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—¿Cómo está tu amigo Mahmut? —me preguntó Nicomedes el paflagonio la siguiente ocasión que cenamos juntos—. ¿Ha hecho ya que te doblegues ante Alá?

—No estoy hecho para inclinarme ante dioses, creo —le respondí. Y después añadí con cautela—: Parece un poco preocupado por la presencia de tu gente aquí.

—Piensa que vamos a nacernos con el poder ¿no es así? Debería ser un poco más listo. Si Augusto yTrajano no consiguieron invadir este lugar, ¿por qué piensa que un monarca juicioso como Mauricio Tiberio lo haría?

—No piensa en una invasión militar, Nicomedes. Lo que teme es una infiltración comercial.

Nicomedes parecía impasible.

—Pues no debería. Nunca me atrevería a negar a nadie que nuestra intención es incrementar el volumen de negocios que tenemos aquí, pero ¿por qué tendría eso que preocuparle a Mahmut y a los suyos? No queremos quedarnos con su trozo del pastel; simplemente queremos que el pastel sea más grande para todos. Como dicen los fenicios: «Una marea alta levanta todos los navios».

—¿Ya no enseñan retórica en las escuelas griegas? —pregunté—. ¿Pasteles? ¿Barcos? Estás mezclando metáforas. Y Arabia no tiene navios que puedan ser levantados por las mareas, ni marea alguna en realidad.

—Tú sabes lo que quiero decir. Dile a Mahmut que no se preocupe. Nuestros planes para la expansión comercial en Arabia sólo reportarán bien para todos los implicados, y eso incluye a los mercaderes de La Meca. Quizá yo mismo debiera tener una pequeña charla con él, ¿no crees? Es propenso a excitarse. Tendría que ser capaz de apaciguarlo.

—Quizá sea mejor que me lo dejes a mí —le sugerí.

En ese momento, Horacio, acerté a ver dónde se escondía el verdadero quid de la cuestión y quién es el verdadero enemigo del Imperio.

No hay razón para que el emperador Juliano se inquiete por los planes que tienen aquí los griegos. La incursión griega en Arabia Desierta no era más que lo que cabía esperar. La segunda naturaleza de los griegos es la de hombres de negocios. Arabia, aunque se encuentre fuera del Imperio, queda bajo la natural influencia oriental. Ellos habrían llegado aquí tarde o temprano y lo cierto es que ya están. Si sus intenciones son tratar de establecer vínculos comerciales más fuertes con este pueblo del desierto, no tenemos razón alguna para sentirnos molestos por ello, ni tampoco podemos hacer lo más mínimo al respecto. Como ha dicho Nicomedes, el este ya controla AEgyptus, Siria, Libia y muchos otros lugares como éstos, que producen bienes que necesitamos, y eso no nos perjudica. Realmente, en este sentido somos un único Imperio. Los griegos no nos subirán los precios de las mercancías orientales por temor a que nosotros hagamos lo mismo con ellos con el estaño, el cobre, el hierro y la madera que les llegan desde Occidente.

No. Los amables y civilizados griegos no son una amenaza para nosotros. El peligro real es ese príncipe del desierto, Mahmut, hijo de Abdallah.

Un dios, dice él. Un pueblo árabe bajo un rey. Y respecto a los griegos: «Los destruiré antes de que puedan arruinarnos».

Y lo dice en serio. Y quizá pueda hacerlo. Nadie ha unificado nunca antes a estos sarracenos bajo el gobierno de un solo individuo, pero creo que tampoco nunca antes habían tenido entre ellos a alguien como Mahmut. Tuve una repentina visión de él, querido Horacio, mientras estaba sentado a la mesa repleta de Nicomedes: Mahmut, con ojos de fuego, blandiendo en alto una espada centelleante y conduciendo a los guerreros sarracenos hacia el norte, más allá de Arabia, hacia Siria Palaestina y Mesopotamia, divulgando a su paso el mensaje del Dios único y barriendo a los aterrorizados griegos con sus hordas invasoras. El ávido campesinado abrazaría el nuevo credo por todas partes. ¿Quién puede resistirse al persuasivo discurso de Mahmut, en especial cuando se ve respaldado por el acero de sus seguidores cada vez más numerosos? Hacia adelante, pues, hasta Armenia y Capadocia y Persia y luego, tras un giro hacia Occidente, también hasta AEgyptus y Libia. Los guerreros de Alá por todas partes, encendiendo las almas de los hombres con el nuevo credo, el nuevo amor de la virtud y el honor. Las viejas, desgastadas y trasnochadas religiones del lugar disolviéndose ante él como copos de nieve en primavera. Las riquezas de los templos de los falsos dioses repartidas entre la gente. Legiones enteras de sacerdotes haraganes y parásitos masacradas como ganado, acabando así con las supersticiones. Las estatuas de oro de los inexistentes dioses, fundidas. Una nueva comunidad mundial fundada sobre la oración y la ley sagrada.

Mahmut puede decir que tras él está el dios verdadero. Su elocuencia hace que le creas. Nosotros, los del Imperio, tan sólo tenemos estatuas de dioses, y nadie con dos dedos de frente se ha tomado en serio a esos dioses desde hace cientos de años. ¿Cómo podremos resistirnos a la poderosa arremetida de la nueva fe? Nos arrastrará como la lava del Vesubio.

—Te tomas esto demasiado en serio, Córbulo —me decía Nicomedes el paflagonio, cuando, mucho más tarde aquella noche y, tras demasiados frascos de vino, le confié mis temores—. Quizá debieras taparte la cabeza cuando salgas al mediodía. El sol de Arabia es muy fuerte y puede dañar mucho la mente.

Pero soy yo quien tiene razón, Horacio, y es él quien está equivocado. Una vez lanzadas, las legiones de Alá no serán frenadas hasta que hayan marchado sobre Italia, la Galia, Britania y hasta las remotas costas de la mar Océana[2] y todo el mundo sea de Mahmut.

Pero no va a ser así.

Yo salvaré al mundo de él, Horacio, y quizá, haciéndolo, también me salve yo mismo.

La Meca es una ciudad santa. Ningún hombre puede alzar la mano contra otro dentro de sus límites, bajo pena de la más terrible de las sanciones.

Umar, el fabricante de ídolos, que sirvió en el templo de la diosa Uzza, así lo comprende. Fui a ver a Umar a su taller; estaba sentado dando forma a estatuillas de Uzza, la de pechos generosos y que es la Venus de los sarracenos. Por un puñado de calderilla le compré una bonita estatuilla tallada en piedra negra que espero enseñarte uno de estos días. Después le puse delante una pieza de oro de la época de Justiniano, y le dije lo que quería que hiciera. Por toda respuesta, él golpeó dos veces con el dedo la nariz de Justiniano. Sin entender lo que quería decirme, me limité a fruncir el ceño.

—Ese hombre del que me habla es mi enemigo, y el enemigo de todos los que aman a los dioses —dijo Umar, el fabricante de ídolos—, y yo lo mataría por tres monedas de cobre si no tuviera una familia que mantener. Pero el trabajo me exigirá viajar, y eso es caro. No puede hacerse en La Meca, como se imagina. —Y golpeó una vez más la nariz de Justiniano.

Esta vez sí lo entendí, y puse una segunda moneda encima de la primera. El fabricante de ídolos sonrió.

Hace doce días Mahmut salió de La Meca a uno de sus viajes de negocios hacia territorios del este. Aún no ha regresado. Me temo que ha sufrido algún accidente en aquellas inmensidades de arena y, probablemente, ya las dunas movedizas hayan ocultado su cuerpo para siempre.

También Umar, el fabricante de ídolos, parece haber desaparecido. Los rumores en la ciudad dicen que se marchó en busca de la piedra negra con la que talla sus estatuillas y algún colega artesano con el que estaba enemistado lo siguió a la cantera. Creo que estarás de acuerdo conmigo, Horacio, en que todo ha sido dispuesto de una sabia manera por mi parte. La desaparición de un hombre conocido como Mahmut generará, probablemente, algunas investigaciones que a la larga apuntarán en confusas direcciones, pero nadie, excepto la viuda de Umar, se preocupará por la desaparición de Umar, el fabricante de ídolos.

Todo esto me resulta profundamente lamentable, pero fue por completo necesario.

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2

Ocean Sea, en el original. El término se refiere a la enorme masa de agua sobre la superficie del globo que rodea la tierra: la «mare occeanum». Hasta mediados del siglo XVII, en inglés se continuaba llamando ocean sea y también sea ocean o sea of ocean. Los Reyes Católicos concedieron a Cristóbal Colón el título de «Gran Almirante de la mar Océana y Virrey de todas las tierras que descubra o gane» (Capitulaciones de Santa Fe, 17 de abril de 1492). (N. del t.)