Ella lo había perdido, lo había perdido irremisiblemente, y sin embargo los ojos de Tonio se empañaban cuando pensaba en su madre. Se descubrió volviendo la espalda, con el pulso acelerado, al espectáculo cotidiano de aquellas mujeres vestidas de luto en las iglesias de todas partes, viudas ancianas y jóvenes encendiendo las velas, arrodilladas ante los altares y que caminaban formando negros enjambres, acompañadas de sus viejas criadas, por las calles.
Empezaron a llegarle invitaciones para cantar en cenas y conciertos privados. Una vez se aventuró a hacerlo en casa de la anciana marquesa a quien había conocido en su primera fiesta en la residencia de la condesa Lamberti.
Pero a medida que pasaba el tiempo, se limitaba a excusarse, sin importarle.
Naturalmente, Guido estaba furioso.
– ¡Tienen que escucharte! -insistía-. Tienen que verte y escucharte en los grandes teatros, Tonio, los visitantes extranjeros deben conocerte, ¿comprendes?
– Bueno, que vengan a verme y a escucharme aquí -se apresuraba a responder Tonio, y echaba la culpa a sus rigurosos horarios-. Esperas demasiado de mí -dijo con convicción-. Además, el maestro siempre se queja de que los chicos salen y beben demasiado y…
– Oh, calla -replicó Guido con desdén.
Por propia decisión el conservatorio se convirtió en el único lugar donde Tonio actuaba. Sólo salía para acudir a las clases de esgrima y nunca aceptó las invitaciones de los otros jóvenes para salir a beber o de caza.
No dejaba de asombrarle el hecho de ver a su amiga de rubios cabellos. La chica se hallaba en la iglesia de los Franciscanos cuando Tonio acudió con los demás chicos para dar su concierto habitual. La descubrió en el teatro San Carlos, acomodada como una reina en el palco de la condesa. Miraba el escenario del mismo modo que lo hacían los ingleses, y parecía totalmente absorta en la música. Y acudía al conservatorio siempre que actuaba Tonio.
De vez en cuando, Tonio volvía a casa de la condesa con un propósito, aunque nunca se atrevió a admitirlo ante sí mismo. Iba a la capilla y contemplaba aquellos delicados murales de tonos oscuros, la virgen de rostro ovalado, los ángeles de alas rígidas, los fornidos santos. Siempre lo hacía cuando ya era tarde y había bebido más de la cuenta. A veces, en el salón de baile, la miraba con tanta audacia y durante tanto rato que a buen seguro su familia debía de sentirse ofendida.
Pero no era así.
Su vida en el conservatorio era lo que más lo llenaba; nada alteraba su programa de estudios, su felicidad cotidiana, excepto las largas cartas de su prima Catrina, quien, pese al hecho de que él casi nunca respondía, se mostraba cada vez más osada.
Las recibía siempre a través del mismo veneciano de la embajada, y se trataba de cartas dirigidas exclusivamente a Tonio.
También ella le informaba del nacimiento del segundo niño de Marianna, y se limitaba a decir que era tan sano y hermoso como el primero.
Los bastardos de Carlo superan con mucho el número de sus hijos legítimos, o al menos eso me han dicho, ya que, al parecer, ni siquiera sus brillantes éxitos en el Senado y en el Consejo impiden su goce casi constante de las mujeres.
Sin embargo tu madre lo adora y no se queja de nada.
Todos se maravillan de su vigor, su fuerza, su capacidad para el trabajo y la diversión desde el amanecer hasta que suenan las campanadas de medianoche. Cuando le expresan su admiración, él siempre responde sin vacilar que el exilio y la desgracia se han aunado para enseñarle a saborear la vida de la que ahora disfruta.
Sin embargo, ante la mera mención de su hermano Tonio, se echa a llorar. Oh, cómo se alegra de que las cosas te vayan bien, y pese a toda esa dicha, no deja de interesarse por tus progresos en el canto y en el manejo de la espada.
«El escenario -me dice-, ¿crees que realmente lo conseguirá algún día?» Y me confiesa que intuye en ti un temperamento parecido al de Alessandro, tu antiguo maestro.
Yo le comento que tu modelo es Caffarelli, y tendrías que ver la cara que pone.
¡Le gustaría que todo el mundo se compadeciera de él! ¿Lo puedes creer? Me recrimina que no sepa entender el suplicio que representa para él el recuerdo de este terrible infortunio.
«¿Y los duelos? -me dice-. ¿Qué son todos esos duelos? Yo sólo deseo que viva en paz.»
«Sí, pero sólo en la tumba se halla la auténtica paz», le contesto. Y eso desata de nuevo sus emociones y se marcha hecho un mar de lágrimas.
Aunque luego vuelve, fortalecido por el vino, complacido y cansado de los juegos de azar. Y con ojos turbios me condena por mi acritud, sí, y me confiesa que a menudo se pregunta si no hubiera sido mejor que el cirujano le hubiese causado un daño mayor a su desgraciado hermano Tonio a fin de que pudieras descansar en paz.
«¿Pero cómo? -le contesto riendo-, qué idea más descabellada. Pero si le va de maravilla en todos los aspectos.»
«¿Y si lo matan en uno de esos estúpidos duelos? Ese temor ocupa mi pensamiento día y noche. No deberías haberle mandado las espadas que te pidió.»
«Las espadas se pueden comprar en cualquier parte», le recuerdo.
«Oh, mi pobre hermano -se lamenta con tanta emoción que arrancaría las lágrimas de cualquier público-. ¡Nadie sabe por lo que estoy pasando!» Y entonces me vuelve la espalda despectivo, como si no pudiera confiar a alguien tan estúpido y poco compasivo el auténtico alcance de sus lamentos.
Tonio, te suplico que seas juicioso y prudente. Si le llegan más rumores sobre tu destreza con las espadas, tal vez se decida a mandar un par de bravi a Nápoles para que te protejan. Y me parece que la compañía de esos hombres sería un engorro. Tonio, ve con cuidado y sé prudente.
En cuanto a la voz, ¿quién puede cuestionar el don que Dios te ha dado? Por las noches, tumbada en mi cama, oigo tu voz. Cómo me gustaría poder escucharla de nuevo y abrazarte para demostrarte que mi amor no ha disminuido lo más mínimo. Tu hermano es un estúpido incapaz de imaginar tus logros futuros.
Tonio guardó aquella carta mucho tiempo antes de quemarla, como había hecho con tantas otras.
La carta lo había divertido y fascinado de un modo extraño, y atizó su odio hacia Carlo con una llama nueva y más ardiente.
¡Con qué claridad veía a su hermano apurar el cáliz de la vida que le ofrecía Venecia! Se lo imaginaba moviéndose por los salones de baile, asistiendo al Senado, al Ridotto, y abandonándose en brazos de una cortesana.
Los consejos de Catrina no influyeron en absoluto en Tonio, que no introdujo ningún cambio en su vida.
Se dedicaba con más entrega que nunca a la esgrima. Y cuando tenía tiempo, perfeccionaba su puntería con la pistola. A solas en su habitación, seguía adiestrándose en el manejo del puñal a pesar de que el privilegio de clavarlo en la carne de un enemigo le estuviera vedado.
Pero Tonio sabía que su interés por el manejo de las armas o la actitud combativa que había demostrado ante Giacomo Lisani no se debían a una personalidad especialmente valerosa o beligerante.
Simplemente, no podía esconder ante el mundo lo que era.
Cada vez con más frecuencia, las miradas que se cruzaban con la suya le hacían saber que conocían su condición de eunuco. Y las miradas de los jóvenes napolitanos le confirmaban que se había ganado su respeto incondicional.
Por lo que al escenario se refería, ser otro Caffarelli, como Catrina tan generosamente había dicho, constituía su mayor deseo a la vez que le provocaba tanto temor que en ocasiones su mente lo desconcertaba.
Se sentía embriagado por los aplausos, el maquillaje, el brillo de los hermosos decorados, y por aquel instante único en que oía su propia voz alzarse por encima de las demás, tejiendo su esquiva y poderosa magia para quienes quisieran escucharla.