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Nash alzó la vista y la vio observándolos. Levantó las cejas en un gesto interrogante de «¿lo que estoy haciendo está bien?». Stacey forzó una sonrisa y, luego, apartó el rostro y continuó cortando los bordes del césped.

– Mamá, el té se te está enfriando.

– Lo siento -se detuvo, alcanzó la taza y no pudo evitar volver a mirar-. ¿Tienes niños, Nash? -la pregunta la formularon sus labios antes de que ella pudiera pensar.

– No, no tengo niños, ni mujer -le pasó a Clover otra tuerca y alzó la vista-. Me paso la vida viajando. Nunca he parado en ningún sitio lo suficiente como para formar una familia.

Ella recordó que él había dicho que había estado en sitios peores que aquel vivero abandonado.

– ¿Dónde?

– En todas partes -debió de leer la siguiente pregunta en sus ojos, o quizá ya sabía lo que estaba a punto de llegar-. Empecé como voluntario en el sudeste de Asia.

– Sí, he oído hablar de ello -había pensado en haber hecho algo parecido después de la universidad. Pero conoció a Mike y nada le pareció tan importante como estar con él.

– Estuve un par de años con ellos antes de meterme en un proyecto con Oxfam. Luego me trasladé a Sudamérica. He vivido allí durante cinco años.

– Y ahora ha vuelto a casa.

Pensó en ello durante un momento.

– Sí, supongo que sí -parecía sorprendido, como si él mismo no se lo pudiera creer-. Bien, chicas, creo que esto ya está casi terminado. Vamos a probarlo.

Guardó las herramientas en la caja y puso la cortadora en marcha. De pronto funcionaba sin aquel espantoso ruido que tenía antes, que ella había asumido se debía a la vejez del aparato y que se trataba de algo con lo que, sencillamente, tenía que vivir.

– Suena diferente -le dijo Stacey-. ¿Qué le ha hecho?

– Nada excepcional. Había algo enganchado en las aspas. Lo he limpiado. Ya no tendrá más problemas -miró las tijeras de podar-. Si quiere se las puedo afilar. Tengo un buril -señaló hacia el muro y el pelo le cayó sobre la frente. Se lo apartó dejándose una marca de grasa sobre la frente. Ella tuvo que contener las ganas de estirar la mano y limpiársela.

– Bueno…

– Si usted quiere…

Tenía la incómoda sensación de que su boca estaba abierta.

– No quiero causar problemas.

– No es un problema -sonrió él-. Lo puedo hacer ahora, mientras termina de cortar el césped.

Ella temía que le pudiera ofrecer aquello. No porque ella tuviera ninguna aversión a que la ayudaran, sino porque, sencillamente, no estaba habituada a que nadie se ofreciera.

Sus padres habían preferido retirarse a un lugar alejado de sus nietos y, aunque su hermana le ofrecía dinero de vez en cuando, Dee estaba demasiado ocupada en su vida de ejecutiva como para ponerse un mono y aparecer por su casa con una brocha en la mano y dispuesta a ayudar.

Hacerlo todo una misma era realmente solitario. Quizá Dee tenía razón. Necesitaba a un hombre en la casa.

Nash tomó las tijeras podadoras.

– Solo tardaré un momento. Gracias por el té, Clover -puso las tijeras sobre el muro y, acto seguido, saltó él, con un movimiento fluido y pasó al otro lado.

De pronto, el jardín pareció realmente vacío sin él.

– ¿Se podría quedar a cenar Nash, mami? -le preguntó Rosie.

– Supongo que estará ocupado -respondió Stacey. Seguramente demasiado ocupado como para pasar la noche con una mujer que no se aplicaba crema de manos y que necesitaba kilos de crema hidratante para mantener la piel mínimamente fresca.

Con lo atractivo que era, seguro que tenía a todas las mujeres solteras del vecindario, agitando las pestañas a su paso. Seguramente, algunas no solteras, también.

– Pero se lo vas a pedir, ¿verdad? -le preguntó Clover.

Era una tentación. Después de todo, ella era humana. Pero había aprendido lo que era tener un poco de sentido común a lo largo de los años. Al menos, el suficiente para no caer por segunda vez en la trampa de unos pantalones bermuda. Debía ser razonable, aunque, tal vez, no le gustase, pero el no serlo ya le había causado ya demasiados problemas.

– Ya veremos -dijo ella y se puso a segar el césped zanjando así la conversación.

Acababa de terminar, cuando él reapareció en lo alto del muro.

– Nash, mamá dice que te puedes quedar a cenar si tú quieres -dijo Clover antes de que Stacey pudiera detenerla.

– Por favor, di que sí -le rogó Rosie.

Nash miró a Stacey y se dio cuenta de que Clover había puesto a su madre en un compromiso. Había pensado, sencillamente, devolver las tijeras y luego regresar a su lugar. No quería molestarla. Era una viuda con dos niñas y era normal que desconfiara de un extraño que había plantado su tienda en el jardín de al lado.

– ¿De verdad? -preguntó él, no dejándole otra opción que la de confirmar la invitación de su hija. No se sentía orgulloso de sí mismo, pero tenía que tomar lo que le dieran. No pensaba estar allí durante mucho tiempo.

– No he hecho nada excesivamente excitante -dijo ella rápidamente-. Son espaguetis a la boloñesa -luego, al darse cuenta de que no había sonado precisamente entusiasmada, rectificó-. Pero es el plato favorito de las niñas.

– El mío también. Pero no quiero ser una molestia. Solo había venido a dar las gracias por el bizcocho -eso sí que había sido un golpe bajo. Ella no tendría más remedio que repetir la invitación.

– Y me ha arreglado la cortadora. Funciona como si fuera nueva.

Él se encogió de hombros.

– No ha sido nada. Cuando estás siempre a dos días de la ciudad más próxima, aprendes a arreglar las cosas.

¿Así era como funcionaba?

– Bien, le estoy muy agradecida. De verdad, será bienvenido si quiere quedarse a cenar con nosotras.

Stacey pensó que realmente lo era, claro que solo porque estaba tratando de ser una buena vecina. Si él se hubiera trasladado a la casa de al lado no se lo habría pensado dos veces. Pero quizás era el momento de que empezara a pensarse las cosas antes de abrir la boca. Claro que su hermana estaría en desacuerdo con todo aquello… Aquel pensamiento fue más que suficiente para incitarla a sonreír.

– ¿Le gustaría quedarse?

– ¿La verdad? Me encantaría. No he tomado una comida casera desde hace meses. ¿A qué hora?

– Alas seis.

– No llegaré tarde -le dio las tijeras afiladas, relucientes y recién engrasadas. Su hermana, definitivamente, tenía razón. Tener un hombre habilidoso en la casa no sería tan mala idea, siempre y cuando fuera el hombre que ella eligiera.

Stacey se miró las manos, gruñó y agarró la lima, mientras se hacía la promesa de portarse bien y utilizar guantes en el jardín. También empezaría a aplicarse la crema que le había regalado su hermana. De verdad que estaba dispuesta a hacerlo, en cuanto pudiera encontrarla.

Se miró en el espejo y se quitó la goma que le retiraba el pelo de la cara. Gruñó otra vez. ¿Por qué no había utilizado una de las gomas de Rosie? ¿Aquella que tenía un puñado de margaritas? ¿O la de las mariposas? ¿En qué demonios estaba pensando cuando se había recogido el pelo con una figura de plástico de un pato con un traje de marinero?

Pues no había estado pensando en nada. La verdad era que no pensaba en sí misma como una mujer. No había pensado en ella como mujer desde hacía mucho tiempo. Era una madre. Y una mujer loca que plantaba malas hierbas en su jardín y las ponía en tiestos, esperando que la gente las comprara. Pero, eso sí, tenía un jardín muy especial…

Pero estaba totalmente desacostumbrada a pensar en sí misma como en una mujer.

Mientras se quitaba los restos de hierba de los dedos, se dijo que tenía que intentarlo. Olvidándose de Nash Gallagher, tenía que darse cuenta de que si Lawrence Fordham la veía así el sábado por la noche, saldría huyendo a toda prisa en dirección al bar, con vestido de diseño o no.