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Los «remos» trabajan bien. Una vez más, me dirijo hacia el continente, muy rápidamente hacia el continente. Incluso parece que demasiado rápidamente. Creo que puedo haberme visto atrapado en una poderosa corriente.

La corriente ha tomado definitivamente por su cuenta a mi isla, y estoy siendo impulsado rápido, lo quiera o no. Me aproximo a la isla donde espera Escila. Esa es seguramente Escila: esa criatura que está ahí delante. No hay forma de evitarla; la fuerza del agua es inexorable y mis desamparados remos cuelgan lánguidamente. El monstruo de muchos cuellos está sentado a la vista, sobre una roca desnuda, enrollado en sí mismo, esperando. ¿Dónde me ocultaré? ¿Debo arrastrarme hasta quedar situado debajo de los matorrales y acurrucarme allí hasta que haya pasado junto a ella?

Mira ahí: seis cabezas, cada una de ellas con tres filas de dientes puntiagudos y doce extremidades tortuosas. Supongo que podría ocultarme, pero qué cobarde, qué inútil sería. Me mostraré a ella.

Y permanezco de pie en la orilla. Escucho sus terribles ladridos. ¿Cómo puedo defenderme contra los colmillos de Escila? Irene me sonríe desde las bajas y lanosas nubes. Hay un camino, parece decirme. Agarro una nube y le doy forma, hasta convertirla en un simulacro de mí mismo. Mirad: aquí hay otro Björnstrand, tostado por el sol, medio desnudo. Hago una segunda réplica, una tercera, completas, hasta la barba; completas, hasta los lunares. Hago una docena. Son réplicas pasivas, vacías, sin alma. ¿Lograrán engañarla? Ya veremos.

Ahora los ladridos son feroces. Está cerca. Mi isla se mueve con rapidez por el canal. ¡Ataca, Escila, ataca! Los largos cuellos se elevan y caen, se elevan y caen. Escucho los gritos de mis otros yos; veo sacudirse los brazos y piernas mientras ella los agarra y los levanta. Después los devora. A mí, en cambio, me perdona. Floto, pasando con seguridad ante la horrible bestia. El rostro de April, infinitamente reduplicado en la bóveda azul situada sobre mí, está sonriendo. He obtenido poder gracias a este encuentro. No necesito tener más temores: me he hecho invulnerable. ¡Haz lo peor, océano! Llévame a Caribdis, estoy preparado. Sí. Llévame a Caribdis.

El todo, escribió D. H. Lawrence, es un extraño conjunto de partes aparentemente incongruentes, que se deslizan las unas junto a las otras. Estoy de acuerdo. Pero, desde luego, la incongruencia es más aparente que real, puesto que de otro modo no habría todo.

Creo que ahora ejerzo un control completo sobre la isla. Puedo volverla a diseñar para que sirva a mis propósitos, y la he aerodinamizado, haciendo que adopte figura de barco, puntiagudo en la proa, embotado en la popa. He sustituído mi conglomerado de palmeras caídas; ahora, unas flexibles proyecciones de la propia isla golpean el mar, impulsándome firmemente hacia el continente. Los árboles de hoja ancha hacen más soportable el calor de! día. A una orden mía, unas corrientes de agua fresca surgen de la arena, frías, relucientes.

Poco a poco, voy extendiendo la esfera de mi control más allá del perimetro de la isla. He establecido una zona libre de tiburones cercana a la costa, con un arrecife que la rodea. En esa zona nado con perfecta seguridad, y cuando tengo hambre acorralo tranquilamente a los peces con las manos, impulsándolos hacia la orilla.

Imagino imágenes a partir de las nubes: April, Irene. Simulo los rasgos del doctor Richard Björnstrand en el cielo junto a April e Irene, y las dos se me muestran borrosas y se convierten en una sola mujer.

Acercándome ahora a la costa. Dentro de un día o dos, estaré allí.

Esto es el continente. Guío mi isla hacia una amplia ensenada en forma de media luna, sobre la que desciende la sombra de las grandes montañas desnudas, que se elevan desde el cercano interior como afilados dientes negros. La isla expulsa un robusto cable leñoso que se ata a su propio amarradero; utilizando e! cable como una plancha, desembarco en la orilla. El aire es más frío aquí. La vegetación escasa y cactiforme: tambores espesos y carnosos, repletos de espinas, de color púrpura, la mayoría de ellos más altos que yo. Golpeo uno con un palo, y de él surge un fluido rosado pálido: lo pruebo y lo noto frío, azucarado, vagamente intoxicante.

El fluido de los cactos me mantiene durante un viaje de cinco días hacia la cumbre de la montaña más próxima. Mis pies desnudos golpean contra la roca desnuda. Calor durante el día, y un frío lunar por la noche; los cantos rodados crujen en el crepúsculo cuando desaparece el calor. A mi espalda se extiende el mar, infinito, silencioso. El aire está sembrado de rostros de mujeres ceñudas. Asciendo por una lenta ruta espiral, deteniéndome con frecuencia a descansar y tomando impulso hacia delante, hasta que al final me encuentro de través la espina más elevada de la montaña.

Por el lado de la isla, la montaña desciende gradualmente hacia un valle irregular y tormentoso, salpicado de cantos rodados y hielo, y rasgado por brillantes lagos blancos, como si fueran numerosas lesiones estrechas. Más allá hay una zona de colinas en forma de senos bajos, poblada de árboles; desciende hacia las tierras bajas centrales, de las que surge una temblorosa fuente de luz. Rápidas explosiones fosforescentes de azul, dorado, verde y rojo se impulsan hacia el aire, se atenúan y se pierden. No me atrevo a aproximarme a esa fuente; sé que quedaría consumido por su feroz intensidad, puesto que es ahí donde se halla la esencia de April, el furioso núcleo del alma que no debe ser invadido nunca por otro.

Me vuelvo hacia el mar y miro a mi izquierda, abajo, hacia la costa. Al principio no veo nada extraordinario: una fila de bahías festoneadas, trozos de playa arenosa, una línea blanca de oleaje, una revoloteante bandada de pájaros oscuros. Pero entonces, a lo lejos en la costa, detecto un rasgo más notable. Dos largos y delicados promontorios que surgen como dedos curvados, como un dedo gordo y un índice que se inclinan el uno hacia el otro; y en el amplio golfo que forman, el mar se agita frenéticamente, como si hirviera. En el vértice de la perturbación, sin embargo, todo está tranquilo.

¡Allí! Allí está Caribdis… ¡El vórtice del remolino!

Tardaría días en llegar allí por tierra; la ruta marina será más rápida. Bajo apresuradamente por las vertientes, regreso a mi isla y corto el cable que la sujeta a la costa. Perversamente, el cable vuelve a unirse; alguna influencia maligna está oponiéndose a mi poder. Corto; y el cable se une de nuevo. Corto; se une. Una y otra y otra vez. Exasperado, produzco una fisura para fragmentar la isla de un borde al otro, para aislar la zona donde se halla enraizado mi cable; todo el segmento que rodea el anclaje se rompe, separándose, y permanece en la ensenada, firmemente sujeto, mientras el resto de la isla se desplaza hacia el mar abierto.

Espera…, el proceso de fisión continúa por su propio impulso. La isla está criando como un glaciar, desintegrándose, rompiéndose y separándose en enormes fragmentos. Salto desesperadamente de un lado a otro evitando las grietas, manteniéndome siempre en el sector más grande, esforzándome por reconstruir mi hogar flotante, hasta que me doy cuenta de que no queda nada significativo de la isla, sólo un trozo de roca coralina que cada vez disminuye más, partiéndose una y otra vez.