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Robert Silverberg

Un mar de rostros

¿No se trata de tales fragmentos flotantes del mar del inconsciente llamados naves freudianas?
Josephine Saxton

Cayendo.

Supongo que es muy parecido a ir muriendo. Esa conciencia de descenso infinito, ese conocimiento de ausencia total de apoyo. Aquí arriba todo es cielo. Allá abajo no hay tierra ni mar, sólo color sin forma, tan distante que ni siquiera puedo ponerle un nombre al color. El cosmos se ha abierto y yo caigo a plomo de cabeza, con los brazos y las piernas girando frenéticamente, con la materia gris de mi cráneo centrifugándose hacia mis oídos. Estoy cayendo como Lucifer. «Cayó desde la mañana a la tarde, de la tarde a la oscuridad, en un día de verano; y con la puesta del sol, cayó desde el cenit, como una estrella caída». Ése es Milton. Incluso ahora sigo conservando mi vieja educación en artes liberales. «Y cuando cae, lo hace como Lucifer, para nunca esperar de nuevo». Ese es Shakespeare. Todo forma parte de la misma cosa. Toda la literatura inglesa fue escrita por un solo hombre, cuya astuta voz persuasiva pulsa en mi cabeza mareada mientras caigo. Oue Dios me conceda un aterrizaje suave.

—Ella se parece un poco a ti —le dije a Irene—. Al menos, así me pareció en un momento rápido, cuando se volvió hacia la ventana de mi despacho y la luz del sol le dio de lleno en la cara. Claro que sólo se trata de la más superficial de las semejanzas, una cuestión de estructura ósea, de situación de los ojos, de corte de pelo. Pero vuestras expresiones, vuestras personalidades externas son totalmente distintas. Tú irradias una ilimitada buena salud y vitalidad, mientras que ella se desliza con demasiada facilidad hacia las fantasías esquizoides, con los ojos alternativamente soñadores y de movimientos rápidos, con la frente pálida cubierta de sudor. Ella está muy preocupada.

—¿Cómo se llama?

—Lowry. April Lowry.

—Un nombre bonito, April. ¿Es joven?

—Unos veintitrés.

—¡Qué triste, Richard! ¿Has dicho que es esquizoide?

—Se retira hacia la nada sin la menor provocación. Dios sabe lo que pone en marcha su mecanismo. Cuando le sucede, puede pasarse seis y hasta ocho meses sin decir una palabra. El último ataque la afectó hace un año. Estos días se está sintiendo mucho mejor; se muestra dispuesta a hablar un poco de sí misma. Dice que es como si hubiera una zona de debilidad en las paredes de su mente, una abertura, una trampilla, un embudo, algo así. Y, de vez en cuando, su alma se ve irresistiblemente arrastrada hacia esa abertura y se vierte por ella y desaparece hacia Dios sabe qué, y no queda en ella nada, excepto el cascarón. Finalmente, regresa a través del mismo pasaje. Está convencida de que en una de esas ocasiones ya no podrá regresar.

—¿Hay alguna forma de ayudarla? —preguntó Irene—. ¿Qué intentarás hacer? ¿Drogas? ¿Hipnosis? ¿Electrochoques? ¿Privación sensorial?

—Ya se ha intentado todo eso.

—¿Entonces, qué, Richard? ¿Qué harás?

Suponte que hay un camino. Pretendamos que hay un camino. ¿Es ésa una hipótesis aceptable? Pretendámoslo. Sólo tenemos que suponerlo y ver lo que sucede.

El vasto océano existente por debajo de mí ocupa todo mi campo de visión. Su superficie es convexa, abultada en el centro y curvándose vertiginosamente y alejándose de mí en la periferia: la caída es tan fuerte que me pregunto por qué no se desliza hacia los bordes e inunda el horizonte. No muy lejos, por debajo de esa reluciente e hinchada superficie, se ve un modelo gigantesco de incubaciones cruzadas y contratexturas, como un inmenso mural que flotara ligeramente sumergido en el agua. Por un momento, mientras me zambullo, el modelo se resuelve y se transforma en algo coherente: veo el rostro de Irene, una serena máscara pálida, los firmes ojos azules enfocados amorosamente sobre mí. Ella llena el océano. Su semblante cubre una zona mayor que la de cualquier masa continental. Mandíbula firme, labios fuertes y carnosos, nariz delicadamente respingona. De ella emana un aura serena de paz interior que me mantiene a flote como una red invisible; estoy cayendo, ahora con facilidad, agradablemente, con los brazos extendidos, el rostro hacia abajo, con todo mi cuerpo relajado.

¡Qué hermosa es! Continúo descendiendo y el modelo se estremece; el mar se llena bruscamente de fragmentos y astillas metálicas, resplandeciendo con un dorado brillante a través del oscuro azul-verdoso; después, cuando me encuentro quizás unos mil metros más abajo, todo el modelo se reorganiza de repente. Y nuevamente aparece un rostro colosal. Me alegra el regreso de Irene, pero no, el rostro pertenece a April, mi silenciosa y afligida April. Es un rostro obsesionado, un rostro lleno de sombras: ojos oscuros y aterrorizados, temblorosas ventanas de la nariz, mejillas hundidas. Un atisbo de incisivo se ve sobre el delgado labio inferior.

¡Oh, mi pobre y dulce Taciturna! Agujas del reflejado resplandor de la luz del sol brillan en su pelo extendido en el agua. La manifestación de April sustituye la serenidad por la turbulencia; una vez más, vuelvo a caer a plomo, sin control; una vez más me encuentro en el centrifugado cósmico, se me desgarra la respiración y un escalofrío mortal recorre mi tembloroso cuerpo. Desesperadamente, lucho por recobrar la compostura y el equilibrio.

Finalmente lo consigo, y miro hacia abajo. El modelo ha vuelto a romperse; allí donde estaba April, sólo veo ahora bandas paralelas de luz ámbar, distorsionadas por agitadas refracciones. Puntos blancos diminutos —supongo que islas— son ahora evidentes en el mar reluciente.

¡Qué extraña semejanza existe a veces entre April e Irene! Qué doloroso resulta para mí el confundirlas. ¡Qué peligroso es para mí!

—Es la terapia más arriesgada que podría haber elegido, doctor Björnstrand.

—¿Arriesgada para mí, o para ella?

—Yo diría que tan arriesgada para usted como para su paciente.

—¿Y qué hay de nuevo en eso?

—Me pidió usted una valoración imparcial, doctor Björnstrand. Si no le importa mi opinión…

—Valoro en mucho su opinión, Erik.

—Pero… ¿va a llevar adelante la terapia tal y como se ha planeado?

—Desde luego que sí.

Éste es el momento del chapuzón.

Penetro en el agua perfectamente y continúo cortando la brillante superficie del mar con precisión quirúrgica, profundizando cincuenta metros, ochenta, cien, cortando con suavidad a través del epitelio oceánico y de la vigorosa musculatura situada debajo. Muy bien hecho, doctor Björnstrand. Elevada puntuación en cuanto a forma.

Quizás esto ya sea lo bastante profundo.

Giro con rapidez, me vuelvo hacia arriba, me agarro a la luminosidad que hay sobre mí. Me doy cuenta de que puedo haberme extendido demasiado. Mis pulmones están ardiendo y el cielo, que hasta hace tan poco era mi hogar, parece hallarse terriblemente alejado. Pero, con unos golpes vigorosos, me impulso hacia arriba y surjo en el aire, como un corcho recién soltado.

Floto inútilmente por un momento, conteniendo la respiración. Después, miro a mi alrededor. El ojo feroz del sol me contempla desde una altura de últimas horas de la mañana. El mar está cálido y suave, ondulándose seductoramente. Hay una isla a sólo unos pocos cientos de metros de distancia; una playa invitadora de arena brillante, con una hilera de delicadas palmeras un poco más atrás. Nado hacia ella. A medida que me acerco a la orilla, las oscuras profundidades sin fondo dan paso a las aguas superficiales, y el color del mar cambia de un azul oscuro a un verde claro. Sin embargo, necesito más tiempo del calculado para llegar a la orilla. Quizás estimé la distancia con excesivo optimismo; a pesar de todos mis esfuerzos, la isla no parece acercarse. Hay momentos en que incluso parece alejarse de mí. Mis brazos se hacen cada vez más pesados. Los movmientos de mis pies se hacen cada vez más perezosos. Estoy jadeando, resollando, farfullando; algo me empuja por detrás de mi frente. Pero, de repente, siento debajo de mi la arena acariciada por el sol. Mis pies tocan fondo. Me dirijo vadeando hacia la orilla, agotado, y caigo de rodillas al borde del agua.