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Con el tiempo, cada vez que Ged evocaba aquella noche, sabía que si nadie lo hubiese tocado mientras así yacía, con el espíritu ausente, si nadie lo hubiese llamado de una u otra manera, nunca hubiera podido volver. Había sido sólo la muda sabiduría instintiva de la bestia, que lame a un compañero herido para reconfortarlo; y sin embargo Ged creía descubrir en esa sabiduría algo semejante a su propio poder, al de raíces tan profundas como la hechicería misma. supo a partir de entonces que el hombre sabio es aquel que jamás se aparta de las otras criaturas, tengan o no el don de la palabra, y con el correr de los años se esforzó por aprender todo lo que es posible aprender, en silencio, de la mirada de las bestias, del vuelo de los pájaros, de los lentos y majestuosos movimientos de los árboles.

Había regresado ileso, y por primera vez, de esa travesía que sólo un hechicero puede hacer con los ojos abiertos, y que ni el más grande de los magos puede emprender sin peligro. Pero al llegar había encontrado dolor y temor. El dolor era por su amigo Pechivarry, el temor por él mismo. Ahora sabía por qué el Archimago se había resistido a dejarlo partir y qué le había ensombrecido y oscurecido la visión cuando trataba de predecir el futuro. Porque era la oscuridad misma lo que lo había esperado allá, criatura innominada, el ser que no pertenecía a es mundo, la sombra que él había liberado o creado, junto al muro fronterizo, entre la muerte y la vida había estado esperándolo todos estos años. Y al fin lo había encontrado. Ahora lo seguiría siempre, trataría de acercarse a él una y otra vez para quitarle fuerza, consumirle la vida, y vestirse con su carne.

Poco tiempo después volvió a verla en sueños como un oso sin cara ni cabeza. Rondaba alrededor de la casa, le pareció, tanteando a ciegas las paredes. No había vuelto a tener esos sueños desde los días en que había estado al cuidado del Maestro de Hierbas, curándose de las heridas de la sombra. Cuando despertó, débil y tiritando de frío, sintió dolor en las cicatrices de la cara y el hombro.

Comenzó una mala época. Ahora, cada vez que soñaba con la sombra o simplemente pensaba en ella, el horror era siempre el mismo: la cordura y el poder lo abandonaban, y se sentía estúpido e indefenso. Se maldecía a sí mismo, pero no le servía de nada. Pensó en buscar alguna protección, y no la había: la criatura no era de carne y hueso, ni tampoco un espíritu; era una cosa innominada, y no tenía otra existencia que la que él mismo le había dado; un poder terrible que escapa a las leyes del mundo el sol. Todo cuanto salía de ella era que una fuerza la atraía hacia él, y que trataría de manifestarse a través de él, puesto que él la había creado. Pero en qué forma podía aparecer, ya que no tema aún forma propia, y cómo llegaría y cúando, eso Ged no lo sabía.

Levantó alrededor de la casa y la isla tantas barreras mágicas como pudo, pero esas murallas de hechizos tienen que ser renovadas constantemente, y pronto comprendió que si se dedicaba a ellos por entero, nunca podría ayudar a los aldeanos. ¿Qué haría, cercado entre dos enemigos, si un dragón venía de Pendor?

Volvió a soñar, pero esta vez la sombra estaba en el suelo dentro de la cabaña, junto a la puerta, y reptaba hacia él en la penumbra, y susurraba palabras que él no entendía. Despertó aterrorizado e hizo que la luz fatua se desplazara por el cuarto, iluminando todos los rincones hasta cerciorarse de que no había allí ninguna sombra. Puso entonces algunos leños sobre las ascuas, y sentado a la luz de las llamas meditó largamente, escuchando el viento del otoño que tamborileaba en el techado de paja y gemía entre los grandes árboles desnudos. Una cólera antigua había despertado en su corazón. No podía soportar esa desesperada espera, atrapado en una pequeña isla y musitando sortilegios inútiles de resguardo y protección. Pero tampoco podía irse y escapar de la trampa: hacerlo sería traicionar la confianza de los isleños y abandonarlos indefensos a la inminente amenaza del dragón. La alternativa era obvia.

A la mañana siguiente bajó al amarradero de Baja Torninga, buscó entre los pescadores al jefe isleño, y le dijo:

—He de marcharme. Estoy en peligro y vosotros conmigo. Es preciso que me aleje. Solicito, pues, que me permitas ir ahora y acabar con los dragones de Pendor, de ese modo podré marcharme, cumplida ya a tarea que me habéis confiado. Si fracaso, también habría fracasado enfrentándolos aquí; y si ése ha de ser el desenlace, más vale conocerlo ahora que después.

El isleño lo miró, boquiabierto.

—Señor Gavilán —dijo—, ¡son nueve los dragones!

—Ocho de ellos todavía jóvenes, dicen.

—Pero el viejo…

—Te lo aseguro, es menester que me aleje. Mas primero, con vuestra licencia, iré a liberaros del peligro de los dragones, si puedo hacerlo.

—Como tú quieras, Señor —dijo el hombre, apesadumbrado, y todos los que escuchaban hablaron de la locura o temeridad del joven hechicero, y lo vieron partir con tristeza persuadidos de que nunca más volverían a saber de él. Algunos insinuaban que sólo se proponía regresar por la costa de Hosk al Mar Interior, dejándolos en la estacada; otros, Pechvarry entre ellos, sostenían que se había vuelto loco y que iba en busca de la muerte.

A lo largo de cuatro generaciones todos los navíos habían evitado acercarse a las costas de la Isla de Pendor. Ningún mago había ido allí a combatir contra el dragón, porque ninguna ruta marítima pasaba por la isla, y los antiguos Señores de Pendor, que habían sido piratas, traficantes de esclavos y guerreros odiados por todos los pueblos suroccidentales de Terrarnar. Por esta razón, nadie había ido al Señor de Pendor después de que el dragón, del oeste, cayera de improviso sobre él y sus hombres mientras estaban de festín en la torre, y los asara con el fuego de sus fauces y persiguiera a los aldeanos hasta que todos se arrojaron dando alaridos a las aguas del mar. Jamás reivindicada, la Isla de Pendor había quedado en poder del dragón, que ahora guardaba las osamentas y las torres, y las joyas robadas a los príncipes de las costas de Pa1n y Hosk, muertos hacía siglos.

Toda esta historia la conocía Ged, y sabía más aún, pues desde el día en que llegara a Baja Torninga no había dejado de pensar en todo lo que había aprendido acerca de dragones. Y mientras guiaba la pequeña embarcación hacia el oeste —no a remo ni utilizando los conocimientos de marinería que le enseñara Pechvarry, sino navegando como hechicero con el viento de magia en el velamen y un sortilegio en la proa y en la quilla para no perder el rumbo— oteaba el horizonte esperando a que la Isla asomara sobre las aguas del mar. Ganar tiempo era lo que necesitaba, y por eso recurría al viento de la magia, pues más temía lo que había dejado atrás que lo que esperaba adelante. Pero a medida que pasaban las horas, la impaciencia y el miedo se le trasformaron en una especie de furia satisfecha. Al menos corría hacia este peligro por propia voluntad, y cuanto mas se acercaba más tenía la certeza de que esta vez, aunque acaso sólo en ese tiempo que precede a la muerte, era un hombre libre. La sombra no se atrevería a seguirlo al interior de las de un dragón. Las olas se encrespaban con espumas blancas sobre las aguas grises, y el viento norte retorcía las nubes bajas y sombrías. Impulsado por el viento mágico, siguió adelante, y al fin avistó las rocas de Pendor, las calles muertas y las torres derruidas consumidas por el fuego.