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– Sería lo mejor.

– ¿Cuánto piensa quedarse?

– Supongo que podré quedarme una semana, como siempre, quizá un poco más. Porque no hay que hacerse ilusiones de que a la gente del pueblo vaya a faltarles tiempo para venir a decirme el nombre del asesino en cuanto me vean apearme del autobús naranja, ¿verdad? Iré a casa de mi prima, y procuraré enterarme de las novedades y de lo que dice la gente. No creo que haya nada de particular en eso.

Poco más quedaba por decidir.

– ¿Le parecería melodramático si le pidiera que llevara pistola? -preguntó él.

– Más melodramático sería que yo aceptara, comisario -dijo ella, volviéndose hacia otro lado, no menos deseosa que él de dar por terminada la conversación-. Para empezar, veré qué puedo encontrar acerca de los Bottin, ¿de acuerdo? -preguntó alargando la mano para encarar hacia sí la pantalla del ordenador.

7

– ¿Que vas a dejarle que haga qué? -protestó Paola aquella noche después de la cena, cuando él acabó de contarle su viaje a Pellestrina y ulterior conversación -iba a decir disputa, pero le pareció exagerado- con la signorina Elettra en el despacho-. ¿Que vas a dejar que vaya a Pellestrina a hacer de detective? ¿Sola? ¿Sin un arma? ¿Con un asesino suelto? ¿Has perdido el juicio, Guido?

Aún estaban sentados a la mesa. Los chicos se habían ido a hacer esas cosas que los hijos responsables y obedientes hacen después de cenar para no tener que colaborar en las tareas domésticas. Ella dejó su copita de calvados, aún medio llena, en la mesa y lo miró.

– Repito, ¿has perdido el juicio?

– No he podido disuadirla -insistió Brunetti, consciente de lo débil que ese reconocimiento le hacía aparecer. Al relatar el hecho, había omitido mencionar que la idea había partido de él, y había dado a Paola una versión retocada, según la cual la signorina Elettra había insistido por propia iniciativa en tomar una parte más activa en la investigación. Mientras hablaba, Brunetti se veía a sí mismo en el papel del jefe bonachón a merced de una secretaria insumisa, demasiado indulgente para imponerle la necesaria disciplina, a fin de no comprometer la carrera de la muchacha.

Una larga experiencia de las prevaricaciones de los hombres en posiciones de poder hacía sospechar a Paola que lo que estaba oyendo no se ajustaba a la verdad. Pero comprendía que de nada serviría poner en tela de juicio el relato de los hechos cuando lo que interesaba era el resultado.

– Así que dejarás que vaya -insistió.

– Ya te lo he dicho, Paola -repitió él, comprendiendo que sería preferible esperar a que terminara eso para servirse otra copita de calvados-, no se trata de que yo la deje; es que no puedo impedir que vaya. Si se lo prohíbo, se tomará una semana de vacaciones y empezará a hacer preguntas por su cuenta.

– Entonces ¿es ella la que no está en su sano juicio? -inquirió Paola.

Eran muchas las preguntas que a Brunetti le hubiera gustado responder acerca de la signorina Elettra, pero no era ésa una de ellas. En lugar de admitir tal suposición, cedió a sus más bajos instintos y se sirvió otro traguito de calvados.

– ¿Qué se imagina ella que va a poder hacer? -preguntó Paola.

Él dejó la copa en la mesa, intacta.

– Por lo que me ha dicho, piensa utilizar las mismas tácticas y técnicas que con el ordenador: preguntar, escuchar y volver a preguntar.

– ¿Y si, mientras está preguntando, a alguien le da por clavarle un cuchillo en el vientre, como al hijo del pescador?

– Lo mismo le he preguntado yo -dijo Brunetti, lo cual era cierto, si no textualmente, sí por la intención.

– ¿Y ella qué te ha contestado?

– Está convencida de que basta con que haya ido a Pellestrina todos los veranos.

– ¿Basta para qué? ¿Para hacerla invisible? -Paola puso los ojos en blanco y meneó la cabeza con estupor.

– No es tonta, Paola -dijo Brunetti en defensa de la signorina Elettra.

– Eso ya lo sé. Pero es sólo una mujer.

Él se inclinaba hacia adelante para asir la copa, pero esa frase lo paralizó:

– ¿Eso, en boca de la Rosa Luxemburgo del feminismo? ¿Sólo una mujer?

– Vamos, Guido, pelea limpio -dijo Paola, ya francamente furiosa-. Ya sabes lo que quiero decir. Ella andará por allí con su telefonino y su ingenio, pero habrá otra persona con un cuchillo, y una persona que ya ha matado a dos. No sería la situación en la que me gustaría ver a una persona a la que apreciara.

Él acusó la observación, pero la dejó pasar por el momento.

– Quizá deberías haber hablado tú con ella y no yo.

– No -dijo Paola sin darse por enterada del sarcasmo-. Dudo que hubiera dado resultado. -Paola había coincidido con la signorina Elettra sólo dos veces, en cenas ofrecidas por Patta al personal de la questura. Se habían saludado e intercambiado unas frases, pero las dos veces, estaban sentadas en mesas distintas, algo que a Brunetti siempre le había parecido una maniobra de Patta para impedir que las dos mujeres hablaran de él.

Siempre práctica, Paola, orilló las teorías y las recriminaciones para ceñirse a la realidad.

– ¿Podrías poner allí a alguien que vigilara?

– No creo que sea necesario todavía.

– Es que cuando sea necesario ya será tarde -dijo Paola, y lo mismo pensaba él, aunque no lo dijo-. ¿Qué te parece la idea?

– He preguntado a Vianello si había alguien en el cuerpo que viviera allí. -Negó con la cabeza para indicar la respuesta-. Además, ella ha insistido en que nadie, aparte de Vianello y de mí, debe saber lo que está haciendo. -Sin dar a Paola tiempo de preguntar, explicó-: Dice que nadie de su familia sabe dónde trabaja, aunque me parece muy extraño. Quizá sus parientes de Pellestrina no lo sepan, ya que sólo los ve una vez al año, pero alguien se habrá interesado por averiguar a qué se dedica.

– ¿Y si lo supieran, o alguien le preguntara, o descubriera que trabaja en la questura? -preguntó Paola.

– Oh, algo se le ocurriría, seguro. Miente muy bien. Hace años que la veo mentir.

– ¿Y si estuviera en peligro? -preguntó Paola, haciéndole volver a la tierra.

– Espero que no sea así.

– Eso no es una respuesta, Guido, no es suficiente.

– Nosotros nada podemos hacer. Está decidida y no hay manera de impedirlo.

– Me parece que te lo tomas con mucha tranquilidad.

Brunetti no estaba seguro de cómo reaccionaría su esposa ante la revelación de sus sentimientos por otra mujer, por lo que no trató de defenderse.

– Sería terrible si le sucediera algo -dijo Paola.

Tragándose la confesión de que eso le destrozaría el corazón, él extendió la mano hacia la copa de calvados.

A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la questura después de las nueve. Lo habían retrasado las llamadas telefónicas que había hecho a tres informadores, llamadas que, por precaución, hacía siempre desde una cabina a sus telefonini. Todos habían leído la noticia de los asesinatos, pero ninguno pudo darle información sobre los Bottin ni el posible móvil de los hechos. Prometieron llamarlo si sabían algo, pero no se mostraron optimistas, ya que los crímenes se habían cometido fuera de la ciudad. Por lo que a sus contactos venecianos se refería, era como si aquello hubiera sucedido en Milán.

El tema de su discusión con Paola no estaba en su sitio cuando él llegó, y el comisario siguió hasta su propio despacho donde, rápidamente, repasó la prensa del día. Los periódicos nacionales, comprensiblemente, no se ocupaban de los Bottin, pero Il Gazzettino les dedicaba la mitad de la primera plana de la segunda sección. Con el estilo melodramático que el periódico local reservaba para los actos de violencia, el artículo empezaba con la pregunta de si los Bottin habrían tenido algún presentimiento y si, cuando se despertaron la mañana anterior, sospecharon que aquél sería el último día de su vida, preguntas que se habían convertido en la fórmula con la que el diario iniciaba todas y cada una de sus informaciones de cualquier muerte violenta, por lo que Brunetti murmuró entre dientes: