto en un coro de Roma y quiere aceptarlo. Si se tratara de la capilla papal, el maestro diría que sí, pero como no lo es, ha arrugado la nariz… ¿Tú que crees, Tonio?

– No lo sé -respondió éste, pero sí lo sabía. Giovanni nunca había tenido talento suficiente para el escenario, lo supo la primera vez que lo escuchó.

La chica del cabello dorado apareció, enmarcada en una arcada distante. ¿Llevaba el mismo vestido violeta? ¿El mismo que había llevado hacía casi un año? Su cintura parecía tan estrecha que Tonio hubiera podido abarcarla fácilmente con las manos. La redondez de sus pechos se adivinaba perfecta y radiante, y la piel de éstos tan delicada como la de sus mejillas. Sus cejas, inexplicablemente, no eran rubias, sino oscuras, a juego con el azul de sus ojos, y eso era lo que le daba un aspecto tan serio. Tonio distinguía con toda claridad su expresión, el ceño algo fruncido y el mohín algo disgustado de su labio inferior.

– Pero, Tonio, Giovanni quiere ir a Roma, eso es lo peor de todo. A Giovanni el escenario nunca le ha gustado, ni le gustará. Lo que siempre ha soñado es cantar en la iglesia. De niño ya fantaseaba con la idea de…

– ¿Y qué quieres que yo haga? -preguntó Tonio con una sonrisa.

– Puedes darnos tu opinión, Tonio -respondió Pietro-. ¿Crees que Giovanni llegará a triunfar algún día en la Ópera?

– Lo que debes hacer es preguntarle a Guido.

– Pero, Tonio, no lo comprendes. El maestro Guido nunca podría contradecir al maestro di capella, y Giovanni desea con toda su alma ir a Roma. Tiene diecinueve años, lleva aquí tiempo suficiente, es la mejor oferta que jamás haya recibido.

Entre ellos se hizo un breve silencio. La chica se volvió, hizo una reverencia, tomó la mano de su compañero de baile y siguió a la hilera de bailarines, con la falda ondulándose a su alrededor. De repente, Pietro se echó a reír y le dio a Tonio un leve codazo en las costillas.

– Así que ésa es la que te gusta, ¿eh? -le susurró.

– No, no, en absoluto. -Tonio se ruborizó. Tenía que controlar su enojo-. Ni siquiera sé quién es. Sólo la estaba admirando.

Fingió indiferencia hasta donde le fue posible. Llamó a un camarero, cogió un vaso de vino blanco y lo levantó hacia la luz como si el reflejo del cristal bañado por el líquido lo fascinara.

– Adúlala, y tal vez te haga un retrato -dijo Pietro-. Si la dejaras, te pintaría desnudo.

– ¿Qué estás diciendo? -inquirió Tonio, airado.

– Pinta hombres desnudos. -Pietro rió. Parecía disfrutar de lo lindo con aquellas bromas-. Claro está que son ángeles y santos, pero no llevan mucha ropa. Si no me crees, ve a visitar la capilla de la condesa. Todos los murales del altar son obra suya.

– ¡Pero si es muy joven!

– ¡Sí, lo es! -convino Pietro con una amplia sonrisa.

– ¿Y cómo se llama?

– No lo sé, pregúntaselo a la condesa. Son algo parientes. Yo en tu lugar me fijaría en una dama más madura. Las chicas como ésa sólo traen problemas…

– Bueno, la verdad es que me da exactamente igual -dijo Tonio con brusquedad.

Una pintora de murales. La idea lo turbó, lo cautivó, le otorgaba un carácter nuevo y sensual, y de repente su aire negligente se le antojó mucho más seductor. Se la veía concentrada en algo ajeno a su belleza y al escudo que ésta le brindaba. ¡Era tan hermosa! ¿Había sido Rosalba, la pintora veneciana, tan hermosa? Y si era así, ¿por qué pintaba? Pensar en ello era una estupidez. ¿Qué más le daba a él si era la mejor pintora de toda Italia? Sin embargo, la idea de verla con un pincel en la mano lo llenaba de una deliciosa excitación.