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Después de dudar unos instantes cogió una cerilla de una mesita cercana y encendió una vela que estaba a su derecha.

La llama chisporroteó, creció, y poco a poco una luz uniforme inundó la sala. El gran lienzo apoyado contra la pared cobró color. La pintura que tenía delante representaba unas ninfas en un jardín, rubias y esbeltas, vestidas con unas túnicas de gasa que apenas les cubrían el cuerpo, bailando mientras sostenían guirnaldas de flores en sus diminutas manos.

No era una imagen casta y austera como los murales de la capilla, sino mucho más alegre y elaborada. ¿Y por qué no?, se preguntó. En tres años, ¿cuánto había aprendido él? ¿Por qué tenía que extrañarle que ella hubiera progresado en el arte de la pintura? Sin embargo, en aquellos rostros reconocía una actitud que, indiscutiblemente, los relacionaba con la virgen de la capilla.

Se descubrió examinando las extremidades desnudas de las ninfas con tal gozosa fascinación que se sintió avergonzado.

La pintura estaba aún fresca, si la tocaba, la estropearía, pero no quería tocarla, sólo quería estudiarla sin olvidar ni por un momento quién la había pintado.

Recordó la historia que le había contado Guido sobre el funeral de Sicilia. Así que era ella, la prima inglesa, la viudita a la que aquel horrible espectáculo de las catacumbas había aterrorizado de tal modo que habían tenido que llevársela. Recreó su voz, aquel leve acento que la hacía aún más interesante; sin embargo, al imaginarla sola, sin la protección de su marido, se preguntaba si no sería eso peor que haber estado casada con un hombre tan mayor.

Lo invadió una oleada de tristeza, una oleada lenta e inconmensurable. Recordó que en todas las ocasiones en que se habían encontrado, por mucha gente que hubiera a su alrededor, siempre le había parecido muy sola.

No obstante, lo más palpable era su hermosura, que le producía un hondo y constante dolor. Alargó la mano para apagar la vela. Se quemó deliberadamente los dedos y luego, con renuencia, se puso en pie para marcharse. A fin de cuentas, ¿qué los unía? ¿Qué importaba que estuviera en posesión de aquel talento, aquel don artístico, aquella profundidad que la convertían en el espíritu perdido de una muchacha? En algún rincón de su mente primaba el convencimiento de que la inocencia, por sí sola, no podía dar lugar a una obra semejante, porque en ella se combinaban una dulzura complaciente, que él achacaba al candor, con unos brazos enérgicos y de una inconmensurable belleza.

Pero ¿qué importancia tenía eso para él?, se preguntó de nuevo, ¿por qué estaba sudando? ¿Por qué tenía las palmas de las manos mojadas?

Allí, indeciso, en el umbral, deseó que ella lo hubiera ignorado, y al cabo de un instante recordó su estúpido comportamiento, allí mirándola sin decir nada, tanto tiempo, que al final ella había asentido. Así pues, ¿por qué había sido tan discreta? ¿Por qué demonios no le había contado a nadie lo absurdo de su proceder? Tonio estaba furioso con ella.

Entonces alzó los ojos y la vio.

Estaba sentada en la rosaleda, y la blancura de su larga túnica relucía a la luz de la luna.

Tonio contuvo una exclamación, aunque fue presa de un nerviosismo que lo hizo sentir ridículo. ¡Ella lo había estado observando! Tenía que haber visto la luz en su pequeño estudio. Seguro que lo había visto con la misma claridad con que él la veía a ella.

La sangre se agolpó en su rostro. Pero, para su sorpresa, la joven se levantó del banco de mármol y se acercó hacia él, tan lenta y calladamente que más parecía flotar que caminar. Tonio divisó el destello de sus pies desnudos en la hierba, y la brisa que agitaba las gasas de su túnica revelaba su silueta, como si aquella suelta prenda fuera una misteriosa fusión de luz.

Resolvió que, por el bien de la joven, debería saludarla con una leve inclinación de cabeza y alejarse de allí lo más deprisa posible, pero no se movió. Se quedó observándola y la determinación con que ella se conducía lo aterrorizó.

La muchacha se acercó cada vez más, hasta que Tonio distinguió su rostro con toda claridad, y sus ojos llenos de intención, y cuando los alzó para posarlos en los de Tonio frunció levemente el ceño, le estaba hablando sin palabras. Aspiró la fragancia que fluía de ella, aquel aroma que le recordaba a la lluvia de verano. Ya no pensaba en nada, ya no veía sus mejillas redondeadas, ni las oscuras comisuras de sus labios. La veía al completo: el ser vibrante que palpitaba bajo aquella túnica de lino, el cabello rubio que le caía con descuido, el cuerpo que se escondía en su interior, con su inevitable calor y humedad y aquella fragancia tan parecida a la de la lluvia que golpeaba con fuerza las flores de los caminos, las hojas secas.

La deseaba con una intensidad tan mortificante que era como si su cuerpo estuviera hambriento de ella, preparado para recibirla, y a la vez paralizado. Era una de aquellas pesadillas en las que uno no puede gritar ni moverse. Estaba alterado. Y ella… ¿acaso no tenía miedo? ¿Tanto confiaba en Tonio? Aquel inmenso jardín vacío, la casa adormecida detrás, y ella allí, a solas con él. ¿Se hubiese comportado de aquel modo con cualquier otro hombre? De repente se desencadenó en él una terrible violencia, y la joven adquirió el aspecto de un ser malvado y no la criatura más hermosa y angelical que jamás hubiera visto.

Sintió un impulso de hacerle daño, de cogerla y aplastarla, de mostrarle la verdad, ¡hacerle ver lo que en realidad era!

Tonio estaba temblando, jadeaba.

El rostro de ella comenzó a cambiar. Frunció el ceño en una expresión hosca y sombría. Inclinó la cabeza ante él, retrocedió y se alejó de Tonio como si se precipitase por un precipicio.

Él se quedó observándola afligido, mientras la muchacha se alejaba. Luego, cuando hubo recorrido cierta distancia, su cuerpo se enderezó y su cabello dorado formó una brillante cascada antes de desvanecerse en la oscuridad.

Una vez en el interior de la habitación, se reclinó contra la puerta cerrada y apoyó la frente en la dura madera esmaltada.

Triste y avergonzado, no podía creer que todo aquello hubiera pasado. Durante años, había imaginado que eran compañeros de baile en una prodigiosa danza y sobre ellos pendía la promesa espantosa de que un día se unirían.

¡Y todo se había reducido a aquello!

Era evidente que ella se le había ofrecido. Frustrado, humillado, Tonio tomó conciencia de lo que era, y ella también. Y si Dios se apiadaba de él, Guido y la condesa llegarían enseguida para decirle que se iba a Roma, donde no volvería a verla jamás.

Se había quedado dormido vestido, con la manta sobre los hombros, antes de que Guido volviera. Se despertó y vio que su maestro y la condesa estaban junto a él.

– Siéntate, querido niño. Tienes que prometerme una cosa -dijo la dama.

Guido ni siquiera lo miraba, recorría la habitación como si estuviera sonámbulo, sus labios murmuraban palabras inconexas ocupados en un secreto monólogo.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? -preguntó Tonio, adormilado. Había visto a la chica rubia unos instantes y luego la joven había desaparecido.

Ya no podía soportar más aquella espera.

– Decidme, por favor -suplicó a la condesa.

– Ah, pero primero, querido -dijo ella con su tono siempre comedido y cortés-, prométeme que cuando seas famoso, muy famoso, dirás a todo el mundo que elegiste mi casa de Nápoles para tu primera actuación.

– ¿Famoso? -Se sentó; la condesa se acomodó junto a él y lo besó en la mejilla.

– Querido mío -dijo-. Acabo de escribir a mi primo, el cardenal Calvino de Roma. Te está esperando y podrás quedarte a vivir en su casa todo el tiempo que quieras.

»Guido quiere partir de inmediato. Quiere familiarizarse con el público, quiere trabajar allí. Yo también iré la noche del estreno, para veros a los dos. Oh, querido, ya está todo arreglado. Debutarás como cantante principal de una ópera de Guido en el Teatro Argentina de Roma, el próximo Año Nuevo.