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Se detuvo. Se trataba de una curiosa ilusión. Las puertas daban acceso a una especie de mundo turbulento y superpoblado.

Avanzó un poco y descubrió una habitación llena de pinturas. Un inmenso lienzo colgaba de la pared, pero otros reposaban aún en sus caballetes. Permaneció un largo rato contemplando aquellas obras que en la distancia parecían latir ya terminadas: grupos de caras bíblicas y formas tan perfectas como las que cubrían los muros de los palacios e iglesias que había visitado. Estaba el arcángel San Miguel conduciendo a los condenados al infierno, con la capa revoloteando bajo sus alas levantadas y su cara sutilmente iluminada por el fuego eterno. A su lado se encontraba el retrato de una santa desconocida para él, una joven que agarraba un crucifijo sobre su pecho. Los colores vibraban bajo la luz. Aquellas pinturas resultaban más tenebrosas, más solemnes que las que había visto en Venecia cuando niño.

Oyó un leve ruido proveniente de la habitación.

La quietud del jardín, su encubridora oscuridad, provocaban en él la deliciosa sensación de ser invisible, y avanzó unos pasos mientras se dejaba atrapar por la fragancia de la pintura, la trementina, el óleo…

Pero al alcanzar el umbral, advirtió que el artista se hallaba en su interior, entregado a su labor. No puede ser ella, pensó. Aquellas pinturas emanaban una autoridad, incluso una virilidad, ausentes en los etéreos y alegres murales de la capilla. Sin embargo, cuando vio la figura vestida de negro inclinada ante el lienzo, advirtió que se trataba de una mujer, una mujer que sostenía el pincel en la mano, y cuyo reluciente cabello dorado le caía por la espalda como una cascada.

Era ella.

Estoy a solas con ella, se le ocurrió de pronto. Se quedó completamente inmóvil.

Pero la visión de las mangas enrolladas por encima de los codos, el estado andrajoso de su camisa negra manchada de pintura, le causaron un pánico inmediato. Aquel aspecto desaliñado le daba un mayor encanto. Se deleitaba en la contemplación de aquel perfil suave, el rosa intenso de sus labios, el azul profundo de su mirada.

– Signore Treschi -dijo ella y su voz lo sobresaltó y le provocó una pequeña contracción en el pecho. Era un dulce temblor matizado al pillarlo desprevenido, tuvo que hacer un esfuerzo por responderle.

– Signorina. -Musitó la palabra y le hizo una leve reverencia.

Ella sonreía; en realidad, pareció contagiarse de un súbito regocijo, que confirió a sus ojos azules un hermoso brillo. Cuando se levantó de la silla, su camisa oscura, atada al cuello, se abrió, de forma que Tonio entrevió una franja de piel sonrosada sobre el corpiño del vestido negro. Sus pequeñas mejillas se redondeaban en una sonrisa. Todo en ella le pareció tan rotundo y real como si hasta entonces sólo la hubiese visto en lo alto de un escenario. Sin embargo, ahora la tenía ante él.

Llevaba el cabello peinado a la moda, con raya en medio y suelto en suaves bucles. Tonio se preguntó qué sensación le produciría tocarlo. En cualquier otro rostro aquella severidad se hubiera entendido como crueldad; sin embargo, sus hermosos rasgos no conformaban realmente su cara. Su rostro eran aquellos profundos ojos azules, las negras pestañas que los ribeteaban y la profunda seriedad que se había adueñado de ella súbitamente.

Su expresión sufrió una transformación repentina y Tonio temió ser el causante. En ese instante comprendió algo más acerca de ella: no sabía disimular sus emociones y pensamientos, a diferencia de las demás mujeres.

La joven no se movió, pero Tonio percibió una señal de alarma. Estaba convencido de que ella deseaba tocarlo y Tonio a su vez quería tocarla a ella. Casi sentía ya en las manos la tersa piel de su nuca, mientras con el pulgar le presionaba la mejilla; lo acometió una urgente necesidad de acariciar los delicados lóbulos de sus orejas. Se imaginó haciéndole cosas terribles y se ruborizó. Le parecía absurdo que ella estuviera vestida; los suaves brazos, la breve cintura, ese destello de carne rosada bajo la camisa, todo ello formaba parte de un ser delicioso que iba estúpida y artificialmente disfrazado.

Aquello era espantoso.

La sangre le latía en el rostro, inclinó la cabeza unos instantes y dejó que sus ojos vagaran por los rostros pintados que la rodeaban, los poderosos destellos de rojo púrpura, ocre tostado, oro y blanco que componían aquel deslumbrante universo que había salido de su pincel.

Sin embargo, ella era ineludible. Lo aterrorizaba. Hasta el tafetán negro de su vestido lo turbaba. ¿Por qué pintaba vestida de negro? La centelleante tela estaba surcada de color, pero ella era demasiado joven e inocente para vestir de negro, y al mismo tiempo tenía ese aire de negligencia, de leve abandono, que había percibido cada vez que sus ojos se habían encontrado.

Sonreía de nuevo. Con valentía, le sonreía y él tenía que hablarle, debía hacerlo. Intentaba decirle algo cortés y decoroso, pero no se le ocurría nada. De pronto, para su total confusión, ella le tendió la mano desnuda.

– ¿No quiere entrar, señor Treschi? -preguntó con el mismo temblor suave-. ¿No quiere pasar y sentarse un rato conmigo?

– Oh, no, signorina. -Le hizo una reverencia más acentuada a la vez que retrocedía-. No quisiera molestarla, signorina, y yo… nosotros… me gustaría… quiero decir que no hemos sido presentados.

– Pero si todo el mundo lo conoce, signore Treschi -dijo señalando levemente con la cabeza la silla que estaba junto a la suya. Aquel alborozo exquisito apareció repentinamente en sus ojos y se desvaneció como por ensalmo.

Ella le sostuvo la mirada en completo silencio al ver que Tonio no se movía y que se limitaba a observarla fijamente.

Siguieron mirándose hasta que Tonio oyó que el criado personal de la princesa lo llamaba repetidas veces: requerían su presencia en la casa.

Se apresuró a responder a la llamada. La mansión bullía ya con risas y música mientras Tonio recorría el pasillo de la primera planta y lo conducían a los aposentos de la condesa.

Entonces vio a Guido de pie, con la camisa de encaje abierta hasta la cintura. La condesa se estaba poniendo un fruncido traje de noche junto a su inmensa cama de lujosos cortinajes.

Se puso furioso y estuvo a punto de abandonar la estancia. Sin embargo, comprendió que la condesa no pretendía herirlo. Desconocía su relación con Guido, y cuando vio a Tonio, su rostro se iluminó.

– Oh, hermoso niño -le dijo-. Ven. Ven y escúchame. -Alzó sus pequeñas manos y con una seña le indicó que entrase en la habitación.

Tonio dedicó a Guido una mirada gélida y se acercó con una reverencia. Su menuda y rolliza figura emanaba calor, como si hubiese estado arropada bajo una manta o acabara de entregarse al amor.

– ¿Cómo tienes la voz esta noche? -le preguntó-. Canta para mí, ahora.

Se sintió ultrajado. Enfurecido, miró a Guido. Estaba atrapado.

– Pange Lingua -entonó ella, y su voz se disolvía en la frase latina completa con una belleza incomparable.

– Canta, Tonio -dijo Guido en voz baja-. ¿Cómo tienes la voz esta noche? ¿Bien? ¿Mal? -Tenía el cabello revuelto y su camisa abierta adquiría un aire casi sensual. Ahí tienes a tu hermoso niño, pensó Tonio. A tu querubín. Esto me pasa por amar a un campesino.

Se encogió de hombros y empezó a cantar el Pange Lingua a todo volumen.

La condesa retrocedió y emitió un grito sofocado. Tonio no se sorprendió de que su voz sonase plena y ultraterrena en aquella habitación tan llena de objetos.

– Marchaos -dijo la condesa, e hizo una seña a las doncellas que colocaban velas en los candelabros. Y tras rebuscar entre la ropa de la cama le tendió una partitura-. ¿Puedes cantar esto, hermoso niño? -le preguntó-. ¿Aquí? ¿Esta noche? -Ella misma respondió a la pregunta con un asentimiento-. Aquí, esta noche, conmigo.

Tonio fijó la vista en la cama por unos instantes. Todo aquello escapaba a su entendimiento. A menudo había oído hablar de la condesa, de su voz, tenía una gran reputación como aficionada, pero ya no cantaba.