A tres días de navegación desde Soders, siguiendo el rumbo de las aves marinas y de las algas flotantes, llegaron a Pelimer, una pequeña isla que se elevaba en una giba sobre las olas grises. Los habitantes hablaban en hárdico, pero a su manera, extraña incluso a los oídos de Algarrobo. Los jóvenes viajeros desembarcaron en busca de agua dulce, y cansados de tanto navegar, y al principio fueron bien recibidos, con asombro y excitación. En el burgo principal de la isla había un hechicero, pero estaba loco. No hablaba de otra cosa que de la enorme serpiente que devoraba los cimientos de Pelimer, y aseguraba que la isla flotaría muy pronto como una barca a la deriva y se deslizaría más allá de la orilla del mundo. Al principio, saludó cortésmente a los jóvenes hechiceros, pero mientras hablaba de la serpiente empezó a mirar de soslayo a Ged, y terminó por insultarlos en plena calle, llamándolos espías y servidores de la Serpiente Marina. Después de eso, los pelimerianos los miraron con desconfianza, pues aunque loco, el hombre era para ellos el hechicero del lugar. Así pues, Ged y Algarrobo no se quedaron mucho tiempo en la isla, y antes de que cayera la noche partieron otra vez, yendo siempre hacia el sur y el este.
En aquellos días y noches de navegación, Ged no habló nunca de la sombra, ni tampoco del motivo del viaje; y Algarrobo apenas llegó a balbucear una pregunta, mientras seguían siempre el mismo rumbo, alejándose de las islas conocidas de Terramar:
—¿ Estás seguro … ?
A lo que Ged sólo respondió:
—¿Está seguro el hierro de dónde está el imán?
Algarrobo asintió en silencio y en silencio siguieron navegando. De vez en cuando, sin embargo, hablaban de las artes y artificios con que los magos de tiempos remotos habían conseguido descubrir el nombre secreto de poderes y criaturas maléficos: de Nereguer de Paln, que se había enterado del nombre del Mago Negro escuchando a hurtadillas la conversación de unos dragones; de Morred, que había visto cómo unas gotas de lluvia escribían el nombre del enemigo en el polvo del campo de batalla, en los Llanos de Enlad. Hablaban de los sortilegios de busca, y de las invocaciones, y de las Preguntas Ciertas, que sólo el Maestro de las Formas puede hacer. Pero Ged terminaba a menudo recordando las palabras que había dicho Ogión en lo alto de la montaña, en un otoño lejano: «Para oír es preciso callar … » Y se encerraba en un silencio profundo, y cavilaba hora tras hora con los ojos siempre fijos en el mar, sentado a proa. A Algarrobo le parecía a veces que Ged, más allá de las olas y las millas y los días grises aún por venir, estaba viendo la cosa que perseguían y el término sombrío del viaje.
Pasaron entre Kornay y Gosk en medio de nieblas y lluvias, y no vieron las islas. Sólo al día siguiente supieron que las habían dejado atrás, cuando avistaron unos riscos empinados, sobre los que revoloteaban en círculos numerosas bandadas de gaviotas, cuyo doliente graznido podía oírse desde lejos en el mar. Algarrobo dijo:
—Por lo que parece, ésa ha de ser AstoweIl. Finislandla. Al este y al sur de esta isla los mapas están en blanco.
—Sin embargo, quienes viven allí sabrán de tierras más lejanas —respondió Ged.
—¿Por qué lo dices? —le preguntó Algarrobo.
Pues Ged había hablado con agitación; y la respuesta fue también entrecortada y extraña.
—No allí —dijo, mirando hacia Astowell, y más allá de la isla, o a través de ella—. No allí. No en el mar, sino en tierra seca ¿ qué tierra? Más allá de las fuentes del mar, más allá el nacimiento, detrás de las puertas de la luz del día…
Calló, y cuando volvió a hablar lo hizo con su voz de siempre, como si se hubiera librado de pronto de un sortilegio o una visión, que apenas recordaba.
El puerto de AstoWell, un estuario entre dos promontorios rocosos, estaba en la costa septentrional de la isla, y todas las cabañas del burgo miraban al norte y al este; era como si la isla volviera siempre la cara, aunque desde tan lejos, hacia Terrarnar, hacia el mundo de los hombres.
Con revuelo y consternación fueron recibidos los forasteros, pues llegaban en una época del año en la que ningún navío desafiaba jamás los mares cercanos a la isla. Las mujeres se quedaron dentro de las cabañas de junco, espiando por la puerta, escondiendo a los niños pequeños detrás de las faldas, y retrocediendo temerosas a la oscuridad, cuando vieron que los recién llegados subían desde el puerto. Los hombres, macilentos y mal vestidos contra el frío, blandiendo cada uno un hacha de piedra o un cuchillo de hueso, se reunieron en un círculo solemne alrededor de Ged y Algarrobo. Pero una vez que se les pasó el miedo dieron la bienvenida a los forasteros, mientras los acosaban con interminables preguntas. Rara vez en verdad llegaba alguna nave a Astowell, ni siquiera desde Soders o Rolarneny, ya que nada tenían, ni siquiera madera, que pudieran trocar por bronce o adornos. Navegaban en botes de cañas, y muy temerario tenía que ser quien se aventurara a surcar los mares hasta Gosk o Komay en una de esas embarcaciones. Vivían en absoluta soledad allí, en la orilla de todos los mapas. No tenían bruja ni hechicero, y no apreciaron las varas de los jóvenes hechiceros por lo que eran en realidad, admirándolas sólo por la sustancia preciosa de que estaban hechas, madera. El jefe isleño era muy anciano, y el único del pueblo que había visto antes a un hombre nacido en el Archipiélago. Ged, por lo tanto, era para ellos un ser maravilloso: los hombres llevaban a sus hijos pequeños a que vieran al archipelágico, así podrían acordarse de él en la vejez. Nunca habían oído hablar de Gont y sólo conocían de mientas Havnor y Ea, y lo tomaron por un Señor de Havnor. Ged trató de responder lo mejor que pudo a quienes preguntaban por una ciudad blanca que él jamás había visto. Pero a medida que caía la noche se sentía cada vez más intranquilo, y al fin se acercó a los hombres, cuando estaban reunidos en el albergue al calor maloliente del estiércol de cabra y los haces de retama negra que eran el único combustible que tenían, y les preguntó:
—¿Qué hay al este de vuestra tierra?
Los hombres callaron, algunos sonrientes, otros sombríos. El viejo Islano respondió:
—El mar.
—¿No hay tierras más allá?
—Esta es Finislandia. No hay tierras más allá. No hay más que agua hasta la orilla del mundo.
—Éstos son hombres sabios, padre —dijo un hombre más joven—, hombres de la mar, viajeros. Quizá ellos sepan de una tierra que nosotros ignoremos.
—No hay ninguna tierra al este de esta tierra —dijo el viejo, y miró a Ged largamente, y no le. habló más.
Esa noche los compañeros durmieron al calor humeante del albergue. Antes del alba Ged sacudió a su amigo, murmurando:
—Estarriol, despierta. No podemos quedamos. Tenemos que partir.
—¿Por qué tan temprano? —preguntó Algarrobo, aún no del todo despierto.
—No es temprano, es tarde. He sido demasiado lento. La sombra ha encontrado cómo escapar de mí, y condenarme. No puedo dejar que escape, y he de seguirla a donde vaya. Si la pierdo estoy perdido.
—¿Hacia dónde la seguiremos?
—Hacia el este. Ven. He llenado los odres.
Salieron del albergue mientras todos dormían aún en la aldea, excepto un bebé que lloró un momento en la oscuridad de una cabaña y volvió a dormirse. A la débil luz de las estrellas encontraron el camino que descendía al estuario, desataron a Miralejos de la punta de roca a la que estaba amarrada, y la empujaron hacia el agua negra. Así partieron de Astowell rumbo al este, por el Mar Abierto, en el primer día de la Tregua, antes de la salida del sol.
Ese día tuvieron cielos claros. El viento del mundo soplaba frío y en ráfagas desde el nordeste, pero Ged había levantado el viento de la magia: su primer acto de magia desde que partiera de la Isla de las Manos. Navegaban veloces rumbo al este. Golpeada por olas enormes, humeantes a la luz del sol, la barca se estremecía, pero continuaba adelante, como lo prometiera el antiguo dueño, y respondía tan exactamente al viento de la magia como cualquier nave encantada del país de Roke.