Pero ¿qué era lo que hacía vibrar el aire cuando estaba en la Plaza de San Pedro? ¿Qué era lo que daba tanta solidez a aquella ciudad, lo que la hacía aparentemente invencible?
Casi podía oír un zumbido, un bullicio. Como si aquella inmensa metrópoli fuera el núcleo de una montaña volcánica, un caldero que vomitaba fuego y humo, y todos los que vivían y pugnaban en ella estuvieran comprometidos en esa fuerza común.
¿No era, pues, justo que al final todos tuvieran que acudir a ella para pasar la prueba? Que el público maldijera y sacara de los teatros y de la misma ciudad a aquellos que no fueran dignos del panteón. Al fin y al cabo no constituía un mero pasatiempo, hacían uso de su derecho.
Guido volvió a casa.
Estuvo escribiendo hasta que le escocieron los ojos y le resultó imposible imaginarse las notas que trazaba sobre el papel. Tenía un pliego de arias de todo tipo adecuadas a todo tipo de emociones, para todas las voces.
Pero todavía le faltaba el argumento.
Finalmente, el cardenal quiso oír cantar a Tonio.
La ocasión fue una pequeña cena de sólo treinta comensales. La mesa brillaba de luz y caras alegres, deslumbraba con el destello de la plata. El clavicémbalo se hallaba en un rincón de la sala.
Guido le dio a Tonio un aria sencilla que no revelaría ni una cuarta parte de su talento y potencia, cuya partitura había confiado a la memoria hacía tiempo. Alzó la vista del teclado para observar a aquel reducido público mientras Tonio empezaba a cantar.
Las notas de Tonio eran altas, puras, y rezumaban tristeza. Provocaron las pausas oportunas en la conversación, y en determinados momentos algún invitado volvía la cabeza con descaro.
El cardenal miraba fijamente al cantante. Sus ojos rasgados, de párpados extraños y lisos, emitían un leve fulgor.
No obstante, sin desatender las muchas exigencias que requerían su atención, el hombre devoraba cuanto tenía en el plato. En su forma de comer se adivinaba una clara sensualidad. Cortaba la carne en trozos grandes, bebía el vino a largos sorbos.
Sin embargo, era de una constitución tan delgada que parecía quemar todo lo que consumía. Una necesidad transformada en vicio, incluso cuando se llevaba las resplandecientes uvas a la boca.
Al terminar la cena, clavó un largo cuchillo con el mango de nácar en la mesa, de forma que quedara derecho, y apoyó la barbilla en él.
Tenía los ojos clavados en Tonio y un aire meditativo, placentero para los que lo rodeaban, pero secretamente absorto.
A menudo, Guido se sentaba solo, a altas horas de la noche, ante su escritorio, demasiado cansado para escribir. En ocasiones, demasiado cansado incluso para desnudarse y meterse en la cama.
Deseaba poder tumbarse junto a Tonio, pero los tiempos en que dormían abrazados toda la noche habían quedado atrás, al menos de momento. De nuevo lo invadió aquel miedo, contra el cual no hallaba defensa en aquellas habitaciones extrañas.
Sin embargo encontraba un placer innegable en ir en busca de su amor, una dulce y misteriosa sensación al cruzar aquella gran extensión de frío suelo, abrir puertas, acercarse a la cama.
Dejó la pluma sobre el escritorio y miró las páginas que tenía delante. ¿Por qué resultaban tan insípidas, tan carentes de inspiración? Pronto tendría que darles una forma final. Se había pasado la noche leyendo los libretos de Metastasio, un autor romano que en aquellos momentos causaba furor, pero seguía sin encontrar un argumento, no lo encontraría hasta que ganara la batalla que aquella noche no había tenido la oportunidad de librar.
Pero en aquellos momentos otro asunto acaparaba su atención. Deseaba a Tonio.
Dejó que su pasión se encendiera despacio.
Tarareaba para sí, se acariciaba los labios con los nudillos mientras se dejaba llevar por sus fantasías.
Luego cruzó la habitación de puntillas. Tonio estaba profundamente dormido, el cabello en hebras sueltas sobre los ojos, el rostro tan hermoso e inerte como los de las blancas y enternecedoras figuras de Miguel Ángel, pero cuando Guido se acercó, lo sintió cálido al contacto de su beso, al tiempo que la mano buscaba su cuerpo bajo la colcha. Tonio abrió los ojos, gimió momentáneamente deslumbrado; se debatió. Estaba ardiendo, tenía la piel tan caliente como un niño consumido por la fiebre. Abrió la boca para que Guido lo besara.
Después se quedaron tumbados juntos en la oscuridad. Guido luchaba contra el sueño, ya que no podía permitirse que lo encontraran dormido allí.
– ¿Sigues siendo del todo mío? -susurró, sin esperar otra respuesta que el silencio de la habitación.
– Siempre -respondió Tonio, adormilado. No parecía su voz, sino la de alguien que durmiera dentro de él.
– ¿Nunca ha habido nadie más?
– Nunca.
Tonio se agitó, pasó el brazo por el hombro de Guido para mordisquearle el pecho. Se quedaron inmóviles, el tórax liso y cálido de Tonio contra el sexo de Guido, y éste sintió la suavidad de aquel pelo negro cuya textura siempre lo había asombrado.
– ¿Y nunca te preguntas como sería? -le preguntó en voz baja-. ¿Con otro hombre? ¿Con una mujer?
Cerró los ojos y ya casi se había dormido cuando oyó la respuesta que le llegaba desde muy lejos, como la anterior.
– Nunca.
Capítulo4
Cuando Guido volvió era ya muy tarde.
El palazzo estaba en completo silencio. Quizás el cardenal se había retirado temprano. En las habitaciones inferiores ardían sólo unas pocas lámparas. Los pasillos se extendían en una tenue oscuridad; las blancas esculturas, esos dioses y diosas mutilados, desprendían una espectral luz propia.
Mientras subía las escaleras, Guido se sintió exhausto.
Había pasado la tarde con la condesa en su villa en las afueras de la ciudad. La señora había viajado hasta Roma para preparar la inauguración del teatro cuando estuviera más avanzado el año. Había previsto pasar sólo unos días en Roma y regresar antes de Navidad, para quedarse durante toda la temporada operística en la ciudad.
Lo hacía por Guido y por Tonio, ya que ella prefería el sur, y Guido le agradeció su visita.
Pero cuando vio que tal vez no tendrían la oportunidad de estar a solas, se indignó. Se comportó casi con grosería.
Aunque la condesa se sorprendió por aquella brusca reacción, se mostró comprensiva. Se lo llevó consigo al palazzo donde se alojaba como invitada y lo condujo a su alcoba. La pasión desbordada de Guido en la cama los dejó asombrados a ambos.
Nunca habían hablado de ello, aunque había quedado establecido que ella tomara la iniciativa en sus juegos amorosos. Intrépida y apasionada con la boca y las manos, siempre le había gustado excitar a Guido y prepararlo para el acto sexual. En realidad, trataba a Guido como si fuera su dueña. Lo acariciaba al igual que haría con un niño, de una forma posesiva, mientras dejaba escapar pequeños suspiros. Aquel hombre la cautivaba y no le tenía ningún miedo.
A él le gustaban aquellas atenciones. Prácticamente todo el mundo lo temía pero a él no le importaba lo que pensase la condesa.
De algún modo que resultaba difícil de definir, era consciente de que su relación con ella era sólo simbólica. Era una mujer, y Tonio era Tonio, de quien estaba profundamente enamorado.
Se preguntaba si siempre era de ese modo entre hombres y mujeres, o entre hombres y hombres, y cada vez que ese pensamiento cruzaba su mente, lo rechazaba.
Pero aquella tarde se comportó como un animal. El nuevo y desconocido dormitorio, su extraña conducta, la breve separación que se había producido entre ambos, todos estos factores se conjugaron para que el juego amoroso resultase más excitante que nunca.