– Ohhhh, Guido -susurró.
Aunque apenas pudo reprimir una carcajada.
Empezó a avanzar tirando de Paolo y vio que Guido, el maestro y el hombre de tez oscura desaparecían.
Cuando llegó al pasillo, ya habían entrado en algún salón y todas las puertas estaban cerradas. Se detuvo para recobrar el aliento y saborear aquella deliciosa excitación.
Era tan feliz que cerró los ojos y se limitó a sonreír.
– ¿Así que todo el mundo lo sabía? -preguntó.
– Sí -respondió Paolo-, y has cantado mejor que nunca. No lo olvidaré mientras viva.
De pronto, aquella carita se contrajo como si estuviera al borde de las lágrimas. A sus doce años, Paolo era un chico espigado; se abrazó a Tonio con fuerza y apoyó la cabeza contra su hombro. El destello de dolor que irradiaban sus ojos alarmó a Tonio.
– ¿Qué te pasa, Paolo?
– Me alegro por ti, pero vinimos a Nápoles juntos y ahora tú te marcharás, y me quedaré solo.
– ¿Qué estás diciendo? ¿Marcharme? ¿Adónde? Sólo porque…
Sin embargo, mientras hablaba, oía voces procedentes de una de las habitaciones del pasillo. Agarró a Paolo suavemente del hombro para tranquilizarlo, mientras el chico intentaba contener las lágrimas.
Las voces discutían.
– Quinientos ducados -decía Guido.
– Déjame hacer a mí -intervenía el maestro.
Tonio abrió la puerta con cuidado y descubrió que estaban hablando con el hombre moreno, el signore Ruggiero.
La condesa advirtió la presencia de Tonio y fue corriendo a su encuentro.
– Sube al piso de arriba, querido -le dijo, después de salir al corredor y cerrar la puerta a sus espaldas.
– ¿Quién es ese hombre? -preguntó Tonio entre susurros.
– No te lo diré hasta que esté todo zanjado -respondió-. Ahora, ven conmigo.
Capítulo15
Eran ya las tres en punto, pero casi la mitad de los invitados seguía en la casa.
– Querido niño -dijo la condesa-, el signore Ruggiero estaba aquí por casualidad. ¡Estábamos seguros de que si te lo decíamos te hubieses negado a cantar!
Seguidamente, abandonó el dormitorio y cerró las puertas. Tonio permaneció a solas durante cuatro horas, esperando en aquella espaciosa estancia que daba a una calle bulliciosa. Quinientos ducados, pensaba, toda una fortuna. Tenía que tratarse de algún negocio relacionado con el arte, pero ¿cuál?
En un instante pasó del terror a la decepción. No obstante, Caffarelli lo había aplaudido. No, se había limitado a mostrarse educado con la condesa. Tonio no entendía nada. ¿Qué significaba todo aquello?
Los carruajes iban y venían. Los invitados se detenían en el umbral para reír y saludarse. A la cambiante luz de las antorchas se vislumbraban los lazzaroni en las escaleras de la iglesia situadas enfrente, hombres que en aquella deliciosa y cálida noche no necesitaban refugio y podían tumbarse bajo la luna. Tonio se alejó de la ventana y se puso a caminar de un lado a otro de la habitación.
El reloj, bellamente decorado, hacía tictac en la repisa de la chimenea. No quedarían más de tres horas para el amanecer y todavía no se había acostado. Guido iría a buscarlo. Pero ¿y si Guido estaba con la condesa? No, esa noche Guido no podía hacerle eso. Y la condesa le había prometido regresar «en cuanto se zanjara el asunto».
– Seguro que no es nada importante -se dijo con firmeza por vigésima vez-. Ese Ruggerio tal vez sea el dueño de algún pequeño teatro en Amalfi o en alguna otra parte y quieren llevarte allí para que hagas una especie de prueba… Pero ¿quinientos ducados? -Sacudió la cabeza.
Por más que lo atormentara la incertidumbre, no podía dejar de pensar en la chica rubia. No se había recuperado de la conmoción que experimentó al saber que era viuda.
En cuanto el torrente de sus pensamientos se detenía, volvía a verla en la habitación, rodeada de cuadros, con aquel vestido de tafetán negro y el rostro radiante.
No llevaba ningún lazo ni cinta de color violeta. Únicamente sus finos labios eran violeta. Ése era para ella el único color, con excepción de sus cabellos, y de todos aquellos luminosos lienzos que tenía a sus espaldas y de los que seguramente ella era la autora.
Había sido tan estúpido… No había sabido qué decirle, se había conformado con mirarla. ¿Cuántas veces había soñado encontrarse en esa situación? ¡Y era viuda! Cuando por fin lo había conseguido, no le había dicho nada.
Tal vez, sólo tal vez, ella lo había oído cantar desde algún rincón privado del palazzo.
Recreó en su memoria aquellos cuadros en todo su esplendor. Le parecía imposible que fueran obra suya. Sin embargo, la había visto pintar. El lienzo en el que trabajaba era de enormes dimensiones y si hubiese podido recordar las figuras que lo componían, habría podido compararlo con los demás.
Era extraordinario que todo aquello hubiera salido de su mano. Su marido debía de haber sido aquel caballero anciano al que siempre había considerado su padre. Contemplaba la vida de la muchacha bajo un nuevo prisma. Recordaba con tanta claridad su primer encuentro, sus lágrimas, aquel aire de profundo sufrimiento ante el cual él había reaccionado con torpeza, borracho y desconsiderado, hechizado por su belleza y juventud.
Había estado casada con aquel viejo y ahora era libre.
No sólo pintaba vírgenes y tiernos ángeles, sino también gigantes, bosques y mares turbulentos.
Escuchó con atención en aquel oscuro dormitorio y las campanas de la iglesia al tañer produjeron unas suaves y solemnes reverberaciones. El pequeño reloj iba adelantado.
De repente, se abrochó la levita, se compuso el cuello de la camisa y se acercó a la puerta. Tal vez se habían olvidado de él y Guido estaba con la condesa.
Pero un gran resplandor iluminó a lo lejos el hueco de la escalera e inclinó la cabeza y oyó voces. Así que dio media vuelta y se dirigió a la escalera trasera.
La noche seguía siendo calurosa, y cuando salió al jardín levantó el rostro y admiró un manto de estrellas rutilantes, algunas tan claras que incluso se apreciaba un leve matiz amarillo o rosado, y otras mucho más difusas, meros puntos de luz blanca.
El rápido movimiento de las nubes lo hizo tambalearse momentáneamente de puntillas, con la cabeza echada hacia atrás, porque el universo entero, o quizá la Tierra entera parecía agitarse.
De las ventanas del salón salía luz, y cuando por fin se acercó al cristal vio que el maestro Cavalla seguía allí. Guido hablaba con el signore Ruggiero, y éste parecía dibujar algo con el dedo sobre una mesa, bajo la atenta mirada de la condesa.
Volvió la espalda, y pese a que lo consumía la impaciencia, comprendió que no debía entrar.
Recorrió el jardín, abriéndose camino entre los rosales, y luego disminuyó el paso y se dirigió hacia aquella construcción en sombras. La luna resplandeció un instante, y antes de que las nubes la ocultaran de nuevo, se percató de que las puertas seguían abiertas. Avanzó con sigilo, escuchando sólo el crujido de la hierba bajo sus pies. ¿Sería una descortesía entrar en el recinto cuando se encontraba abierto de una manera tan ostentosa? Se prometió que no pasaría del umbral.
Apoyó la mano en el marco de la puerta y, acto seguido, vio las pinturas expuestas ante él, despojadas de color, los rostros luminosos e irreconocibles. Poco a poco, se materializó el arcángel san Miguel, y luego la blancura de aquella tela inconclusa. Sus pasos resonaban en el suelo de pizarra. Se sentó despacio en el banco situado frente a la pintura y distinguió un conjunto de figuras, blancas y entrelazadas, bajo lo que parecía una oscura masa de árboles.
Ardía en deseos de contemplarlo, y sin embargo se sentía un intruso. No quería tocar los pinceles, los botes de pintura cuidadosamente cerrados, ni siquiera el pequeño trapo que estaba doblado junto a ellos. Pero aquellos objetos lo fascinaban. La recordó inclinada hacia delante, volvió a oír su voz, aquel adorable temblor ligeramente opaco; entonces advirtió que sus palabras tenían un ligero acento extranjero.