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Mi isla ahora sólo tiene unos diez metros cuadrados. Cinco. Menos de cinco. Desaparecida.

Siempre le tuve miedo al océano. Ese gran cuenco invertido de aguas frías, resonando con estruendosos sonidos salados, infestado de oscuras plantas elásticas, habitado por monstruos dentados… devoró mi espíritu, me consumió, llenándose a sí mismo de mí. Desde luego, era el mismo mar septentrional que conocía y odiaba, el triste y sucio Atlántico, lamiendo lentamente la costa de Massachusetts. Una línea costera rocosa y negra, misterios impenetrables del agua, una línea de desechos matinales, amontonándose en las escasas cuevas arenosas; una multitud de cangrejos y corredores menores arrastrándose por todas partes. Mientras nado, imagino bestias marinas poco amistosas husmeando alrededor de mis colgantes piernas. Miré con disgusto hacia esa invisible y temblorosa confusión de planctoncitos de garras peludas, esa quimera de filamentos fibrosos y pequeñas antenas. Y temía sobre todo la lenta y perezosa agitación del kraken, extendiendo con lentitud sus enormes tentáculos hacia arriba, hacia los botes de la superficie. Y aquí estoy, a la deriva sobre los mares de mi propio pecho. El rostro de April, en el cielo, muestra una sonrisa. El rostro de Irene se contrae en un guiño.

Soy arrastrado hacia el vórtice del remolino. Resulta innecesario nadar; el agua me lleva hacia mi objetivo. Sin embargo, nado -da lo mismo-, brazada tras brazada, no entregándome para nada a la fuerza del mar. El primer promontorio está surgiendo a la vista. Nado con más energía. No permitiré que el remolino me capture; tengo que acudir a él por voluntad propia.

Ahora, nado y nado alrededor de los giros exteriores de Caribdis. Éste es el lugar a través del cual se filtra el espíritu: puedo ver el rostro pálido de April como una máscara de plástico vacía, balanceándose, atraído hacia abajo, desapareciendo con la barbilla por delante a través del vórtice del remolino, reapareciendo, descendiendo una vez más, en un ciclo infinito de descensos y reapariciones, regresos y resurrecciones. Tengo que seguirla.

No vale la pena tratar de nadar aquí. Sólo puedo mantener los brazos y las piernas apretados y someterme, mientras soy tragado nivel tras nivel por el vórtice del remolino, hasta que llego al corazón del mismo y entonces… ¡suuussh!, el último descenso. No una caída a plomo. La caída dura siempre. Y cayó desde la mañana hasta la tarde y desde la tarde hasta el anochecer. Desciendo a través del corazón hueco del remolino, atrapado por la monstruosa succión, hasta que bruscamente me encuentro en una oscura región de aguas tranquilas y frías, muy por debajo de la superficie del mar. Me duelen los pulmones; mi tórax, dilatado por una hinchada masa de aire caliente y consumido, lanza enojadas protestas hacia mis sobacos. Me deslizo a lo largo de la suave cara vertical de una montaña sumergida. Mis pies encuentran apoyo en una repisa; continúo mi camino sobre ella y llego finalmente a la boca de una cueva, situada en ángulo agudo contra la pared de piedra. Me caigo en su interior.

Allí dentro encuentro una habitación que es una bolsa llena de aire, húmeda, resbaladiza, iluminada por algún inexplicable brillo interior. April está allí, acurrucada contra el fondo de la cueva. Está desnuda, temblorosa, malhumorada, con el pelo pegado en húmedas hebras a la pálida columna de su cuello. Al verme se levanta, pero no avanza hacia mí. Sus pechos son pequeños, sus caderas estrechas, sus muslos delgados; es el cuerpo de una niña.

Extiendo una mano hacia ella.

—Vamos. Salgamos de aquí nadando los dos juntos, April.

—No, es imposible. Me ahogaré.

—Yo estaré contigo.

—Aún así —me replica—. Me ahogaré. Lo sé.

—¿Qué vas a hacer entonces? ¿Simplemente quedarte aquí?

—Por el momento sí.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que sea seguro salir —me contesta.

—¿Y cuándo será eso?

—Lo sabré.

—Entonces, esperaré contigo, ¿de acuerdo?

No le doy ninguna prisa. Finalmente, ella dice:

—Vamonos ahora.

En esta ocasión, y ante mi propia sorpresa, soy yo quien duda. Es como si se hubiera producido un intercambio de fortalezas en el interior de esta cueva, y yo hubiera quedado debilitado. Retrocedo, pero ella me toma de la mano y me conduce con firmeza hacia la boca de la cueva. Veo el agua girando en el exterior, contenido ante nosotros porque no tiene forma de expeler la burbuja de aire que llena nuestra bolsa en la cueva. April comienza a deslizarse por el resbaladizo pasaje que nos aparta de la cueva. Se siente excitada, radiante, con los ojos muy brillantes, respirando agitadamente.

—Vamos —dice—. Ahora. ¡Ahora!

Salimos juntos de la cueva.

El agua me martillea. Boqueo, me sofoco, tropiezo. La presión es abrumadora. Mis tímpanos gritan agudas quejas. Columnas de agua se introducen a la fuerza en las ventanas de mi nariz. Noto el torbellino girando locamente muy por encima de mí. Lleno de terror, me vuelvo y trato de alcanzar de nuevo la cueva, pero ésta no me quiere admitir y reboto impotente contra un escudo de aire. Me dejo engullir entonces por el agua. Estoy empezando a ahogarme, pienso; mis ojos no producen imágenes. Débilmente, soy consciente de que April estira de mí, sujetándome, impulsándome hacia arriba. ¿Qué hará, nadar a través del torbellino desde abajo?

Todo es oscuridad. Sólo percibo el contacto de su mano. Me esfuerzo por enfocar la vista y por fin la veo, a través de un caos de color púrpura. ¡Cómo se parece a Irene! ¿Quién es ella, April o Irene? Apenas importa. Ahora, mi única preocupación es mi ahogo. No tardará en pasar. Déjame, le digo, déjame, déjame ahogarme y sal tú de aquí. Sálvate. Sálvate tú. Sálvate tú. Pero ella no me presta atención y continúa tirando de mí.

Salimos bruscamente a la luz del sol.

Agitándonos en la superficie, nos tostamos a un calor glorioso.

—¡Mira! —me grita ella—. ¡Hay una isla! ¡Nada, Richard, nada! Estaremos allí en diez minutos. Podremos descansar allí.

El rostro de Irene llena el cielo.

—¡Nada! —me urge April.

Lo intento. Me he quedado sin fuerzas. Unas pocas brazadas, y caigo en un estado de estupor. April, que al parecer no se ha dado cuenta, se encuentra muy por delante de mí, avanzando enérgicamente sobre el agua, nadando hacia la isla. April, grito, April, April, ayúdame. Pienso en la playa, en la arena húmeda y caliente, en la fila de palmeras, en la intrincada disposición de los blancos cantos del coral. Sí. Ya es hora de regresar a casa. Irene me está esperando. ¡April! ¡April!

Ella se arrastra sobre la orilla. Su forma, delgada y desnuda, brilla bajo la cálida luz del sol.

¿April?

El mar se apodera de mí. Me alejo, flotando estúpidamente, atraído de nuevo hacia el vórtice del torbellino.

Abajo. Abajo. No hay forma de luchar. April ha desaparecido. Sólo veo a Irene, temblando en las olas. Abajo.

Esta fría y oscura cueva. ¿Dónde estoy? No lo sé.

¿Quién soy? ¿El doctor Richard Björnstrand? ¿April Lowry? ¿Ambos? ¿Ninguno de los dos? Creo que soy Björnstrand. Lo era. Aquí, Dickie, Dickie, Dickie.

¿Cómo salgo de aquí? No lo sé.

Esperaré. Tarde o temprano, tendré la fuerza suficiente para salir nadando. Antes. O después. Ya veremos.

¿Irene?

¿April?

Aquí, Dickie, Dickie, Dickie. Aquí.

¿Dónde?

Aquí.