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—Estamos empezando a establecer pequeños tratos comerciales con los sarracenos, en efecto —contestó el griego—. Sólo pequeños. —Y volvió a llenarme la copa.

Al día siguiente, tórrido, seco, polvoriento, como todos los días aquí, salí a echar un vistazo a esa Kaaba de los sarracenos. No fue difícil de encontrar: justo en el centro de la ciudad, de hecho, aislada en medio de una plaza vacía de tamaño enorme. La construcción sagrada en sí no era nada impresionante, de unos quince metros de altura, a lo sumo, cubierta completamente por un velo de color negro. Creo que si pusieras esa cosa en medio del patio del templo de Júpiter Capitolino o de cualquier otro de los grandes templos romanos, pasaría totalmente desapercibida.

No parecía que estuviéramos en época de peregrinación. No había nadie alrededor de la Kaaba aparte de una docena de guardias sarracenos. Iban armados con espadas tan formidables y su expresión era tan poco amistosa, que opté por no hacer una inspección más detallada del santuario.

Mis primeros vagabundeos por la ciudad no me ofrecieron apenas indicios de la prosperidad que Nicomedes el paflagonio pretendía que había en ella. Pero en el transcurso de los días siguientes, acabé entendiendo poco a poco que los sarracenos no son un pueblo que haga ostentación de sus riquezas, sino que prefieren mantenerlas ocultas tras austeras fachadas. De vez en cuando podía echar un vistazo a través de una verja momentáneamente abierta hacia un patio, visible durante unos instantes, y me parecía ver una construcción palaciega escondida allí detrás, o bien vislumbraba a algún mercader y su esposa, ricamente ataviados y cubiertos de joyas y cadenas de oro, subiendo a un palanquín cubierto. Así que, mediante esas visiones fugaces, comprobé que en realidad la ciudad debía de ser más rica de lo que parecía. Lo que explica, sin lugar a dudas, por qué nuestros primos griegos habían empezado a encontrarla tan atractiva.

Estos sarracenos son un pueblo de gente apuesta. Delgados y de hermosas facciones, de piel muy oscura, cabello y ojos negros, con rasgos afilados y cejas pobladas. Visten holgadas túnicas blancas y las mujeres llevan velo, supongo que para proteger sus pieles de la arenilla que levanta el viento. Hasta ahora he visto no pocos hombres que pudieran tener algún interés para mí, y que a su vez me han lanzado miradas fugaces que demostraban complicidad. Pero es demasiado pronto para correr riesgos. Las doncellas son también encantadoras. Pero están celosamente custodiadas.

Mi situación personal aquí es agradable, o por lo menos no tan desagradable como me temía. Siento la tristeza del aislamiento, naturalmente. No hay otros occidentales. Los sarracenos de clase alta suelen entender el griego, pero añoro ya el sonido del buen latín. No obstante, se me ha proporcionado una villa amurallada, de modesto tamaño pero lo bastante decente, en el extremo de la ciudad más próximo a las montañas. Si tuviera baños adecuados, sería perfecta; pero en una tierra que carece de agua, los baños no se conocen. Es una pena. La villa pertenece a un mercader de origen sirio que estará los próximos dos o tres años viajando por el extranjero. También me han transferido cuatro o cinco sirvientes suyos y se me ha suministrado un armario provisto de vestuario de estilo local.

Podía haber sido mucho peor, ¿no?

Aunque está claro que no podían dejar que me las apañara yo solo en esta tierra extraña. Todavía soy un funcionario de la corte imperial, después de todo, incluso aunque se dé la circunstancia de que en estos momentos haya caído en desgracia y haya sido desterrado. Y estoy aquí por negocios imperiales, como puedes ver. No fue sólo por puro resentimiento que Juliano me envió aquí, incluso aunque yo le encolerizara enormemente al acosar a su efebo escanciador delante de sus propios ojos. Ahora me doy cuenta de que Juliano debía de andar buscando un pretexto para enviar a este lugar a alguien que le pudiera servir extraoficialmente de observador personal, y yo, sin ser consciente, le facilité la excusa que necesitaba.

¿Lo entiendes? Está preocupado por los griegos, quienes, evidentemente han iniciado el proceso de expansión en esta parte del mundo, que siempre ha sido más o menos independiente del Imperio. Mi misión formal, como ya he dicho, consiste en investigar posibilidades para los intereses comerciales romanos en Arabia Desierta, es decir: los intereses romanos occidentales. Pero asimismo tengo una tarea encubierta, tan encubierta que ni yo mismo he sido informado de su naturaleza, y que tiene que ver con la expansión del poder griego en esta región.

Lo que estoy diciendo, en pocas palabras, es que de hecho soy un espía, y que he sido enviado aquí para vigilar a los griegos.

Sí, lo sé, se trata de un solo Imperio con dos emperadores, y se supone que nosotros, los del oeste hemos de considerar a los griegos como a nuestros hermanos y coadministradores del mundo, no como a nuestros rivales. En ocasiones, esto ha sido así, lo reconozco. Como en la época de Maximiliano III, por ejemplo, cuando los griegos nos ayudaron a poner fin a los tumultos que los godos, los vándalos, los hunos y otros bárbaros estaban provocando por toda nuestra frontera norte; y después, una generación más tarde, cuando Heraclio II envió legiones occidentales para ayudar al emperador oriental Justiniano a aplastar a las fuerzas persas que habían ocasionado tantos problemas en el este durante tantos años. Aquellos fueron, desde luego, los dos golpes militares que eliminaron a los enemigos del Imperio para siempre y sentaron los cimientos para la era de la paz y seguridad eternas en la que ahora vivimos.

Pero un exceso de paz y seguridad, Horacio, puede acarrear per se fastidiosos problemas. Sin enemigos externos de los que preocuparse, los Imperios Oriental y Occidental están empezando a competir entre sí en su propio provecho. Todo el mundo sabe eso, aunque nadie lo diga en voz alta. Hubo un tiempo, permíteme recordártelo, en que el embajador de Mauricio Tiberio llegó a la corte llevando un cofre de perlas como regalo para el cesar. Yo estaba allí. «Et dona ferentes»[1], me dijo Juliano entre dientes cuando el cofre fue abierto. La frase la conoce cualquier colegiaclass="underline" «Temo a los griegos aunque traigan presentes».

¿Está el Imperio Oriental tratando de establecer un cordón alrededor de la sección media de Arabia con el fin de hacerse con el control del comercio de especias y otras valiosas mercancías exóticas que pasen por esa vía? No nos beneficiaría nada depender totalmente de los griegos para obtener nuestra canela, nuestro cardamomo, nuestro incienso y nuestro índigo. El mismo acero de nuestras espadas llega hasta nosotros, en el oeste, procedente de Persia y atravesando Arabia. Incluso los caballos que llevan nuestros carros son caballos árabes.

Y por eso el emperador Juliano, simulando gran ira y llamándome «serpiente» en voz alta ante toda la corte cuando se supo el asunto del efebo escanciador, me ha arrojado a esta tierra reseca con el objetivo fundamental de descubrir lo que de verdad han venido a hacer aquí los griegos y quizá, también, para establecer por mi cuenta ciertas conexiones políticas con poderosos sarracenos, que Juliano pueda utilizar para bloquear la aparente incursión del Imperio Oriental en estas regiones. O al menos, eso es lo que yo creo, Horacio. Eso es lo que debo seguir creyendo y hacer que también el cesar lo crea. Ya que sólo rindiendo un gran servicio al emperador, podré redimirme y escapar de este deplorable lugar y ganarme el viaje de regreso a Roma, al lado del cesar y de ti, mi dulce amigo, a tu lado.

Anteanoche (llevo ahora ocho días en La Meca), Nicomedes me invitó otra vez a cenar. Iba vestido como yo, con una blanca túnica sarracena, y llevaba una preciosa daga en una funda enjoyada sujeta a la cintura. Yo le eché una mirada fugaz y me sorprendí un tanto al ser recibido por un anfitrión que portaba un arma; pero en seguida se la quitó y me la obsequió. Él había interpretado mi sorpresa como una muestra de fascinación y, como ya he aprendido, es una costumbre sarracena ofrecer cualquier cosa que uno tenga en su hogar que pueda suscitar la fascinación del convidado.

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1

«Equo ne credite, Teucri / Quidquid id est, timeo Dañaos et dona ferentes» («No confiéis en el caballo, troyanos. Sea lo que sea, temo a los dáñaos [griegos], aun portando regalos»). La frase procede del libro segundo de La Eneida de Virgilio y la pronuncia el sacerdote Laoconte, exhortando a los troyanos para que se abstengan de abrir las puertas de Troya a los griegos. La cita está en el origen de un dicho inglés que expresa desconfianza: «Beware ofthe Greeks bearing gifts», literalmente: «Ten[ed] cuidado con los griegos que llevan regalos». (N. del t.)