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La costa sur de la isla tiene dunas muy similares a las del Sahara, con sus crestas amarillo-rosadas desplazándose muy ligeramente mientras las observo. Hacia el interior, la isla se eleva hasta un pequeño pico que quizás tenga cincuenta metros sobre el nivel del mar, y evidentemente hay profundas bolsas de agua de lluvia retenida en la piedra arcillosa, porosa y erosionada de la zona situada bajo la superficie, porque la vegetación es profusa y vigorosa. En varios puntos he emprendido breves inspecciones hacia el interior, llegando en un sitio a una zona pantanosa de ruidosas y sorbentes arenas movedizas, en otro lugar a un frío y oscuro claro entrecruzado con túneles y túmulos de termitas, y en otro a un bosquecillo de árboles de ramas anchas y frutos pequeños.

En conjunto, el lugar es maravilloso. Dispondré de alimentos y bebida suficiente, y también hay refugios. Pero a pesar de todo, ya suspiro por llegar al fin del viaje. Los desnudos y agudos picos de las montañas del continente se acercan cada vez más; algún día llegaré a la costa, y entonces empezará mi verdadero trabajo.

La esencia de la terapia de esta clase es el riesgo. El terapeuta debe estar preparado para enfrentarse con fuerzas que están mucho más allá de su propia resistencia, esforzándose por resolver los problemas sabiendo que éstos pueden muy bien vencerle. La paciente, por su parte, tiene que aceptar el conocimiento de que la intrusión del terapeuta en su conciencia puede producir amplias alteraciones de la personalidad, y no todas ellas para mejorar.

Un día desconcertante. El amanecer ha estado manchado de rojo con venas púrpuras, y mostraba un cielo hinchado, grotesco, traumático. Después se levantaron grandes vientos; las palmeras se doblaron y rozaron, y muchas palmas fueron arrancadas. Siguió luego un período de calma. Temía que hubiera árboles derribados y grandes olas de marea, y penetré hacia el interior de la isla durante media hora, instalándome finalmente en una especie de anfiteatro natural de viejo coral muerto, como un amplio cuenco erosionado por el tiempo y surgido del mar hacía milenios. Aquí esperé la mañana.

Hacia el mediodía unas nubes grises y espesas oscurecieron el cielo. Tuve una sensación de amenaza, como si unos poderes irresistibles estuvieran reuniendo sus fuerzas, tal y como siento a veces cuando escucho ese tenso y corto pasaje orquestal en el Agnus Dei de la Missa Solemnis. Instantes después descendían sobre mí el granizo, la lluvia, aguanieve, viento fuerte, furioso calor, incluso nieve… Toda clase de meteoros a la vez. Pensé que la tierra iba a abrirse lanzando sobre mí su magma.

Pero pasó todo en cinco minutos, y se desvaneció todo rastro de la tormenta. Las nubes se abrieron. Salió el sol, con aspecto suave e inocente; pájaros de muchos plumajes revoloteaban en el aire, gorjeando dulcemente. Los rostros de Irene y April, infinitamente reduplicados, parpadeaban contra el fondo del cielo. La costa montañosa parecía clavada en el horizonte, sin acercarse más, sin alejarse tampoco, como si los tumultos del día hubiesen hecho que la aterrorizada isla echara raíces.

Lluvia durante la noche, cálida y vaporosa. Nubes de mosquitos. Un diabólico sonido zumbante, resbaladizamente resonante, invadiéndolo todo. Me quedé finalmente dormido. Me despertó un sonido como un poderoso trueno, y observé un sol enormemente distorsionado elevándose lentamente por el oeste.

Estábamos sentados ante la mesa de madera roja, en el patio de Donald: Irene, Donald, Erik, Paul, Anna, Leonie y yo. Paul y Erik bebían bourbon, y el resto de nosotros sorbíamos shine, la nueva bebida, esencia de cannabis mezclada -creo- con gaseosa y jarabe de fresa. Estábamos muy entonados.

—No hay razón alguna —dije— para que no aprovechemos los últimos progresos técnicos. Aquí está esta joven desafortunada, sufriendo una enfermedad psicológica indeterminada pero paralizadora, y dispongo de la posibilidad de penetrar en su alma y…

—¿Entrar dónde? —preguntó Donald.

—En su conciencia, en su ánimo, en su espíritu, en su mente, en su como quieras llamarle.

—No le interrumpas —dijo Leonie, dirigiéndose a Donald.

—Por lo menos —preguntó Irene—, ¿estarás dispuesto a traérsela a Erik para que dé primero una opinión imparcial?

—¿Y qué te hace pensar que Erik es imparcial? —preguntó Anna.

—Al menos trato de serlo —dijo Erik con frialdad—. Sí, tráemela, doctor Björnstrand.

—Sé muy bien lo que me dirás.

—De todos modos, tráemela.

—¿No es esto terriblemente peligroso? —preguntó Leonie—. Quiero decir, supón que tu mente se queda empantanada en medio de la suya, Richard.

—¿Empantanada?

—¿No es eso posible? En realidad, no sé nada sobre el proceso, pero…

—Sólo penetraré en ella en el sentido más metafórico —dije.

Irene se echó a reír. Anna preguntó:

—¿Crees de veras en eso?

Dirigió una tímida mirada hacia Irene y ésta se limitó a sacudir la cabeza.

—No me preocupo por la fidelidad de Richard —dijo, arrastrando las palabras.

Hoy, su rostro llena el cielo. April, Irene, quien sea. Ella eclipsa el sol e ilumina el día con su propia y extraordinaria luminosidad.

El curso de la isla se ha invertido, y ahora navega a la deriva hacia el mar. Durante tres días he observado cómo las montañas del continente se fueron haciendo cada vez más pequeñas. Evidentemente las corrientes han cambiado, o quizás hay zonas de resistencia cerca de la costa, destinadas a mantener alejadas a las islas errantes como la mía. Tengo que encontrar un camino para enfrentarme con esto. Estoy convencido de que no puedo hacer nada por April a menos que llegue al continente.

He penetrado en un lugar tranquilo donde el mar es un espejo y el aire sofocante refleja las imágenes reflejadas, en una regresión infinitamente desconcertante. Ahora, no veo ningún otro rostro excepto el mío, y lo veo en cualquier parte. Un millón de versiones de mí mismo danzando en la vaporosa neblina. Mis mandíbulas muestran barba de varios días, y hay una luminosa banda roja de quemadura solar a través de mi nariz y de la parte superior de mis mejillas. Sonrío burlonamente, y las multitudinarias imágenes me sonríen burlonamente. Extiendo la mano hacia ellas, y ellas extienden las manos hacia mí. No hay tierra a la vista, no hay otras islas… no hay nada, a excepción de este muro de reflexiones. Me siento como si estuviera acorralado dentro de una caja de metal pulimentado. Mi brillante imagen infesta la ardiente atmósfera. Tengo una constante sensación sofocante; me siento invadido por una terrible languidez; rezo para que se produzcan huracanes, trombas de agua, convulsiones del lecho oceánico, cualquier clase de cataclismo que rompa esta salvaje tensión de claustrofobia.

¿Es Irene mi esposa? ¿Mi amante? ¿Mi compañera? ¿Mi amiga? ¿Mi hermana?

Estoy dentro de la conciencia de April, e Irene es una quimera.

Se me ha empezado a ocurrir que esto puede ser mi terapia, antes que la de April.

Me he puesto a trabajar para crear maquinaria que me devuelva hacia el continente. Durante toda esta semana he estado derribando concienzudamente palmeras utilizando una serie de blandas hachas de mano despuntadas, tomadas de bloques de coral muerto. Llevando los árboles hacia un promontorio situado en la cara sur de la isla, enlazándolos con lianas, colocándolos en el agua de modo que se proyectaran desde ambos lados del promontorio, forman como los remos de una galera. Tirando de una liana insólitamente gruesa que corre por el centro de toda la construcción, soy capaz de hacerlos funcionar como remos; y he atado esa liana maestra a una palmera insólitamente masiva que surge del risco central del promontorio. En realidad, lo que he construido es una especie de máquina que se impulsa a sí misma; las corrientes, agitando las copas de mis palmeras caídas, imprimen una tensión a las lianas que las unen, y la resistencia del enorme árbol central al estirón de la liana maestra hace que los árboles caídos barran el agua, impulsando a toda la isla hacia la costa. A través de una actividad llena de propósito, dijo Goethe, justificamos nuestra existencia a los ojos de Dios.