Eran las ocho de la mañana en Inglaterra y Phillip estaba preparando el desayuno para sus hijos cuando sonó el teléfono.
– Lo haré -dijo Tanya oyendo el ruido de los niños al otro lado del teléfono.
Aquel lío de voces de niños a la hora del desayuno era un sonido que Tanya conocía bien y que añoraba enormemente. Sería bonito tenerles con ella, aunque fuera solo unos días, o durante el tiempo que tardaran en encontrar un lugar para vivir. Y tenía muchísimas ganas de escribir el guión.
– Perdona… ¿qué has dicho?
Rupert estaba gritando al perro justo cuando Tanya pronunciaba aquellas palabras. Oía cómo el animal ladraba de nuevo.
– Lo siento pero no te he oído. Ya ves qué ruido hay aquí.
– He dicho que lo haré -repitió Tanya suavemente y con una sonrisa.
Esta vez, Phillip sí la oyó. Hubo un largo silencio en el que solo pudo oír a los niños chillando y al perro ladrando.
– Joder. ¿Hablas en serio?
– Sí, claro. Y juro que será mi último guión. Pero creo que puede ser una película hermosa y me he enamorado de tu idea. El borrador que me diste me ha hecho llorar.
– Lo escribí para mi mujer -confesó Phillip-. Era médico, una mujer maravillosa.
– Eso suponía -comentó Tanya, que ya había imaginado que, aunque la mujer de Phillip no hubiera muerto de sida sino montando a caballo, la historia era una recreación de su muerte-. Voy a empezar a trabajar ahora mismo. La novela puede esperar. En cuanto cobre algo de sentido, te enviaré por fax lo que tenga.
– Tanya -dijo Phillip con voz ahogada-. Gracias.
– Gracias a ti -replicó ella.
Eran dos personas que llevaban mucho tiempo sin sonreír y que, de pronto, estaban exultantes. Para Tanya no cabía duda de que iba a ser una película fabulosa. Confiaba en escribir un guión magnífico. Iba a darlo todo.
Al día siguiente, Tanya empezó a trabajar. Le llevó tres semanas redactar un borrador con sentido en el que las diferentes escenas quedaran organizadas y la historia fluyera. Cuando le envió por fax a Phillip una primera idea, se acercaba la Navidad. Phillip lo leyó en una sola noche y, a la mañana siguiente, telefoneó a Tanya.
En San Francisco eran las doce de la noche y Tanya estaba sentada en su escritorio trabajando en el guión.
– Me encanta lo que has preparado -dijo Phillip rebosante de entusiasmo-. Es simplemente perfecto.
Phillip esperaba mucho de Tanya pero el resultado era aún mejor. La guionista estaba convirtiendo su sueño en realidad.
– A mí también me gusta -reconoció Tanya con una sonrisa mirando por la ventana y contemplando la noche-. Creo que puede funcionar.
Mientras lo escribía, Tanya había tenido que ahogar sus lágrimas, una buena señal. Y lo mismo le había ocurrido a Phillip.
– ¡Creo que es fantástico! -exclamó él.
Estuvieron charlando durante casi una hora, discutiendo algunos problemas con los que se había encontrado a la hora de montar el guión, pasajes difíciles, escenas que ella no había sabido cómo resolver. El proyecto solo estaba arrancando, pero la conversación fue un fructífero intercambio de ideas y acabaron resolviendo los problemas que habían surgido. Al colgar, Tanya se dio cuenta, sorprendida, de que habían estado dos horas al teléfono.
Phillip seguía con su plan de viajar el 10 de enero a Estados Unidos. Quería contratar a actores locales y conocía a un cámara sudafricano muy bueno con el que había coincidido en la escuela; vivía en San Francisco. El presupuesto de Phillip era más bien reducido, así que le había ofrecido a Tanya lo máximo que podía por escribir el guión. Tanya le había estado dando vueltas y finalmente le dijo que había decidido no cobrar nada de entrada y quedarse con un porcentaje de la película al final. Creía que el proyecto era una buena inversión y le interesaba más el trabajo con el director y productor que el dinero.
Poco antes de Navidad logró darle un buen empujón al trabajo y el guión empezó a fluir solo. Parecía que Tanya estuviera predestinada a escribir aquella historia. Escribía todo lo que Phillip sentía y él estaba entusiasmado.
Los chicos pasaron la Navidad con Tanya en casa; fueron unas vacaciones fantásticas. Megan le contó a su madre que tenía un nuevo novio en la universidad y Molly le anunció que había decidido ir a Florencia a estudiar el curso siguiente. Después de las fiestas, Jason se marchó a esquiar con sus amigos.
Tanya contó a sus hijos que estaba trabajando en una película independiente, lo que despertó su interés inmediatamente. Apenas les habló de Phillip Cornwall, era lo de menos. Lo que de verdad había atrapado a Tanya era la historia. Había estaba trabajando en ella desde después de Acción de Gracias. Phillip había sido el catalizador, pero ahora Tanya estaba totalmente seducida por la historia porque, como cualquier buena historia, tenía vida propia.
Tal como estaba previsto, Phillip llegó el 10 de enero acompañado de sus hijos, Isabelle y Rupert, de siete y nueve años respectivamente. Ya había comenzado a buscar apartamento y le aseguró que se quedaría el menor tiempo posible. Tanya instaló a Phillip en la habitación de Molly y a los niños en la de Megan. Junto a la cama de su hija, colocó una cama plegable para que los niños pudieran dormir el uno junto al otro. Eran unos niños adorables y británicos al cien por cien: muy educados, con un comportamiento ejemplar, guapos, dulces, con unos enormes ojos azules y el cabello rubio. Parecían niños de película. Según Phillip, eran la viva imagen de su madre.
Cuando entraron en casa de Tanya, se quedaron mirándola con sus enormes ojos azules, mientras Phillip los mostraba con orgullo. A Tanya le bastaron cinco minutos para darse cuenta de que el director de cine era un buen padre y que adoraba a sus hijos tanto como ellos a él. Formaban una maravillosa unidad.
Llegaron agotados tras el largo viaje y era la hora del té en Inglaterra. Tanya había ido a una tienda de productos ingleses para comprar galletas de allí y la típica crema espesa que en Inglaterra se solía tomar. Les preparó unos bocadillos, chocolate caliente con nata, fresas cortadas y jamón. Cuando los niños lo vieron, se pusieron a dar gritos de alegría. Les gustaban tanto las galletas que Isabelle prácticamente se sumergió en la merienda y acabó con la nariz llena de nata. Phillip se la limpió entre risas.
– Eres una pequeña cochina, Isabelle. Tendremos que darte un buen baño.
Para Tanya era maravilloso que la casa volviera a llenarse de voces infantiles. Oyó sus risas en su habitación, mientras hablaban con su padre, y por la noche oyó cómo Phillip les contaba un cuento antes de dormirse.
Una hora más tarde, Phillip apareció en la cocina, donde Tanya estaba trabajando en el guión, y le anunció que los pequeños ya estaban profundamente dormidos.
– Están agotados del viaje -explicó Phillip.
– Tú también debes de estar agotado -dijo Tanya levantando la vista y sonriendo.
Los ojos de Phillip indicaban cansancio pero también felicidad. Se moría de ganas por sumergirse en la película.
– Pues la verdad es que no -repuso él, sonriendo-. Estoy emocionadísimo de estar aquí.
Al día siguiente acompañaría a los niños al colegio, y esa misma semana quería reunirse con el cámara. Tenían un millón de cosas que hacer y de cuestiones que discutir, así que, en cierto modo, era más fácil trabajar viviendo en la misma casa. Estuvieron horas charlando y bebiendo té, hasta que finalmente el jet lag pudo con Phillip y se fue a la cama.
A la mañana siguiente, Tanya les preparó el desayuno, le explicó a Phillip cómo llegar al colegio y le prestó el coche. Dos horas más tarde, después de haber dejado bien instalados a los niños en su nueva escuela, Phillip estaba de vuelta, a punto para ponerse manos a la obra. Estuvieron toda la semana trabajando sin descanso en el guión. Tenían el proyecto controlado y avanzaban a pasos de gigante, con más facilidad y mucho mejor de lo que ninguno de los dos había creído posible. Intercambiaban ideas constantemente; las propuestas de ambos enriquecían día a día el guión y la historia. Formaban un buen equipo.