Tal vez, a fin de cuentas, se debía sólo a que no podía pensar en separarse del maestro Cavalla y de la escuela donde había vivido desde los seis años.
Su mente intentó que aquel antiguo sufrimiento lo protegiera de la despedida, aunque en realidad no lo creía posible.
El dolor y la pérdida seguían pesando en su alma, mezclados con el recuerdo de las palabras pronunciadas por el maestro con respecto a Tonio: «Deja que disfrute de lo que le ofrece el mundo, que goce de todos los placeres.»
¿Qué era, en definitiva, lo que apesadumbraba a Guido? ¿La extraña sensación de perder algo precioso, tan precioso como su voz? Tonio nunca lo abandonaría para realizar aquel terrible peregrinaje a Venecia, si es que en realidad alguna vez había pensado en hacerlo.
Sin embargo, la sensación persistía, aquel presentimiento, aquel temor.
Incluso en aquellos momentos en que permanecía sentado y en silencio en su habitación del palazzo del cardenal, aquellos lúgubres pensamientos se arremolinaban en la mente de Guido. Todo ello aderezado con repetidos destellos de la expresión en los ojos del cardenal Calvino al posarlos sobre Tonio. ¡Ese hombre había demostrado tanta inocencia! A buen seguro era el santo que todos decían, de otro modo hubiera disimulado su inmediata fascinación y nunca hubiese hecho aquella broma estúpida.
Después de saludar a los músicos, el cardenal se había retirado.
Guido había observado la extraordinaria procesión que salía por la puerta. El séquito del cardenal estaba compuesto por cinco carruajes, con sus correspondientes conductores y lacayos de elegantes libreas, y a pocos metros de la casa el cardenal echó un puñado de monedas de oro a la muchedumbre.
Llegó Tonio. Ya había estado en el sastre con Paolo, para que lo vistiera como si estuviera destinado a heredar el trono de la ciudad. Le había comprado una espada profusamente labrada, una docena de libros y un violin, ése era el instrumento favorito del chico, y Guido insistía en que debía dominar un instrumento, por si acaso.
Sensación de pérdida, melancolía. ¿En qué se basaban sus recelos? ¿En que acaso…? Sobre Paolo no caería ninguna desgracia, no caería ninguna desgracia sobre ninguno de los tres.
Sin embargo, en aquella amplia estancia la tristeza y la fatiga se apoderaron de Guido. Las imágenes de santos, enmarcadas en madera dorada, no conseguían aliviarlo. Santa Catalina, en medio de una gran multitud, mostraba la «cruz verdadera».
Tonio se desnudaba al otro lado de la puerta.
Guido vio que se quitaba la amplia y blanca camisa y dejaba caer los pantalones al tiempo que el viejo Nino, el paje enviado por la condesa, recogía todas aquellas prendas y las hacía desaparecer.
Tonio se quedó inmóvil, de espaldas a Guido, como si su cuerpo disfrutase del aire frío de aquella estancia. Luego se puso una bata de seda verde y se la ciñó a la cintura. Cuando se volvió alzó despacio los ojos. Había en él algo de oriental, con el cabello caído sobre el rostro y la suave tela que colgaba de los ángulos de su alto y esbelto cuerpo como si fuera el atuendo de algún país extranjero.
– ¿Por qué estás tan triste? -le preguntó en voz tan baja que al principio Guido no lo oyó.
– No estoy triste -respondió, pero vio que no se libraría de sus preguntas con tanta facilidad. Tonio se sentó tan cerca que hubiese podido acariciar su mano. De nuevo Guido se descubrió observándolo como si no estuviera hablándole a él.
Sus predicciones de que Tonio adquiriría toda la gracia de Domenico habían resultado ciertas, pero Tonio había perfeccionado de tal manera sus modales que realzaban todavía más su gracia innata. Los movimientos lánguidos que le eran naturales conferían un aire aristocrático a sus largas extremidades, el tono apagado de su voz poseía una riqueza que servía de fascinante preludio a la fuerza que se revelaba en ella.
Su rostro se había ensanchado un poco, y todos los rasgos estaban algo más separados de lo normal, aparte de aquel sutil misterio en la ubicación de los ojos. Al contemplarlo en aquellos momentos, Guido se sintió levemente turbado. La magia del cuchillo, pensó resignado. Al cortar libera este extraordinario poder de seducción. No necesita saber que lo tiene ni tampoco utilizarlo, está ahí, y revestido de ese noble porte veneciano es capaz de volver loco a cualquiera.
– Guido -le decía desde algún lugar muy lejano-, Paolo estará bien, no te preocupes. Yo mismo le daré las lecciones.
De repente Guido experimentó un odio visceral hacia él. Deseó que se marchara. Lo miró pero no pudo hablarle. Recordaba que años atrás se había quedado tumbado en el suelo del aula de prácticas, miserable después de su primer acto amoroso. El maestro a quien Guido tanto deseaba se había inclinado entonces hacia él y le había dicho algo al oído. ¿Qué era?
– No me preocupa Paolo -replicó, muy molesto por aquel malentendido-. Paolo es un buen cantante -añadió. Le complacía bastante pensar que Paolo aprendería más de aquella estancia en Roma que de todo el tiempo transcurrido en el conservatorio. En su corazón había un lugar para Paolo. Sólo quería que Tonio lo dejara en paz.
– Estoy cansado por el viaje -dijo lacónico-, y me espera tanto trabajo… No puedo perder tiempo.
Tonio se inclinó hacia él. Le susurró al oído algo dulce y ligeramente obsceno. Guido era consciente de que estaban a solas. Tonio había ordenado a los criados que se retirasen.
– Ten paciencia conmigo -le dijo enojado. Adivinó por el rostro de Tonio que lo había herido, pero éste se limitó a asentir. Con él siempre chocaba con aquella maldita cortesía veneciana. Cuando miró a Guido, en sus ojos no había reproche alguno y con una leve sonrisa se puso en pie para marcharse.
Turbado y en silencio, Guido lo vio cruzar la habitación. Lo imaginó en el escenario, vio la multitud congregada ante la puerta del camerino. Y volvió a su memoria el rostro del cardenal Calvino, aquella inocencia, aquellos ojos chispeantes de extraordinaria vitalidad.
No tienes ni idea de las adulaciones que te esperan, ni siquiera lo puedes imaginar. Como es natural, cubrirán de cumplidos al compositor; si la ópera es buena llegarán incluso a poner mi nombre en los folletos, aunque no siempre es así. Pero si Roma se entrega, será por ti. La ciudad renacerá de sí misma, y quiero que seas tú quien lo consiga, sólo tú.
Entonces, ¿por qué me siento así?
Tonio estaba al otro lado de la puerta, Guido notaba su proximidad. Sin querer se imaginó pegándole, vio ese rostro perfecto desfigurado por marcas rojas. Se había levantado del escritorio sin conciencia clara de lo que hacía. Entró como una exhalación en el dormitorio y se detuvo cuando vio a Tonio junto a la ventana, mirando hacia el patio que se extendía a sus pies.
– Ya sabes lo exigente que es el público romano -dijo Guido-. Imagina lo que me espera. Sé paciente conmigo.
– Lo soy -replicó Tonio.
– Tienes que hacer todo lo que te pida. ¡Me lo debes!
Tenía los nervios de punta, estaba ansioso por discutir. Todo lo que lo enojaba y lo irritaba de Tonio salió a la luz, pero no era el momento. Ya tendrían tiempo…
– Haré todo lo que me pidas -contestó Tonio con aquella voz suave, cortés y comedida.
– Oh, sí, todo menos actuar vestido de mujer cuando sabes de sobras que eso es justamente lo que debes hacer. Sobre todo en Roma, y por supuesto harás cualquier cosa menos lo que es esencial para ti.
– Guido -lo interrumpió Tonio. Por primera vez demostró crispación e impaciencia. La transformación en aquel angelical rostro nunca dejaba de asombrar a Guido-, eso no puedo hacerlo. No hay razón para que sigamos discutiéndolo.
Guido emitió un sordo bufido de desdén. Ya tenía lo que buscaba: un motivo de discordia, el mejor. De sus labios brotaron palabras de cólera; el rostro de Tonio enrojeció y la expresión de sus ojos era cada vez más fría. Pero ¿por qué hacía eso? ¿Por qué se comportaba de ese modo en su primer día de estancia en Roma, cuando allí tendría tiempo de sobras para llevarlo a los teatros, para mostrarle a los castrati vestidos de mujer, para hacerle comprender su gran fuerza y atractivo?